Un «gran patriota»
A pesar del concierto económico y los privilegios fiscales, es fácil simpatizar en estos tiempos con el PNV. Es un partido serio no sometido a vaivenes, dispone de unos cuadros dirigentes solventes y su grupo en las Cortes siempre da la talla, en la forma y el fondo, a pesar de la escasez de diputados. Ha identificado Euskadi con sus siglas hasta el punto de negociar el cálculo del Cupo, que corresponde a Madrid y Vitoria (de gobierno a gobierno), dentro del peaje que el Ejecutivo de turno suscribe a cambio del apoyo parlamentario de los jeltzales. El PNV es un partido de derechas, burgués y católico. Herencia pura del carlismo, pero engrasada al siglo XXI y con una presencia capilar apabullante en el territorio en el que opera.
Al politólogo Daniel Innerarity, ex asesor de Macron y dirigente de Geroa Bai, le pregunté hace dos años en EL MUNDO por qué el PNV sigue siendo el partido hegemónico de la política vasca y, en cambio, Convergència va camino de dejar de serlo en Catalunya. Su respuesta fue: «A que el PNV ha hecho una buena lectura de la sociedad vasca. Y a que obtiene una buena puntuación en los cuatro parámetros principales: identificación con el país, eficacia en la gestión, ética pública y sensibilidad social. Si un partido, el que sea, da buena nota en estos puntos, resiste la volatilidad».
Estoy de acuerdo con el análisis de Innerarity. Josep Pla lo resumió con dos palabras cuando definió al PNV como un ejemplo de «conservadurismo social». Buena parte de este éxito en la etapa democrática se debe a Xabier Arzalluz, que hoy ha muerto. Nunca ganó unas elecciones y no tuvo agallas de llevar al nacionalismo vasco al sí a la Constitución en la Transición a pesar del reconocimiento de unos derechos cuyos orígenes se remontan varios siglos atrás. La derecha española siempre le fustigó por su equidistancia con ETA durante los años de plomo. La misma derecha que en 1996 aceptó sus votos para hacer a Aznar presidente. Arzalluz fue, en realidad, un fontanero mayor de Sabin Etxea y del Euzkadi Buru Batzar. Un ultranacionalista con una imagen de intransigente de la que nunca logró safarse. Por eso no me ha extrañado que otro ultranacionalista, pero sin los pies en la tierra, como Carles Puigdemont le haya despedido tildándole de «gran patriota». Lo ha dicho a modo de elogio, pero se me ocurren pocas cosas más insignificantes en la vida que ser un gran patriota. En una democracia, el político sirve a la ciudadanía, no a la patria.