Marta Gellhorn
Marta Gellhorn dedicó su vida a ser corresponsal de guerra. Fue audaz y brillante, y solía tomar partido en su trabajo. En su cobertura de la Guerra Civil española para la revista Collier’s trató a los sublevados como «enemigos» y llegó a escribir a Eleanor Roosevelt para que intercediera ante su marido y activara la intervención de EEUU en favor de la República española. No lo logró, pero el tiempo le dio la razón. Las potencias aliadas no quisieron ver lo mucho que Occidente se jugaba en nuestro país.
Después estuvo presente en la guerra de Finlandia, la II Guerra Mundial, la guerra de Java, el conflicto árabe-israelí (incluida la guerra de los Seis Días), los conflictos en Centroamérica y la guerra de Vietnam, que cubrió para The Guardian. Ella misma acabó confesando que sus despachos desde Saigón eran un perfecto ejemplo de «autocensura». Le escuché decir varias veces a Manu Leguineche que Hemingway, con quién se casó Gellhorn, tuvo envidia del talento de su tercera esposa. Después de leer la antología de crónicas que ha recopilado Debate puedo decir que no me extraña.
No sucumbió a la hipérbole, pisó el frente de verdad y sus textos tienen la fuerza narrativa de quien no ahorra detalles. Contaba lo que veía y lo que le decían, pero también lo que olía, lo que escuchaba, lo que pisaba, lo que comía y lo que bebía. En Chicote, por ejemplo, un matarratas que pasaba por Jerez. Al final de su trayectoria, después de 49 años de ejercicio del periodismo, acabó considerando la guerra un cáncer para el que no se ha encontrado ninguna medicina preventiva. Murió en 1998. Se suicidó con cianuro, ciega y anciana, después de luchar por el desarme nuclear. Este párrafo de 1986 sobre la «enfermedad humana» de la guerra, por desgracia, resulta perenne.