Nieva, que algo queda
Los pueblos resisten mejor la nieve que las ciudades. Si nieva y hace frío, pero tienes que quedarte en casa, se asume con filosofía. Y si los niños no pueden ir a la escuela un día, tampoco se acaba el mundo. Quizá por eso cuando 45.000 pueblos en este país se quedan aislados, que no incomunicados, nadie levanta la voz. En cambio, si 45.000 personas no pueden coger un avión un viernes de enero, entonces se dice que esto es un caos, un desastre absoluto y una impresentable desorganización. Y luego se pide la dimisión de una ministra. Porque nieva en Madrid. Y porque lo dice Rajoy. Cuando los habitantes de Somolinos, Peralejos o La Yunta no pueden “despegar” de sus casas, se debe aceptar como algo lógico. Cuando los que no pueden despegar son los aviones, entonces la anomalía se exacerba hasta el infinito y se habla de un país que funciona mal. Y ya está. La dictadura de las ciudades es implacable y puede llevarse por delante lo que se proponga. Manu Leguineche, en los libros que tiene dedicados a Guadalajara, califica de catástrofe la desaparición de la cultura rural. Se nota en los hablares, pero también en la relación del personal con la naturaleza. Terminaremos pidiendo al Rey que haga salir el sol con un telefonazo al más allá y al presidente del Gobierno que impida llover apretando un botón. Al tiempo.
Durante esta semana, una pléyade de políticos y periodistas han puesto el grito en el cielo por lo mal que funcionan los servicios públicos anti-temporal. Curioso: muchos de ellos son los mismos que suelen ensalzar lo privado y denigrar lo público en otros sectores. Critican a Aena y reclaman, con palabras muy ampulosas, que se atienda al ciudadano como se merece. En cambio, nunca hablan de las listas de espera en los hospitales públicos de Madrid. O de los pacientes que tienen que dormir en los pasillos. O del recorte que le ha metido Esperanza Aguirre a la financiación de las universidades públicas (incluida la de Alcalá, que es la de Guadalajara). O de la carencia de guarderías. O de las ridículas pensiones que cobran los que no han cotizado. O del precario apoyo oficial a la investigación y el desarrollo. ¿Por qué tiene que provocar mayor indignación la falta de medios contra la nieve que la falta de dinero para cualquier otro servicio público? Y, claro, dado que los políticos nacionales pronto se enzarzaron, sus colegas a escala local no tardaron en imitarles. Parece que aquello de calumnia, que algo queda, lo han traspasado a la nieve en un patético ejercicio de responsabilidad y de gestión. En Guadalajara todos los cargos públicos coincidieron en calificar las últimas nevadas de “atípicas” y “anormales”. En la Sierra del Alto Rey, entre Hiendelaencina y Gascueña, se llegó casi a los 50 centímetros de grosor. ¿Por qué entonces deciden enzarzarse en acusaciones tremendistas? Como escribe Julio Llamazares, el problema del desprecio al campo es que conduce a la ignorancia, y ésta, unida a un cierto provincianismo, al ridículo (El País, 05.01.09).
Vivimos en un Estado que ha convertido en normal politizar todo, incluso lo que cae del cielo. Ya sea en Barajas o en Arroyo de Fraguas. Pero la sociedad no ayuda nada, o ayuda poco en ocasiones. La estulticia de los políticos resulta incomprensible, cansina. Lo que tampoco se entiende muy bien es el barullo que han armado muchos ciudadanos (de las ciudades, cómo no) que se descomponen en cuanto su vida ordenada se va a hacer puñetas. Es cierto que la nieve dificulta el acceso de trabajadores a hospitales y a sitios públicos de los que depende la seguridad o nuestra salud. Que se protejan, cómo no, y que se haga de forma eficaz. Aunque eso no es óbice para que, tal vez, estemos sacando las cosas de quicio. La médico titular del centro de salud de Galve de Sorbe vive en Madriguera, un pueblecito rayano de Segovia. Cada día recorre 62 kilómetros, nieve, haga sol o caigan chuzos de punta. Y nunca la he oído quejarse. Al revés. Está feliz por trabajar en un pueblo pequeño y por vivir en otro aún más chiquito. En cambio, estos días he visto a algún ejecutivo aparecer en televisión, y exclamar: “Es lamentable: tardo 15 minutos cada día en ir al trabajo y hoy he tardado siete horas” (textual). Pues no cojas el coche, querido, que para un cuarto de hora a lo mejor no hace falta. O vete andando, que es muy sano para las piernas. En Guadalajara también he escuchado testimonios parecidos. ¡En Guadalajara! Esa ciudad en la que la gente coge el coche para ir a orinar…
Sospecho que la mayoría de los que han despotricado tanto contra la nieve se empecinan en querer controlar todo. Incluso los fenómenos atmosféricos. Nos han diseñado una vida tan cuadriculada, tan embargada por agendas electrónicas y teléfonos móviles, que no resistimos ni un asalto al mal tiempo. Por fortuna, el clima todavía nos depara nevadas como las de antaño. La nieve trae atascos, aeropuertos cerrados y mucho hielo. Pero también nos regala el silencio. Cuando le dieron un fastuoso premio literario a Rosa Regàs le preguntaron qué iba a hacer con el dinero. La escritora catalana contestó: “Comprar mi tiempo”. Lo mismo podría decirse del silencio, aunque muchos no lo valoren. No somos capaces ni de quitarle dramatismo a la nieve.