Palabra maldita
Es posible que muchas personas, entre las que me cuento, estemos a un paso de odiar la palabra crisis. Nos rebosa. En la tele, en la calle, en la prensa, en los anuncios, en los momentos y los sitios más insólitos. Si no fuera por la cantidad de gente que lo está pasando mal, podríamos hasta hacer humor con un asunto que tiene poca gracia. Pese a ello, ya harta el abuso de algunos latiguillos que, en estos tiempos de internet y de iPhones, son estupendamente amplificados. Todo se radicaliza. También el pesimismo, el infortunio, la tristeza. Manuel Rivas escribe hoy en El País que «en España estamos viviendo un periodo de exultante infelicidad colectiva». Salgan ustedes de sus casas, aunque no hace falta hacerlo, y verán que la crisis está ya en boca de todos y de todo. Importa poco de qué se esté hablando, al final todo confluye en una especie de atmósfera mohína. Y sí, las cosas están muy mal. Y sí, todavía pueden ir a peor. Pero produce risa ver lamentarse de la crisis y hablar de ‘annus horribilis’ a gente que le va muy bien y que cobra mucho dinero por hacer un trabajo que le hace feliz. Observen la lluvia de hipocresía que ha inundado esta Navidad y este final de año los periódicos y las televisiones. Observen cómo los hay que, sin tener agobios ni padecimientos, en público tuercen el gesto, arrugan los labios y expresan sus magnánimos deseos de felicidad mundial. “Tenemos que salir de esta pesadilla”, le oí anteayer a un personaje de la farándula y de la prensa ‘rosa’. Estamos banalizando tanto la palabra crisis que me temo que acabaremos cansándonos de la misma. Y si nos cansamos, quizá corremos el riesgo de trivializar la inquietud de quienes sí están heridos, de verdad, por la jodida crisis.