Delibes, devoto del paisaje
Decir de él que es un clásico contemporáneo es ya, a estas alturas, una insoportable nadería. Hay figuras en la esfera pública de las que tanto se habla que resulta complicado decir algo con sentido y no caer en el tópico repetitivo o en la lisonja gratuita. Hace unos días, las autoridades de Castilla y León concedieron a Miguel Delibes la Medalla de Oro de esta región. “Demasiado metal para mí”, dijo con retranca el galardonado. Lo cierto es que, más allá de la relevancia que su impronta tiene para la literatura española contemporánea (ahí anda, rivalizando con Cela en altura y tronío), me parece que el premio que le ha concedido su tierra es un acto de justicia poética. Si existe un escritor pegado a un paisaje físico y cultural ese es Delibes. Nadie como él ha reflejado los perfiles de un terruño del que nunca ha querido separarse. Lo cual, por cierto, demuestra que para triunfar no siempre es necesario agarrar las maletas.
Unamuno dejó escrito en su ensayo En torno al casticismo: “Decir en España que un escritor es castizo es dar a entender que se le cree más español que a otros”. Quizá no siempre es así. Quizá a veces decir que un escritor es castizo significa constatar su apego a un espacio, a una cultura, a una manera de hablar y de vivir. El compromiso de Delibes sólo se entiende desde la fidelidad. A su familia y a su editor, pero también a sus orígenes. De tal forma que los problemas delibeanos son los problemas del campo de Castilla, ahora tan depauperado y quejoso, y sobre todo de sus gentes. El autor de El camino es un escritor de talla internacional que parece que no haber salido nunca del pueblo. Y no hace falta comprobar el ADN para saber que es ahí donde está el alma del escritor pucelano. Está en los relatos de Viejas historias de Castilla la Vieja, pero también en las descripciones ricas, el lenguaje pulcro y la semántica afilada del resto de sus trabajos.
El propio protagonista ha confesado: “Desde muy temprano me di cuenta de que mi tierra y mi literatura iban a caminar imbricadas en un único objetivo, es decir, que Valladolid y Castilla iba a constituir la materia prima de mi obra”. Así que por esa senda desfila todo su entramado intelectual. Las tareas agrícolas. La religiosidad beata y agnóstica. La austeridad y la anchura de los pueblos. Los señoritos de finca y montería. La realidad histórica. La preocupación conservacionista. El diario de un cazador. La socarronería filosófica de nuestros abuelos. La soledad del yerto páramo en Las ratas. El laconismo pragmático. El fatalismo. La picaresca. La hospitalidad. Las danzas y canciones. El ritual funerario de un tipo llamado Mario. O el tristísimo éxodo hacia las grandes ciudades que vació lo que Ortega llamaba el sustento primordial de España. O sea, las mesetas. Y no sólo la alta, sino también la mediana y la baja por donde se cuela Guadalajara y todas las provincias que comparten una realidad que aún hoy sigue sin enderezarse: la pérdida de la cultura rural.
Aunque sus narraciones destacan por muchos detalles, confieso que a mí me parece que la construcción literaria más interesante que traza el creador de Los santos inocentes es la arquitectura de sus personajes. Porque fascinan, sorprenden y cautivan a partes iguales. Son únicos, en sentido literal. En su discurso de aceptación del premio Cervantes, en 1993, reveló que se había pasado la vida disfrazándose de otros. “Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía”. A ese triunvirato formado por el hombre (personajes), el paisaje y la pasión le ha dado un inconfundible estilo autóctono, dotando a todas las obras de eso que El Norte de Castilla resumió con precisión en el titular de su editorial del martes: “El espíritu de una tierra”. Son personajes, algunos arquetípicos, otros más singulares, a los que Delibes ha sabido poner voces, como sentenció en su día Umbral, uno de sus discípulos. Personajes memorables como Daniel el Mochuelo, Mario y Menchu, Azarías, Paco el Bajo, Gervasio García de la Lastra, el Nini y tantos otros que, en buena medida, luego saltaron al cine.
Una de sus mayores especialistas, Amparo Medina-Bocos, sostiene en el cultural de ABC que tanto en la vida y la obra de Delibes prima la ética y la estética sin inmiscuirse una sobre la otra. Se trata de un literato sobresaliente al que sólo su sencillez, su campechanía y quizá su retraimiento a ciertos festines mundanos, le han negado el boato que alcanzaron otros colegas de estirpe inferior. Pero quizá él no necesita esa gloria. En las fotos recientes con el presidente de Castilla y León se le ha visto ufano, orondo, fatigado, aunque todavía con la cabeza en su sitio. Ya no escribe, pero a sus 89 años es el patriarca de las letras hispánicas, junto a Sábato, que alcanza los 98. Su última gran novela publicada ha sido El hereje, aunque después han venido otras obras. Ignoro cómo será en la distancia corta porque nunca he tenido el gusto de conocerle ni entrevistarle, pero un íntimo suyo, Manu Leguineche, siempre le ha retratado como un hombre sensible y culto que dirigía El Norte de Castilla en el que se conocieron igual que Von Karajan una orquesta. “Era un modelo de equilibrio”, evoca en El Club de los Faltos de Cariño. Y añade: “Su mensaje llegaba siempre claro, con un lenguaje verbal suficiente que se entendía perfectamente, con esa zumba castellana, con sentido del humor y con curiosidad. Miguel es el único director que he tenido y no quise ni necesité a nadie más. Él me lo enseñó todo”. Los dos hablan por teléfono con frecuencia. Manu, desde su retiro de Brihuega. Delibes, desde su guarida de Sedano, en Burgos. Es posible que ambos simbolicen el valor de la humildad, del trabajo, de la constancia. Y es muy posible también que ambos encarnen la necesidad que tenemos de atender a nuestras raíces, de ser devotos del paisaje en el que nos sentimos reconfortados. Esa necesidad de escuchar, y de intentar aprender, de todo aquello que nos rodea.