Orgullo local
Resulta sospechoso el auge de la palabra orgullo. Elvira Lindo piensa que, además del nacional, sexual, racial o ideológico, existe en España otro muy extendido: el orgullo local. Y no se trata de una actitud exclusiva porque, desgraciadamente, anida hasta en el rincón más alejado del planeta. Sin embargo, explica la escritora que aquello que lo convierte en algo original es que no tiene ninguna consecuencia práctica: “La gente ama a su pueblo de manera casi amenazante, y los políticos españoles, conscientes de ese amor arrebatado, hacen de este sentimiento su doctrina. El enigma es que dicha pasión haya sido absolutamente compatible con el destrozo del paisaje rural y urbano” (El País, 09.12.09).
Viene a cuento esta reflexión por estar cercano en el calendario el próximo Día de la Región. Cada 31 de mayo, las autoridades de Castilla-La Mancha organizan una serie de actos en un emplazamiento itinerante para conmemorar algo que no se celebra en las calles de ningún pueblo ni ciudad de la región: la existencia como tal de la misma. Casi siempre, caen en aquello que censuran a los nacionalismos periféricos. Una reivindicación del territorio apelando a la historia y la cultura, una defensa a ultranza de los intereses particulares, una crítica feroz al centralismo y una exaltación exagerada de los símbolos propios. Y dado que aquí no tenemos lengua propia, se recurre al Quijote y a los deportistas, cantantes o escritores que tengan alguna vinculación con el terruño. O a lo que haga falta, pero siempre pasado por el tamiz de lo propio, de lo nuestro.
Gran parte de la identidad que hoy tiene esta región se debe a la creación de un marco cultural e histórico que hace tres décadas se encontraba en pañales. En el libro Castilla-La Mancha, cultura e identidad, editado por Añil, se detalla el trabajo desarrollado por la Junta de Comunidades para conseguir apuntalar una autonomía que nació gracias a la promulgación de un Estatuto y una Constitución. El impulso de Caja Castilla-La Mancha (que por cierto ya hemos visto cómo ha acabado), la creación de una universidad regional, la permanente insistencia en la denominación y los logotipos regionales. Existe todo un proceso de construcción de la autonomía que el Partido Socialista, que es el que la ha gobernado siempre, ha sabido virar hacia un regionalismo integrador. Porque, aunque ha utilizado parte de la metodología empleada por el nacionalismo catalán o vasco, la diferencia es que aquí se acepta el ente regional como parte de un todo, que es España. Se copian en las formas, pero discrepan en el fondo.
Pese a todo, el orgullo local, bien macerado con intereses electorales, ha propiciado el actual proceso que algunos intentan que sea de involución. Los críticos del Estado de las Autonomías hablan de reino de taifas y de guirigay. En cambio, la articulación territorial gestada durante la Transición me parece uno de los grandes aciertos de aquella época. No quedó cerrada ni la cuestión catalana ni tampoco la vasca, aunque ya dijo Ortega que “el problema catalán no se resuelve, sino que se conlleva”. Pero ni España se rompe ni el Estado se desvertebra, por mucho que lo proclamen desde algunos púlpitos ultramontanos. Y por mucho que se insista en el peligro lacerante del Estatut de Cataluña, presentado por los agoreros, hoy igual que en 1932, como el certificado de defunción de España (alarguen la eñe al pronunciar para que no se ofendan los clásicos). Todo ello, faltaría más, aderezado con el sempiterno coñazo de una supuesta y falsa imposición del catalán sobre el castellano. Ortega de nuevo, en La redención de las provincias (1931), escribió: “Confunden la nación con el centro”. Lejos de estas riñas, para las autonomías digamos de nueva creación, como Castilla-La Mancha, el sistema autonómico ha sido útil y eficaz porque ha servido para hacer visibles carencias que antaño permanecían ocultas. Y si alguien no se lo cree, que eche un vistazo a los centros de salud, los helipuertos y los colegios de nuestras zonas rurales y los compare con los que había hace tan solo quince o veinte años. ¿Las regiones han creado problemas y multiplicado los altos cargos? Evidentemente, sí. Pero sería injusto no reconocer que han potenciado servicios públicos a través de un método de gestión basado en la cercanía.
Sin embargo, también existe el reverso de la moneda. ¿Qué hace Guadalajara, o una parte de Guadalajara, ante esta realidad autonómica? Cierra los ojos y crea grupos en Facebook como “los guadalajareños no somos manchegos”. No entiendo por qué para sentirse guadalajareño, o alcarreño, o molinés, o serrano, hay que denostar todo lo que huela a manchego. No entiendo por qué hay que mirar siempre con desdén al Gobierno autonómico. No entiendo por qué una parte, aunque minoritaria, de Guadalajara pierde el tiempo en debates identitarios que no llevan a ningún sitio. Es cierto que la Junta de Castilla-La Mancha no ha sido cuidadosa en las formas en muchas ocasiones con Guadalajara. En el último almuerzo con la prensa de la provincia, el presidente regional, José María Barreda, reconoció abiertamente que Guadalajara es una provincia castellana con personalidad propia. Lo que ocurre es que eso mismo no lo dice en público. Me genera mucha desconfianza tanto el orgullo excesivo en torno a Castilla-La Mancha como el orgullo algo cerril de una parte de Guadalajara que reniega de su propia autonomía. Francamente, en los tiempos que corren y con la que está cayendo, detesto esa vieja polémica que resucita en cuanto la Junta levanta un chirimbolo en las carreteras con el emblema quijotesco. ¿No sería mejor, de una vez por todas, abandonar el victimismo y hacer crecer el influjo de Guadalajara en todas las esferas públicas de la región, incluida la política? ¿No sería mejor dedicarse a lo que de verdad importa a la gente?