El 11-M y la memoria
A pocos metros de donde escribo, justo ahora, se está celebrando un concierto en el Auditorio Nacional presidido por los Príncipes de Asturias. Es el único homenaje a las víctimas de los atentados terroristas de Atocha que cuenta con la participación de los dos principales partidos políticos de este país. Triste noticia. Triste país.
Hoy se cumplen cinco años desde el 11-M más escabroso de nuestra historia. Creo que sigue en la memoria de todos, aunque quizá ha perdido en presencia pública, es decir, en la opinión publicada. ¿Por qué? Propongo tres respuestas. Una: porque tenemos unos políticos de mecha corta que sólo saben jugar con las miserias de lo cotidiano. Dos: porque los periódicos sólo reservan la primera página a lo reciente, a lo inmediato, a lo novedoso, y cinco años cifrado en prensa es casi la prehistoria. Y tres: porque este país ha demostrado una capacidad de digerir desgracias, sobre todo desde el Desastre de 1898, que a veces se demuestra positiva y otras tiene efectos devastadores.
El 11-M es el día de nuestra infamia. Este viernes dedico mi columna en El Decano precisamente a este tema y concluyo diciendo lo que me gustaría expresar ahora: que el recuerdo de esta fecha merece la pena por muchas cosas, pero sobre todo para continuar guardando la memoria de las víctimas (de sus familiares) y por seguir teniendo presente que la posibilidad de otro atentado no es ninguna majadería. Es decir, para recordar que esa amenaza sigue ahí, entre nosotros. Dormida, pero latente.
Esta mañana he escuchado en Radio Nacional al profesor Rafael Calduch, especialista en Relaciones Internacionales y Defensa, decir que «es imposible» [textual] que un atentado de la magnitud del 11-M vuelva a repetirse en España actualmente. El propio ministro del Interior, Rubalcaba, ha repetido siempre que siguen con la alerta fuerte. Me congratula toda esta rotundidad, pero me temo que la gente, aunque haga su vida normal, sigue con el miedo en el cuerpo. Porque el mundo está peor ahora que hace cinco años y porque hacer el mal, como acaba de demostrar el IRA en Irlanda, resulta fácil. Demasiado fácil.