11-M, infamia y verdad
Anteayer se cumplió el quinto aniversario del salvaje atentado que reventó cuatro trenes de Cercanías y, de paso, la normalidad de un país entero. El goteo de muertos, apabullante, terrible, desalentador, golpeó a todo el mundo. Incluido al Gobierno. Fue una catarsis que no necesita calificativos. Como decía Quevedo, a veces “muchas palabras no valen por una”. En Atocha había una mezcla de dolor y de rabia. Accedimos casi a las vías del tren, muy cerca del andén del interior de la estación y a no demasiados metros de la explosión de la calle Téllez. Después nos echaron de allí y la policía mandó a la gente, también a los periodistas, hacia la glorieta de Carlos V. Producía vértigo contemplar los restos de la dinamita, el amasijo de hierros y el destrozo de los vagones. Los efectos conmovieron al mundo: 191 muertos y casi 2.000 heridos. Una absoluta locura que también dejó su huella en Guadalajara. Doce de las víctimas mortales vivían o tenían vinculación con la provincia y uno de los trenes que estalló había salido de la estación de Renfe en Francisco Aritio.
La matanza del 11-M en Madrid no se puede entender sin ligarla a las de Nueva York, Londres o Bali. La actividad de bandas terroristas como Al Qaeda constituye, desde el 11-S, el objetivo prioritario de la defensa internacional de Occidente. En lo que se refiere a España, fue la revelación súbita y letal del riesgo del terrorismo fundamentalista islámico. El atentado sigue encontrando dos lecturas básicas. La primera es la que afecta a la seguridad del Estado, que quedó al descubierto justo en el corazón de la capital, a plena luz del día y en lugares públicos por donde transitan miles de personas a diario. Me sorprende que ningún medio de comunicación, ni siquiera los que tanto han rastreado el caso, haya sido capaz de averiguar qué medidas ha tomado el Gobierno desde entonces para reforzar la seguridad ante el peligro de la ‘yihad’. Conviene saber que la bandera española sigue apareciendo, al ladito de la norteamericana, en los vídeos difundidos por los fanáticos que jalean a Bin Laden. La segunda lectura del 11-M atañe a las consecuencias políticas. Sería ridículo y reduccionista concentrar todas las culpas en una sola persona, pero es evidente que aquellos que perpetraron el atentado lo pudieron preparar a conciencia. Con calma. Sin presiones. Es público y no descubro América: el entonces ministro del Interior, Ángel Acebes, manejaba documentos de la Policía y el CNI que alertaban de un posible atentado a gran escala del extremismo islámico. ¿Quiere decir esto que, en caso de atender a esos informes, se hubiera evitado la masacre? La verdad: lo ignoro. Lo que sí quiere decir es que nos pillaron mirando a Cuenca porque nadie dio la orden de redoblar esfuerzos en este área. Siempre he pensado que el peor error de Acebes no fue distorsionar el mensaje de las fuerzas de seguridad desde el 11 hasta el 13 de marzo. Ni siquiera ocultar datos que pronto apuntaron a la hipótesis islamista, como el vídeo que contenía versículos de El Corán en la furgoneta abandonada en Alcalá. El peor error de Acebes fue pecar de imprevisión, minusvalorar las bravatas del islamismo radical. Una colosal metedura de pata demasiado abultada como para que ahora pueda compatibilizar su escaño de diputado con un bufete de abogados y otros negocios. ¿Esa es la compensación por ser un mal gobernante?
No obstante, confieso que al escribir ahora sobre el 11-M y mencionar la palabra Acebes, aparte de reconciliarme con el Gobierno actual, me pregunto si merece la pena. No sé si es pertinente aludir a un pasado que a todos nos evoca tristeza e indignación. No sé si es bueno o malo profundizar en algo que sigue muy presente entre quienes más lo sufrieron. La respuesta, claro, difiere. Si es para escuchar a las familias de los fallecidos, creo que sí merece la pena. Si es para decir estupideces o publicar noticias que no son noticia, quizá es mejor callar. La sentencia del juez de la Audiencia Nacional, Javier Gómez Bermúdez, atribuyó la autoría del atentado a miembros de células terroristas de tipo ‘yihadista’. Sin embargo, una parte de la prensa continúa repitiendo machaconamente que aún no conocemos toda la verdad. Columnas con mucha prosa y poco análisis, comentarios de café, tertulias en las radios y reportajes de fondo convertidos en soporíferas sábanas sobre las huellas de “El Chino” o la mochila de Vallecas. Y vuelven a mencionar a ETA. El editorial de El Mundo del pasado lunes sentenciaba: “El 11-M sigue abierto”. Está por ver y demostrar todas las acusaciones que se sueltan a modo de verdades absolutas. De momento, los hechos probados son tozudos. Seguro que el juicio no aclaró todos los extremos. Era una tarea difícil, casi imposible después del suicidio de los miembros del comando escondido en Leganés. Tampoco condenó a los inductores, tal como reclamaba la asociación presidida por Pilar Manjón. Lo que sí aclaró la sentencia fue quien puso algunas de las bombas (Zougam y Trashorras recibieron condenas de alrededor de 40.000 años) y cuál fue su infraestructura. Los jueces afirmaron que la intención de esos terroristas era imponer la ley islámica “en su interpretación más radical, extrema y minoritaria”, y eliminar “la cultura de tradición cristiano-occidental”. Cinco años después, Aznar permanece instalado en su soberbia, muchos de los protagonistas políticos de aquella infamia han pasado a segundo plano y el país tiene la mente ocupada en la crisis económica. Sin embargo, me parece que hay dos cosas que hacen imprescindible el recuerdo del 11-M: el respeto a las víctimas y la amenaza de otro atentado.