Cuando los proletarios luchaban unidos
El libro que acaba de editar Añil encuentra su origen en las investigaciones que viene desarrollando el Seminario de Estudios del Franquismo y la Transición (SEFT). Los historiadores quieren ponerse en Castilla-La Mancha al nivel de otros colectivos, como los periodistas o los sociólogos, que sí se han ocupado en abundancia de la historia más cercana. Manuel Ortiz habla de “transitología” para denominar una de las especialidades que más han cundido en los últimos tiempos. La primera conclusión que establecen los autores del libro es que éste es fruto del interés que generan estos contenidos, tanto en la propia sociedad como entre los historiadores. La segunda, ya metidos en faena, atañe al periodo analizado: la Transición no fue un impulso decidido por ninguna institución, sino el resultado del impulso de una sociedad entera que, en buena medida, venía fraguándose durante la última década del régimen franquista. La tercera conclusión es que el análisis de los movimientos sociales rompe un mito: Castilla-La Mancha no fue pionera en este asunto, pero tampoco una “balsa de aceite” como tradicionalmente se ha transmitido mediante tópicos poco contrastados.
El capítulo dedicado a Guadalajara ocupa más de treinta páginas y lo firman tres profesores de la Universidad de Alcalá: Patricia Pociños Martínez, Juan Manuel Tieso de Andrés y Miguel Marín Merino. El texto se basa en los siguientes bloques: el crecimiento demográfico y la economía dual (agricultura e industria); la conflictividad laboral; el asociacionismo en las postrimerías de la dictadura; la Iglesia alcarreña ante la Transición; y la evolución de los partidos políticos hasta las primeras elecciones democráticas.
El éxodo del mundo rural a las ciudades es el primer requisito para entender los antecedentes de los movimientos sociales en Guadalajara. El modelo económico se convierte en dual, coyuntura que ha llegado hasta nuestros días. Las zonas del interior de la provincia comenzaron a despoblarse y basan su estructura económica en la agricultura y el sector primario. Por el contrario, Guadalajara capital y el Corredor del Henares impulsaron el proceso de industrialización de la provincia. La emigración es el factor que explica este desarrollo. La corriente migratoria empieza a remitir durante los años sesenta. Durante esa época aparecen las grandes fábricas, como Vicasa, Isover o Crivisa. Azuqueca de Henares comienza a despuntar y el Corredor del Henares se revela como el gran cinturón industrial para ampliar la actividad industrial de Madrid. Las multinacionales fijan su vista en Guadalajara. Bressel, dedicada a la fabricación de componentes del automóvil, se instala a principios de los setenta, convirtiéndose en una de las empresas más importantes y modernas, dando empleo a cerca de ochocientas familias. Le siguen Carrier, Interclisa e Hispano Ferritas. “Guadalajara empezó a convertirse en una provincia moderna”, sostienen los autores del estudio.
La ciudad de Guadalajara pasa de 21.230 habitantes en 1960 a 31.917 diez años después y a 56.922 en 1981. Azuqueca de Henares, en una década, pasó de 1.613 habitantes a 5.745. La “revolución industrial” en la provincia vino precedida de diferentes medidas que se adoptaron durante la dictadura. En 1958, Guadalajara fue declarada núcleo preferente de descongestión de Madrid. El 23 de octubre de 1959, el Consejo de Ministros aprobó la extensión de los nuevos polígonos residenciales en 259 hectáreas. El alcalde, Pedro Sanz Vázquez, alcanzó su máxima cota de popularidad. Posteriormente, durante la década de los ochenta, el crecimiento industrial siguió su progreso. Firmas como Basf se fijan en Guadalajara como destino de inversión empresarial. La capital alcarreña se convirtió en enclave privilegiado para empresas que querían desembarcar en el mercado madrileño. Escriben los autores del volumen que comentamos: “Aquí encontraron suelo más barato, subvenciones, trabajadores más jóvenes y bien preparados y menos conflictividad laboral”.
Conflictividad laboral
Según la Memoria de 1975 del Gobernador Civil, Pedro Zaragoza Orts, Guadalajara empezó a sentir los efectos de la crisis económica que afectó a España en 1974 en forma de conflictos laborales durante ese año y el siguiente. Aumentó el número de parados, se dispararon los precios y los salarios se revelaron estériles para combatir la tendencia inflacionista. La libertad sindical seguía constreñida, pero la oposición al régimen iba aumentando de manera paulatina. En Guadalajara, como en el resto del país, los años 1974 y 1975 fueron muy duros en el ámbito laboral. Hay que considerar dos factores relevantes: por un lado, las reivindicaciones obreras en Guadalajara “seguían las directrices marcadas desde Madrid” y, por otro, las grandes empresas que se instalaron en el Corredor acogieron a cientos de trabajadores de otras provincias más beligerantes en las reivindicaciones, lo que dio origen a una masa obrera con una actividad sindical importante.
Las huelgas de Tudor y Vicasa marcaron un hito en el movimiento obrero de Guadalajara y fueron un clarinazo para el resto de fábricas como Duraval, Plaza o Lovable. Vicasa era una empresa de vidrio radicada en Azuqueca cuya plantilla pedía a la dirección un aumento de sueldo de 3.000 pesetas. Bressel también convocó una huelga y se produjeron conflictos en Hupp España, S.A. y la empresa “Francisco Calle”, subcontratista de obras. Las reivindicaciones laborales calaron en la construcción, pero también en el metal, el vidrio y el textil, sectores donde Comisiones Obreras tenía una amplia fuerza. En lo que se refiere a los protagonistas de la conflictividad laboral, sobresalen Antonio Cezón, trabajador de Bressel, ligado a Bandera Roja y después a Izquierda Unida; Jesús Salas, partidario de la acción más clandestina; y Antonio Rico, llegado desde Segovia y cabeza visible de las luchas en Vicasa.
Más allá del ámbito laboral, las transformaciones sociales fueron calando en Guadalajara. El Ateneo se convirtió en los setenta en el foro de debate más importante de la ciudad, las asociaciones culturales brotan en los pueblos de la provincia y las asociaciones vecinales se suceden por la capital, especialmente en los barrios de Los Manantiales, El Alamín, La Esperanza y la Colonia Sanz Vázquez. En 1978 nació la Asociación de Vecinos Castilla en el jovencísimo barrio de Los Pisos del Rey. Una reseña del extinto diario Guadalajara recogía los problemas de la barriada: “la carencia de parques públicos, guarderías y colegios”. Por otra parte, las asociaciones de padres en colegios clásicos como los Maristas y las Anas y el asociacionismo femenino también suponen un revulsivo para la provincia.
Finalmente, los últimos apartados del ensayo de Pociños, Tieso y Marín en el que analizan la evolución de los movimientos sociales en Guadalajara está dedicado a los partidos políticos. Poca aportación novedosa hay en estos párrafos que, en gran medida, siguen los pasos del artículo sobre la Transición política en Guadalajara publicado por el periodista Pedro Aguilar en 2003. En todo caso, el relato de esta época se presenta prolijo y está centrado en la legalización del PCE (con Francisco Palero y Juan Ignacio Begoña a la cabeza en Guadalajara); la eclosión del PSOE a través de la Alianza Socialista de Guadalajara de Javier de Irízar y Pablo Llorente, entre otros; y el rechazo del viejo régimen por parte de la democracia cristiana de Luis de Grandes y Luis Suárez de Puga.
DESPIECE
Los díscolos de Castán Lacoma
El obispo de Sigüenza-Guadalajara desde 1964 hasta 1980 fue Laureano Castán Lacoma, “uno de los prelados más reaccionarios de la Iglesia europea”, tal como le califican los autores del ensayo dedicado a Guadalajara en el libro Movimientos sociales en la crisis de la Dictadura y la Transición. Era íntimo del arzobispo de Toledo, Marcelo González Martín, y se oponía a las tesis del cardenal Tarancón, que preconizaban la reforma del clero y la aceptación de un Estado no confesional. Castán representaba las tesis más conservadoras e inmovilistas de la Iglesia española. Estaba lejos de Roma y cerca de El Pardo. Rechazaba la Constitución y los cambios políticos. En la diócesis, la mayoría de los párrocos secundaban su opinión. Pero no todos. La división entre el “clero viejo” y el “clero nuevo” era menos palpable en Guadalajara que en otras diócesis, pero encuentró eco en alrededor de una docena de sacerdotes que se enfrentan al obispo de forma más o menos abierta, según el caso. Defendían la renovación pastoral y eran “políticamente contestatarios”. Se agruparon, de forma irónica, bajo la denominación de OCA (Organización de Curas Amargados). Castán Lacoma reacciona demostrando su tolerancia: envía a esta docena de sacerdotes a los pueblos más alejados de la Sierra y del Señorío de Molina. Entre el grupo de párrocos renovadores se encontraban Jesús, el cura del Alamín; Antonio de Gregorio; Julián del Olmo, que se marchó a Madrid para ejercer de periodista; y José María Leonacha, párroco de San Antonio de Padua, que llegó a estar vigilado por la policía y era conocido con el apodo de “el cura comunista”.