La Garlopa Diaria

7 diciembre 2013

La Guadalajara de Clara Sánchez

Henares al día, 26.11.2013

La escritora Clara Sánchez recibió el pasado 15 de octubre el premio Planeta 2013, dotado con 601.000 euros, con la novela El cielo ha vuelto. El galardón garantiza un baño de multitudes por el mundo de las letras hispánicas durante un año. En todas las entrevistas que ha concedido estas semanas surge el nombre de Guadalajara, ciudad en la que nació en 1955. La autora no tiene una relación intensa con la provincia, pero tampoco le resulta ajena. Así lo puso de manifiesto ella misma en un texto que ahora rescato por su evidente interés. Clara Sánchez firmó una colaboración en el primer número de Siglo XXI, revista lanzada por Manu Leguineche. El artículo, aparecido en junio de 2003, se titula “Mi Guadalajara” y en él relata la autora sus orígenes en la ciudad de los bizcochos borrachos y su querencia por Tamajón, el pueblo de su madre, y por algunos de los rincones de la provincia, desde la capital hasta el pico Ocejón pasando por la Arquitectura Negra, la Campiña y el paisaje alcarreño de trigales. Vale la pena volver a detenerse en este texto hermoso, sugerente, intimista, en el que la escritora habla en primera persona sobre su relación con la provincia que tiene el honor de figurar en la solapa de todos sus libros. Hace una década, Sánchez ya había despuntado en el panorama de la literatura española. Hoy es una autora consagrada. Huelga decir que la reproducción siguiente respeta la literalidad del original, hasta en los sumarios. Disfruten de esta prosa. No todos los días un Planeta desmiga Guadalajara con el cariño y la textura que Clara Sánchez desliza en estas líneas.

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MI GUADALAJARA, por Clara Sánchez

Creí que me sería más fácil escribir unas líneas sobre Guadalajara porque allí es donde nací. Porque su nombre, siempre, durante toda mi vida, lo he estado viendo unido al mío donde quiera que tuviese que dejar constancia de quién era yo, ha ido tan unido a mi identidad como los apellidos. Está en las solapas de mis novelas, en el crédito hipotecario de la casa, en el contrato del gas, del teléfono, en el carné de la piscina. Guadalajara. Procede del árabe y significa “río de piedras”. Es una palabra larga y melodiosa, llena de sonidos abiertos, sonoros y claros que refrescan el oído como una pequeña corriente de agua.

Sin embargo, ahora que me propongo contar algo de ese lugar que me ha acompañado como una sombra por medio mundo y sinsabores, sobresaltos y buenos momentos, me doy cuenta de que precisamente porque forma parte de mi vida me es imposible hablar de él como una turista que llega, visita sus monumentos, prueba la gastronomía, compra, de recuerdo, un tarro de miel con cuchara de madera incorporada y se marcha. Tiene más que ver con la formación de mi carácter y con estados de ánimo. Por ejemplo, siempre me ha puesto de buen humor su paisaje. Una parte de él, claro. Hay que tener en cuenta que el territorio que abarca la provincia es muy extenso, linda con Segovia, Soria, Zaragoza, Teruel, Cuenca y Madrid, de modo que su aspecto varía bastante.

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La autora muestra su predilección por el paisaje de trigales y los bosques de ribera de Guadalajara. Foto: R.C.

En menos de una hora se puede pasar del puro bosque a la estepa. Hay vegas, sotos, riberas, pantanos, ríos. Pero a mí el que más me atrae es el de los extensos trigales con el cielo azul planeando sobre ellos y de pronto un profundo soto en su orilla o un bosquecillo de pinos al fondo. El olor de las eras en verano cruzado por las correspondientes moscas, el arroyo, los cardos azules al borde del camino. Todo eso me encanta, tiene que ver conmigo, que nunca he tenido gustos caros ni lujosos. Y también porque tengo la sensación de que en este paraje tan desnudo, en que con una sola mirada se abarca todo, está ocurriendo algo que casi no se ve, como en las buenas novelas. Algo está naciendo, creciendo, bulle la vida sin alboroto.

Un paseo de unas dos o tres horas por estos contornos tiene el efecto sobre mí de un mes de revitalización en una clínica suiza, así que como mínimo cada quince días se me puede ver vagando por estos campos. Y desde las cabinas climatizadas de los tractores suelen mirarme pensando “Dónde irá esa loca con este calor” y en invierno, “Dónde irá esa loca con este frío”. Lo normal es que la gente de aquí salga, no a patearse el campo sin más ni más, sino a hacer algo: cazar, recoger setas, espárragos, lo que sea.

“Nací en Guadalajara capital, pero, por cuestiones laborales de mi padre, a los meses de mi existencia nos marchamos a otra ciudad” Me propongo hacer algo

“El paisaje que más me atrae es el de los extensos trigales con el cielo azul planeando sobre ellos y de pronto un profundo soto en su orilla o un bosquecillo de pinos al fondo”

Nací en Guadalajara capital pero, por cuestiones laborales de mi padre, a los dos meses de mi existencia nos marchamos a otra ciudad. Mi padre no es de allí, mi madre sí, y mis abuelos maternos desde que tuve uso de razón hasta que murieron vivieron en un pequeño pueblo cercano a la capital, con su iglesia del s. XVII, su palacio, su plaza, su fuente y sus hermosos alrededores de extensos y dorados campos de cereales, sotos hundidos, arroyos y grandes lavaderos, sombreados por las ramas de los árboles, necesarios en épocas en que las mujeres se mataban a trabajar.

Mis padres, mis hermanos y yo vivíamos en Valencia. Yo era la encargada de escribir largas cartas con destino Guadalajara, que echaba en la propia oficina de correos para que llegasen un poco antes. Pedíamos o recibíamos conferencias telefónicas por medio de una operadora como si Guadalajara estuviese en China. Por entonces Guadalajara estaba lejos incluso de Madrid. Y con el tiempo y la distancia acabábamos hablando de nuestros parientes guadalajareños como de los personajes de una película que se ponía en marcha para nosotros en cuanto regresábamos al pueblo.

En aquellos días, década de los sesenta, de lo que más se hablaba en mi casa era de la guerra civil. Tenía la sensación de llevar escuchándolo desde mucho antes de nacer y también que la guerra era algo irreal y no concebía que hubiese ocurrido hacía tan poco tiempo. La más afectada por ella, sin duda, era mi madre. Tenía tres años cuando la guerra empezó y la pasó en el pueblo de Uceda, y una y otra vez ha contado el pánico que le provocaba el sonido de los aviones sobrevolando la zona y no digamos las bombas cayendo por allí y el momento en que, jugando, se tropezó con un muerto y muchas más cosas por el estilo. Así que, ese pueblo (aparentemente otro de tantos) se fue volviendo tan mítico como Ítaca o Troya. Uceda, el sitio de la guerra, el sitio donde mi madre tuvo tanto miedo.

También otros nombres pasaron a formar parte de nuestra leyenda particular: el Pico Ocejón, del que se decía exagerando que era visible desde cualquier parte. Y, viajando hacia él, Tamajón, el pueblo donde en realidad nació mi madre y puerta de entrada a los pueblos negros (Campillejo, El Espinar, Campillo de Ranas, Roblelacasa, Robleluengo, La Vereda, Majaelrayo y Valverde de los Arroyos), llamados así porque sus casas, iglesias, escuelas y cualquier otra edificación están construidas con lajas de pizarra. Al menos una vez al año visito Tamajón con la intención de acercarme a la austera ermita de la Virgen de los Enebrales, rodeada por un bosque de enebros y sabinas, que se va haciendo más y más espeso según se asciende y también más y más misterioso.

Iglesia Parroquial de Tamajón

Iglesia de Tamajón, pueblo originario de la madre de Clara Sánchez. La autora escribe que, al menos una vez al año, viaja hasta Tamajón. Foto: R.C.

Si existiesen bosques embrujados, uno sería éste, quizá porque lo forman árboles con nombre de persona, con el nombre de mi abuela Sabina. Así que las sabinas necesariamente tienen algo de humano, sobre todo al atardecer cuando sus sombras borraban el camino de vuelta y parece que empiezan a hablar entre ellas. Y también porque la madera cortada, como mi abuela cuando se acicalaba por las tardes, desprende un agradable perfume y lo desprende durante bastante tiempo, durante meses e incluso años. Así que se la ha utilizado mucho, incluso para construir el forjado de las casas de Tamajón. Ahora creo que es especie protegida.

Pero esta parte pertenece más a la infancia de mi madre que a la mía. Yo era una niña de ciudad. Vivíamos en Valencia, y en vacaciones tomábamos un tren que tardaba un siglo en llegar a Madrid, y en Madrid otro que también tardaba lo suyo en llegar a Guadalajara. Así que una vez allí la primera imagen era la de la estación de ferrocarril, y la segunda, la de la pastelería Hernando, donde comprábamos una caja de esos deliciosos bizcochos borrachos con canela que sólo existen aquí y luego pasábamos junto a la piel de dragón del Palacio del Infantado. Con los años se han agregado la ineludible parada en la librería de Emilio Cobos, otra en Rayuela, otra en la Biblioteca Municipal, mezcladas con visitas forzosas al Hospital Provincial y otras más gratas a iglesias hermosas y sencillas como la de Santiago Apóstol para asistir a sucesivas bodas de los familiares.

Tras esta rápida visita, tomábamos un taxi para dirigirnos a ese pueblo, cuyo nombre no he revelado, y nada más salir a la carretera alguien decía: Mira, el Pico Ocejón. Y el pico mágicamente se elevaba en el horizonte como una gran pirámide.

“Otros nombres pasaron a formar parte de nuestra leyenda particular: el pico Ocejón, del que se decía exagerando que era visible desde cualquier parte”

“No es raro que de vez en cuando alguien comente ‘Así que eres de Guadalajara’ de un modo que me hace pensar que tal vez Guadalajara sea una fantasía mía, una invención, uno de esos recuerdos mitad verdad, mitad mentira, de la infancia”

Ahora los pueblos están tomando la fisonomía de zonas residenciales, cuyos habitantes hacen vida de chalet y acuden masivamente a las grandes superficies comerciales de Gelco o Eroski de la capital. Y la capital ha dejado de ser ese lugar de los escaparates de la calle Mayor y de envidiables comodidades que recibía a sus hijos marginales por la mañana y los expulsaba por la tarde en los coches de línea con paquetes en los regazos, medicinas y las cartillas de ahorros puestas al día. En los pueblos que conozco ya nadie hace el pan ni las magdalenas que se come, ni se destroza las manos lavando en el río, ni pone la ropa al sol sobre los matorrales, ni depende del horario del coche de línea. Las tierras se labran con cierta comodidad. Y la gente cada vez tiene más dinero y puede comprarse una segunda vivienda donde pasar los fines de semana, así que se construye más y más, y el paisaje se deteriora a pasos agigantados.

Los ayuntamientos no cuidan lo suficiente toda esta grandeza y se talan árboles y las motos todo terreno circulan salvajemente haciendo de las suyas y a los domingueros les priva ir dejando las huellas de sus paellas por donde pasan. Desde que era niña he visto desparecer arroyos y bosquecillos enteros de pinos y álamos.

La Guadalajara de hoy ya no está lejos, se ha acercado tanto que es la residencia habitual de mucha gente que trabaja en Madrid. Sin embargo, no es raro que de vez en cuando alguien comente “Así que eres de Guadalajara” de un modo que me hace pensar que tal vez Guadalajara sea una fantasía mía, una invención, uno de esos recuerdos mitad verdad, mitad mentira, de la infancia.

[Artículo publicado en el número 1 de la revista Siglo XXI de Guadalajara y el Corredor del Henares. Guadalajara, junio 2003]

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