La Garlopa Diaria

3 noviembre 2009

Historias del calcio

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En diciembre de 2005, durante un partido entre la Roma y el Livorno de la seria A italiana, el jugador de la Lazio Di Canio, que lleva tatuada en el brazo la palabra Dux [Duce], fue sustituido. Di Canio corrió hace la grada de los seguidores de la Lazio y se despidó con el brazo en alto, al modo fascista, logrando que los tifosi entraran en un éxtasis difícil de explicar desde el raciocinio. La respuesta al otro lado del estadio fue inmediata y una parte de la grada empezó a gritar las palabras “Piazzale Loreto”, o sea, la plaza milanesa donde fueron colgados los cadáveres de Benito Mussolini y de su mujer, Clara Pettacci, el 28 de agosto de 1945.

Este episodio es uno de las muchos que cuenta Enric González en su libro Historias del calcio (RBA, 255 págs.), y tiene un trasfondo. La Lazio es un equipo tradicionalmente identificado con la extrema derecha y el Livorno, con la izquierda y el viejo Partido Comunista Italiano, otrora potente fábrica ideológica de Europa y hoy fuera del Parlamento italiano. La anécdota pone los pelos de punta. Sin embargo, lo más curioso y aterrador es que González está convendido que, al margen de las ideas, cualquier aficionado de los dos equipos (Lazio y Livorno) justificaría los excesos de sus jugadores y de su hinchada aunque no tuvieran coherencia con su pensamiento. Esto espanta, pero la vida y el calcio son así. Y escribe: “Las banderas del calcio están por encima de la fe política, de la decencia y del sentido común. Si hay que dar ‘vivas’ a la muerte, se dan. En los estadios italianos se incuba una bestia muy desagradable”.

Di Canio haciendo el saludo fascista en un partido en el estadio Olímpico de Roma.

Di Canio haciendo el saludo fascista en un partido en el estadio Olímpico de Roma.

He releído con entusiasmo este fin de semana el libro de Enric González. El subtítulo (Una crónica de Italia a través del fútbol) da una idea de que estas páginas no sólo están destinadas a los futboleros. También a quien gusta de saber más sobre este país, sus perfiles, sus gentes, sus contradiciones, sus ficciones. El libro se nutre de los artículos que escribió en las páginas de Deportes de El País desde 2003 a 2007, cuando era corresponsal en Italia de este diario. Son crónicas que van más allá de lo deportivo porque el fútbol representa en Italia un complejo mecanismo de ebullición popular, de testosterona y simbología, sin la cual es imposible entender todo lo demás.

Para entenderlo, baste un botón: el autor explica que Ignazio la Russa, dirigente de la posfascita Alianza Nacional (hoy en el Gobierno y cuyo líder, Gianfranco Fini, es presidente de la Cámara de Diputados), es un señor destacado en la propaganda de ideas digamos que no precisamente democráticas. De joven se aficionó a liderar peleas, con un bate de béisbol en la mano, contra los inmigrantes o los “rojos” de los barrios pobres de Roma. Ahora, como digo, es diputado nacional. Y resulta que es del Inter. Un día le preguntaron si no le dolía que su equipo jugara en más de una ocasión sin alinear a un solo italiano. Él respondió: “Con tal de que ganen, pueden ser todos extranjeros, negros y comunistas”.

El fútbol en Italia contiene violencia, pasión, desgaste, fantasía, corrupciones, fraudes fiscales, escándalos, denuncias, partidos tediosos, árbitros que se venden, jugadores que fuman antes de los partidos, presidentes que dilapidan fortunas. Todo eso convive con talentos prodigiosos como Totti, Vieri, Del Piero o Maldini, y hasta con tipos algo pesados como Sacchi o Capello. Y, cómo no, convive con los intereses. Los tres equipos más importantes representan negocios que son algo más que simples empresas en Italia.

La Juventus es propiedad de los Agnelli, la saga familiar dueña de la Fiat, un símbolo nacional italiano. El Inter de Milan está en manos de un empresario dedicado al petróleo (Massimo Moratti) y de los rectores de la Pirelli, otra institución económica, y no sólo por su calendario de chicas desnudas. Y  el Milan está regido desde mediados de los ochenta por un empresario “de honradez acrisolada”, como escribe González en tono jocoso.

El autor considera que Silvio Berlusconi es un primer ministro más bien nefasto y un dirigente que cambia las leyes a su antojo. Pero es también un tipo divertido, optimista y fantoche que casa con la identidad original de los simpáticos aventureros, por cierto proletarios, que un día fundaron el Milan. Y, sobre todo, considera que ha demostrado ser un presidente eficaz de un equipo de fútbol. Cogió al Milan en la ruina y lo ha atiborrado de trofeos. Podrá decirse que eso no tiene mérito siendo millonario. Bueno, también son millonarios otros presidentes y, en cambio, demuestran ser bastante más patosos en la gestión deportiva. Véase, por ejemplo, el mismo Moratti en el Inter (que se ha especializado en gastar dinero y perder títulos casi tanto como el Atlético de Madrid) o el propio Florentino en el Real. Es decir, que no basta con tener dinero.

Enric González es un periodista brillante que escribe artículos inteligentes, críticos y deliciosos. Utiliza frases cortas y desliza pensamientos profundos con la suavidad de quien pasa de puntillas. Pero entra al trapo. Se moja. No escatima descripciones ni adjetivos, aunque sin ser severo. Y para ello echa mano de un recurso sólo al alcance de quien tiene talento: la ironía, la sátira fina. O lo que es lo mismo, el humor bien trazado.

Recomiendo leer sus libros. Escribe con sabiduría de fútbol y de política, y ello a pesar de que se confiesa aficionado del Espanyol (¡Dios, cuanto le entiendo!) y del Inter. Dos clubes atrapados en la superviviencia, la contradicción y el pesimismo. Dos sociedades melancólicas.

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