La Garlopa Diaria

23 febrero 2009

Machado, setenta años sin días azules

Siempre me ha parecido uno de los escritores a los que hay que recurrir de continuo. Reconozco que tengo varias ediciones de Campos de Castilla y de Soledades en los lugares donde suelo habitar: Madrid, Galve, Barcelona. Antonio Machado es un poeta imprescindible. Una referencia. Un lujo. Un placer que no se agota. Es una obviedad decirlo, pero siempre conviene tenerlo presente. Me gusta su verbo sencillo, su capacidad para describir y su poética coherente. Su figura traspasa la literatura. Es un símbolo de las luces y las sombras de este país: el resplandor de la cultura frente a la penuria de posguerra, la España que embiste y la que piensa. El 22 de febrero de 1939 murió en Collioure, tres días antes de la muerte de su madre. Ambos eran exiliados. Salieron de Barcelona en la última diáspora de la guerra. Ayer hizo 70 años que fue enterrado. Visitar su tumba es una peregrinación, la misma que narra José María Ridao en El pasajero de Montauban. La tumba de Machado, tal como yo la recuerdo de un viaje ya lejano, parecía hecha como un trasunto de su personalidad: humilde y discreta. Sin alharacas. Sin ínfulas ni afeites de ningún tipo. Collioure es un pueblo recóndito, humilde y hermoso. Sus calles rebosan silencio y el encanto de la tranquilidad costera. «Estos días azules y este sol de la infancia». Fue el último verso que se le encontró. Por algo ya había dicho Lorca que la infancia es el paraíso perdido. Machado siempre tuvo presente su infancia, de la misma manera que nosotros tenemos que recordarle a él. Siempre. Sobre todo en tiempos en que la esperanza se constriñe y la vida se empozoña de hielo. Recuerden: «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón». Qué cosas. Seguimos igual. Siete décadas después. El caso es que en el año 2000 tuve la fortuna que el maestro Joaquín Díaz me publicara en la Revista de Folklore un artículo largo sobre el poema de la venta de Cidones de Machado, ambientado en Soria, que me traía loquito. Era un trabajo de secundaria que reconvertí en ensayo. Y acerté, tuve esa suerte: el profesor que me calificaba era de Soria, fíjate tú por donde. Lo recuerdo ahora, y lo releo, como un particular recuerdo a Machado, cuya poesía sigue siendo tan necesaria como en 1939. O más. Aquel artículo de hace nueve años decidí encabezarlo con el siguiente verso, que aún me deja noqueado: «¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana que nacerá tan viejo!».

Aunque no tuvo una vida fácil, ni duradera, su expresión fluyó de manantial optimista. Melancólico, pero optimista. Así cierra el poema que le dedicó al olmo hendido por el rayo:

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Última foto de Antonio Machado

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