La Garlopa Diaria

8 junio 2020

La hostelería en tiempos de pandemia: la hora de valientes como Mario de Lucas

Publicado en NUEVA ALCARRIA. 05/06/2020. Academia de Gastronomía de Castilla-La Mancha

“Recuperar el regusto de cerrar el domingo, quedarte solo en el restaurante al final del servicio, activar la alarma, cerrar e irte a casa repasando en tu memoria los buenos momentos vividos en el restaurante. Ser hostelero es eso. Nos toca remontar”. Este comentario en las redes sociales de Francis Paniego, cocinero de Echaurren, ejemplifica el alivio que estos días siente la mayoría de profesionales de la hostelería que empiezan a abrir las puertas de sus negocios. Avanza la desescalada -quizá más rápido de lo que le gustaría a los epidemiólogos, pero bastante más lento de lo que exige la patronal- y los restaurantes otean la luz después del cierre total por la emergencia sanitaria. Las medidas de higiene impuestas, con toda razón científica, chocan frontalmente con los intereses de los empresarios de la restauración. Y, claro, se ha armado el Belén porque en España nos pueden tocar el fútbol, el paseo de la mañana y hasta la lotería de navidad. Pero, ay amigo, los bares son sagrados. “Bares en los que la calma y la cerveza salvan nuestra vida”, canta Ismael Serrano.

Todos los hosteleros están padeciendo las consecuencias de la infección prematura y el confinamiento estricto por el Covid, pero hay un segmento concreto que se ve especialmente tocado. La alta restauración se desangra. Primero, porque será la última en arrancar. Segundo, porque cuando salgamos de este inmenso socavón, las carteras no estarán para alegrías. Y, tercero, porque la hibernación de la movilidad mundial frena en seco la globalización y golpea de forma virulenta al turismo, que aglutina más del 12% del PIB español.

Esta endiablada coyuntura ha levantado en armas al sector. Más de un centenar de cocineros y de empresarios de la hostelería de Madrid protestaron recientemente en el Congreso. Pidieron un ‘Plan Marshall’ para la restauración y colocaron sus chaquetillas blancas, con las que trabajan a diario, en el suelo. En señal de queja y de hastío. En Castilla-La Mancha, la Junta y Eurotoques intensifican esfuerzos para reforzar la publicidad de la gastronomía regional, potenciar la formación on line y crear un estandarte bajo el paraguas de Raíz Culinaria, iniciativa respaldada por la Academia de Gastronomía de Castilla-La Mancha.

Los planes de promoción, en todo caso, no bastan. La patronal de la hostelería pide revisar la limitación de aforos, extender los préstamos ICO y los ERTE, adecuar la fiscalidad y los pagos a la capacidad real de los negocios, y formar parte de las conversaciones abiertas para diseñar la vuelta a la normalidad. También exige no tocar la reforma laboral, asunto espinoso porque en tiempos de tribulación es mucho más difícil hacer compatible la preservación de la seguridad jurídica con el necesario combate de la precariedad laboral. Opiniones personales aparte, dejarse llevar por partidismos sería nefasto para un sector que necesita como el comer, nunca mejor dicho, una estrategia nítida. Ferran Adrià lo expuso hace pocos días de forma cruda: “No podemos seguir igual. Y, pese a las vanidades y los egos, tenemos que hacer un esfuerzo mayor que nunca”.

Está en juego no solo el crecimiento, sino la supervivencia de miles de establecimientos. El impacto de este tsunami excede el tejido empresarial para colarse en lo emocional e identitario. La gastronomía es uno de los bastiones de la oferta turística en España y, como acuñó Pla, un signo de civilización. La nueva cocina es la mayor aportación conjunta de la cultura española a la humanidad desde el Siglo de Oro. No hace falta invocar la inyección económica que supone en la actividad productiva. Basta recordar el nivel culinario, el refinamiento del paladar y el espaldarazo a la industria agroalimentaria que procuran los fogones más elevados.

Roza el insulto que haya políticos, y periodistas, y pseudointelectuales, que aún no concedan la importancia que merece una revolución gastronómica que ha culminado en España el viejo anhelo de los regeneracionistas. Ya no somos aquel país azoriniano de lóbregas fondas y vino de pitarra. Ya no se puede entender la cocina mundial sin la parrilla de Etxebarri, la tecnología de los hermanos Roca, las gambas de Quique Dacosta o la innovación de Martín Berasategui. Y, a partir de estas cimas, un piélago de comedores cuajados en una excelencia no necesariamente reñida con los bolsillos. No solo establecimientos de relumbrón, sino mesones y tabernas en los que se mima el producto y se cuida la presentación. Esta vanguardia, presente en toda la geografía nacional, traspasa barreras generacionales, alcanza los confines rurales y coloca a nuestro país en lo más alto del podio en relación calidad-precio. Negar este avance extraordinario supone una muestra supina de ignorancia. Y no vale con decir que la alta gastronomía se reserva solo a la minoría privilegiada que ahora puede pagarla. También el Palacio Real se construyó a modo de coto vedado y hoy lo disfruta cualquier ciudadano. No hay que confundir el precio con el valor, ni la necesidad de alimentarse con el arte de guisar.

Hecha esta puntualización, es evidente que el coronavirus ha provocado una situación inédita que exige una respuesta sin precedentes en un país acostumbrado a retozar, bien amontonados, entre salones repletos de comensales o entre cañas y raciones delante de una barra de zinc. Se cercenan los aforos, se abren las terrazas a medio gas, se desinfecta el mobiliario y se exige un distanciamiento social que colisiona contra la esencia misma no solo de nuestro estilo vital, sino de un tipo de consumo asociado a un ritual compartido. Hablamos del tapeo, costumbre tan ibérica como los garrotazos de Goya. Pero también de los almuerzos con amigos y familiares, en sociedades gastronómicas o en la peña del pueblo. Dicho de otra forma: un danés entra a un local a comer y luego se marcha a su casa. Un español toma el aperitivo en varias tascas, después se sienta en la mesa del restaurante, más tarde acaricia una sobremesa larga entre espirituosos y, al final, corona la cuchipanda en la tranquilidad de un pub o cafetería. Todo eso no se concibe desde la lejanía.

“En un restaurante, en una calle o en un teatro ocurren muchísimas cosas además de las obvias y todas tienen que ver con el roce con los otros”, escribía el martes Arcadi Espada en El Mundo. Comemos juntos. Bebemos juntos. Vivimos juntos. El trabajo puede ser a distancia, pero el ocio es verse. Elvira Lindo defiende en El País que la “disciplina higiénica y artificiosa sólo podrá mantenerse un tiempo limitado, porque la solución no está, a largo plazo, en eliminar el gregarismo ni en reducir la espontaneidad”.

Acomodar la hostelería a parámetros que exigen acercarse a un figón como si uno estuviera tentando el riesgo requerirá algo más que normas dictadas. Podemos suspender nuestra cotidianidad durante un tiempo, pero es difícil acabar con un modelo de vida que ancla en un hedonismo burgués macerado entre copas y viandas. De ahí que la hercúlea tarea de adaptación a la fase final no corresponda solo a cocineros, jefes de sala, sumilleres o camareros, sino al propio cliente. Luis Suárez de Lezo, presidente de la Academia de Gastronomía de Madrid: “Es muy difícil que a alguien le apetezca ir a un restaurante si está metido en un cubículo rodeado de mamparas y los camareros van vestidos de cirujanos”. Garantizar la seguridad es imprescindible, pero habrá que compaginarlo con atar la viabilidad de un sector que factura 123.000 millones de euros al año, genera el 6,2% del PIB y emplea a casi dos millones de trabajadores en más de 314.000 establecimientos.

Guadalajara no es ajena a este desafío. Pocos valientes se atrevieron a dar el paso cuando la desescalada aún se abría con timidez. Uno de ellos fue Mario de Lucas, que comanda el Grupo Lino. Hablamos con él por teléfono y dice que la palabra que resume la situación actual es incertidumbre. “Nos afecta por todas partes, por los bares, por los restaurantes y por las limitaciones en la celebración de banquetes. Abrí La Duquesa con ocho mesas en la terraza y luego lo he ampliado”. Explota el delivery (comida a domicilio), que ha experimentado un ‘boom’ a raíz del encierro doméstico, y trata de amoldar la oferta “intentando respetar al máximo las medidas de seguridad e higiene”.

Se queja Mario, que habla desde el sentido común y la experiencia de un sello hostelero de referencia en Castilla-La Mancha, de la carencia de información y del choque de normativas. Sobre todo, durante el confinamiento. “Las administraciones te derivaban unas a otras. Entiendo que la situación era compleja, pero echamos en falta más claridad”. Regenta cinco establecimientos –incluido el Lino de Mondéjar y el Casino Club de Campo- y una parte nutrida de su plantilla tuvo que acogerse a un expediente temporal de empleo. Eso sí, los clientes están respondiendo. “Nos está resultando muy gratificante. El fin de semana, la respuesta fue buena, pero es complicado organizarse. Ahora la gente te acepta casi todo, veremos en el futuro. Las barras serán un punto clave. Y son incontrolables”.

Azaña cuenta en el segundo volumen de sus memorias que, en pleno asedio a la capital, le espetó a Negrín: “El Museo del Prado es más importante para España que la república y la monarquía juntas”. Aunque no estamos ante una guerra ni la carga vírica ha devastado infraestructuras, bien podríamos sostener ahora que los templos gastronómicos son más importantes para la nación que la perenne reyerta entre rojos y azules. Acaso el último sostén del consenso y de la alegría. Por eso es importante salvarlos. Nos vemos en los bares.

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