Epílogo de Fraga
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Hace dos días murió el escritor y político José Luis Álvarez Enparantza, más conocido como Txillardegi, a los 84 años de edad. Fue uno de los fundadores de ETA y de Herri Batasuna y está considerado uno de los teóricos más influyentes del nacionalismo vasco. El domingo por la noche falleció Manuel Fraga Iribarne, a los 89 años. Fue ministro de Franco, fundador de AP, presidente de la Xunta de Galicia y senador hasta hace tan solo unos meses.
Si utilizáramos el mismo soniquete que hoy arguyen la mayoría de hagiógrafos que han escrito sobre Fraga, cabría decir que el fundador de ETA también fue un hijo de su tiempo, y que conviene entender los vaivenes entre totalitarios y demócratas de aquellos que siempre estuvieron dispuestos a exhibir su autoritarismo. El papel lo aguanta todo.
Fraga Iribarne ha permanecido 60 años montado en un coche oficial. Tuvo una trayectoria densa, un carácter camaleónico, una actitud vehemente y una ideología travestida. Para los jóvenes treintañeros, Fraga era un señor iracundo que nunca mostró arrepentimiento por pertenecer al gobierno de una dictadura y un político que solo descubrió el Estado de las Autonomías cuando se convirtió en jefe de Galicia, emulando a pequeña escala una presidencia que nunca pudo alcanzar en la Moncloa.
Hablar mal de alguien tras su muerte es una falta de respeto, pero los elogios hacia su figura están siendo tan exagerados que producen eczemas. El aparataje del Estado (el PP gobierna hoy la nación y la mayoría de las comunidades) y el altavoz de los medios le ha proporcionado un epílogo meloso y lisonjero, seguramente, como el propio finado no hubiera querido.
En cualquier país serio de nuestro entorno, Fraga no habría sido redactor de la Constitución que aún hoy rige. Fue un tipo culto, preparado, trabajador, disciplinado, conservador y ultracatólico. Pero formó parte activa de un régimen que firmaba sentencias de muerte y que mantenía entre rejas a miles de represaliados políticos. Anduvo listo en la democratización de la derecha española después de la muerte del dictador, pero puso reparos a todo lo que olía a progreso: la ley del divorcio, las nacionalidades, la libertad de prensa, la regulación del derecho de manifestación, la despenalización del aborto o, más reciente, el rescate de la memoria histórica. Según María Antonia Iglesias, «la Transición no hubiera sido posible sin Fraga».
Nunca pidió perdón por ser ministro de un dictador atroz. Nunca pidió perdón por apoyar el golpe de Estado del 36. Nunca pidió perdón a las víctimas de la dictadura. Nunca pidió perdón a la familia de Grimau, a quien tildó de «caballerete». Nunca pidió perdón a Galicia, a pesar de que fue uno de los territorios menos alfabetizados y más castigados por la dictadura. Nunca pidió perdón a los periodistas por fagocitar a la profesión con una Ley de Prensa, la del 66, que sí, que eliminó la censura previa, pero que siguió cercenando la libertad de información y que aún sigue sin derogarse. Su salvoconducto a la democracia fue la transformación que protagonizó a partir de 1975: de jerarca (digamos aperturista) del régimen a vocero de la derecha democrática que exigía “libertad con orden”. Esto le entronizó como el «arquitecto de la derecha democrática» (titular de hoy de ABC) o como el animal político cuya razón de existir era su «pasión por el poder» (titular de El País, periódico, por cierto, que ayudó a fundar).
Alfonso Osorio cuenta que «gracias a ese carácter ha conseguido construir el primer partido político de masas del centro derecha español». Pilar Cernuda se pregunta y se contesta ella misma: «¿Franquista? Sí. Y galleguista, y conservador, reformista, defensor a ultranza de la democracia y autonomista». Qué cosas. Reformista aun siendo el pipiolo de un régimen, por definición, inmovilista: con cuarenta años ya era ministro de Información y Turismo. Lucía Méndez le considera un «presidente frustrado». Santos Juliá ratifica que «Fraga comenzó a actuar como un demócrata después de la democracia» y Rosa Montero sostiene que «tenía gran cultura, inteligencia y humor pero podía volverse una fuerza ciega. Apaciguó a la derecha más cerril. Agradezco que se comió a los caníbales».
Tanto politólogos como historiadores subrayan la capacidad de Fraga para amansar a la fiera del franquismo a través del proyecto de Alianza Popular. Su obra política más importante, anécdotas de Palomares y de Paradores aparte, fue encajar la ultraderecha montaraz dentro de un partido político al principio netamente de derechas y ahora autodefinido de centro. Si entonces, en pleno tránsito, este movimiento tuvo el efecto de rebajar la violencia de la carcundia más reaccionaria, ahora ha desembocado en un hecho incuestionable: la extrema derecha en España anida en el PP. Esto no convierte al PP en un partido de ultraderecha, pero sí le obliga a atender a una parte del electorado que no celebra la democracia como algo suyo, sino que lo acepta por imperativo. ¿Es más deseable esta situación que la de Francia o Alemania, donde sí existe una frontera nítida entre derecha y extrema derecha? Ignacio Camacho considera que su mayor error político fue «desmarcarse del centrismo que encarnaba las aspiraciones mayoritarias», aunque eso no le impidió aprovechar los restos del suarismo tras el naufragio de la UCD.
Se ha destacado su papel en la Transición y, más concretamente, en la elaboración de la Constitución, La realidad es que fue “padre” de la Constitución de rebote: UCD se negó a ceder un puesto y tuvo que hacerlo el PSOE, de tal manera que Alfonso Guerra se quedó fuera del grupo de redactores de la Carta Magna en beneficio del político gallego. También firmó los Pactos de la Moncloa, pero a regañadientes. Después volvió a fracasar en su intento de ser presidente y se refugió en Galicia. Allí disfrutó del solaz de cuatro mayorías absolutas. En sus comparecencias públicas, solía mostrar un carácter intransigente y un estilo avinagrado, faltón y misógino. De hecho, hizo bandera de ello. Era su estilo. Eran «las cosas de Fraga», decían en su partido.
Uno tiende a mostrar siempre respeto por aquellos que son capaces de aparcar sus ideas máximas en beneficio de la concordia. A su manera, Fraga dio ese paso. Presentó a Carrillo en el Club Siglo XXI y abrazó la Constitución. Hizo una oposición plenamente parlamentaria a Suárez y González y no alentó el extremismo en la calle. Creó una formación de derechas que, con el paso del tiempo, se ha convertido en mayoritaria.
En cambio, no fue capaz de articular un partido de centro derecha moderno, cabal, moderado, homologable al resto de Europa y sin dobleces frente a la epopeya franquista. Fraga no fue capaz de todo eso porque su propia trayectoria se lo impedía. Un político puede fintar el futuro, pero a duras penas puede borrar un pasado tan lóbrego. Y tan sombrío.