Artículos en El Decano

23 julio 2008

LIBROS

Elogio del paisaje, añoranza de comarcas

El biólogo seguntino Julio Álvarez publica el libro “Paisajes y lugares de las comarcas de Guadalajara”
La contemplación del paisaje es un placer desde tiempos remotos. A Goethe le encantaba y escribió: “nunca había sido más feliz, nunca fue más completo y profundo mi sentimiento de la naturaleza que alcanzaba hasta el guijarro y las hierbecillas”. Guadalajara, tierra rica y variada en sus parajes, es el escenario del libro “Paisajes y lugares de las comarcas de Guadalajara” (El Afilador de Ediciones, 158 págs.), obra de Julio Álvarez, profesor de Biología Vegetal en la Universidad de Alcalá y concejal en el Ayuntamiento de Sigüenza. El autor ha reunido siete artículos sobre parajes extraordinarios de la provincia aparecidos en el periódico El Afilador y le ha añadido otros trece hasta completar una veintena de lugares que merece la pena visitar, contemplar y disfrutar. Álvarez no limita su recorrido a las cuatro comarcas conocidas. Va más allá y transita por recovecos del Alto Henares, el Alto Tajuña, la Alta Alcarria, la Paramera molinesa o el Alto Tajo. Un elogio de los paisajes de Guadalajara y una reivindicación serena, natural, de las comarcas que forman nuestra tierra.
El Decano de Guadalajara, 18.07.08
Raúl Conde

El paisaje ensancha nuestras sensaciones. Pero no es uniforme, sobre todo en nuestra mente. Cada uno tiene una visión parcial de lo que vemos. Según Julio Álvarez, el paisaje no existe realmente, sino que “se crea cada vez que se muestra ante un espíritu concreto”. Es una de las brillantes, y escuetas, conclusiones a las que llega en su libro Paisajes y lugares de las comarcas de Guadalajara. Consta de 158 páginas y está editado por El Afilador de Ediciones, que trabajan mucho y bien en beneficio de la divulgación cultural de Sigüenza y su comarca. Hace relativamente poco tiempo que ya publicó un libro de Javier Davara sobre los viajeros ilustres de Sigüenza. Resulta casi un milagro que en el páramo cultural que representa la Guadalajara despoblada, la más atacada por la atonía, perviva con mucho entusiasmo un grupo de gente, como el que compone El Afilador. Capaz de sacar a la calle, a las calles vetustas de Sigüenza, no sólo un periódico, sino atreverse en aventuras editoriales. Merecen más que un aplauso.

Julio Álvarez es un tipo concienzudo sobre los valores que supone para Guadalajara disponer de paisajes de un valor incalculable. Lleva muchos años en la brecha. Se puso en contra de determinados parques eólicos, a los que él prefiere llamar centrales eólicas, que hubieran perjudicado el paisaje del Alto Henares. Y luego salió elegido concejal del Ayuntamiento de Sigüenza desde las últimas elecciones municipales. Culto y educado. Muy correcto en las formas. Un apasionado del campo. No nació en Sigüenza, pero se ha criado en sus calles y terrenos. Es profesor de Biología Vegetal en la Universidad de Alcalá de Henares. Desde 2004 viene publicando en el periódico El Afilador una serie de artículos sobre paisajes de la provincia de Guadalajara. Siete de estas piezas se incluyen en el libro que ahora publica. El resto es cosecha expresamente escrita para la ocasión. La lectura es amena, nada cargante. Oraciones cortas. Filosofía de campo. Y conocimiento hondo de lo que se tiene entre manos.

El grueso del libro es la descripción de veinte paisajes guadalajareños. Algunos son característicos, otros no tanto. Están escogidos con delicadeza. El autor escudriña a fondo los entresijos de nuestra superficie provincial. Utiliza un lenguaje claro y sencillo, pero al mismo tiempo no prescinde de explicaciones y términos que denotan su formación académica. Su palabra no es baladí. Habla un experto en biología. Escribe un conocedor preciso del territorio de Guadalajara. O mejor dicho, de sus diferentes territorios. El principal argumento del volumen es el trazo fino y documentado de los paisajes de Guadalajara. No sólo como unos lugares a los que ir a comer una tortilla o a plantarse delante de ellos y exclamar lo bonito que son. Hay algo más detrás de los paisajes que sobrepasa lo telúrico. Se trata de palpar el terruño, practicar senderismo y montañismo, conocer sus rincones y explicar, científicamente, por qué los pinares salen en el Alto Tajuña y no en otro sitio, por qué en Torremocha predominan los sabinares o por qué se formaron los tajos en las montañas del Dulce y no en la paramera molinesa.

Las otras dos cuestiones más importantes que pone sobre la mesa Álvarez tienen una perspectiva que supera el marco medioambiental. Primero, la ocultación del “rompecabezas” que supone Guadalajara desde un punto de vista histórico y de las identidades por la falta de población. Y segundo, la reivindicación de la existencia de muchas comarcas, un perfil que excede la clásica división de Sierra, Alcarria, Campiña y Señorío. Hay muchas Guadalajaras, no sólo una Guadalajara con cuatro comarcas naturales. Esto es lo que defiende Álvarez, tesis que demuestra con creces en los veinte paisajes que escruta en su libro. “Puestos a describir nuestros paisajes, no nos queda más remedio que establecer comarcas naturales bajando a la realidad del terreno para, observándolo, trazar nosotros mismos los límites que nos sugiera el sentido geográfico”.

La provincia de Guadalajara, como reconoce el propio autor, “da mucho de sí”. Admite que el libro es heterogéneo. Acaso como nuestra tierra. Álvarez no pergeña estas líneas de oídas. Hay un trabajo detrás. Serio. Riguroso. Y muchas horas de cien andares y veres. También recoge el hablar popular. Sabe que las juntas del Tajo con el río Hoz Seca, allá en lo alto del río bravo que deslumbró a José Luis Sampedro, se conocen como “Hoceseca”. O que al alimoche que vigila las cumbres de Pelegrina se le llama “buitre sabio”. O, sencillamente, que el gentilicio de Peralejos de las Truchas es peralejense. Echar mano de los conocimientos propios no basta. Por eso el autor charla con Francisco, pastor desde siempre en Cobeta y cuidador de la ermita del Arandilla. Y se patea las laderas del Machorro con Domingo, de 74 años, en busca de trufas. “Se fue, azada en ristre, cavando como cada mañana en la huertecita que tenía antes de entrar en el pueblo, junto a la carretera de Molina. Seguramente murió como él mismo hubiera elegido: al pie del cañón”.

Los paisajes elegidos por Álvarez recorren todos los límites de Guadalajara. Empieza por la Sierra Norte en la muela de Somolinos (“cada pino de la Muela es un monumento a la resistencia”); el hayedo de Tejera Negra, en las cabeceras del Lillas y el Sorbe, “una maravilla botánica y paisajística que hay que visitar”; las turberas del Pelagallinas, cerca de los Condemios, “un paraíso empantanado, un jardín japonés de musgos y agua, un alegato a la supervivencia contracorriente”; una nevada en El Bocígano, donde el autor duerme y ve amanecer a dos mil metros de altitud. Por el Alto Henares recorre el río Dulce, “dominio del jabalí, refugio del corzo, cazadero de la gineta y de la guarduña”; los salobrales de Imón, “paisaje torturado de extremos puros”. Ya en el Alto Tajuña, comarca a la que considera “la olvidada de la provincia”, serpentea las choperas entre Cortes y Abánades y mete los pies en el embalse de la Tajera. Del Alto Tajo, lo que más le gusta “es su agua y su roca, porque hay que ver lo mineral que resulta nuestro río se mire por donde se mire”; contempla las rocas y los pinos desde el mirador de Zaorejas; pasea por los altos de Sierra Molina, “panorama luminoso y abierto, no continuo y denso como el tapiz de un bosque”; descifra el origen del Hundido de Armallones; y surca el barranco de Montesinos. En las Alcarrias, la alta y la baja, descubre las virtudes del páramo, el paisaje “complejo y laberíntico” de los valles profundos que nos llevan al Terciario. La aventura acaba en la raña de la Campiña, el tercer paisaje plano de la provincia, en Puebla de Beleña. Muy cerca del valle del Sorbe. A pocos kilómetros por donde asoma el Jarama.

Pinares del incendio

La actitud de Álvarez de atravesar comarcas, de no ceñirse a las ya consabidas, encuentra resultados magníficos. Por ejemplo, en la narración de el rodenal, que transita por las Parameras, el Alto Tajuña y el Alto Henares. Considera que “el Bosque de Santa María del Espino se quemó en el pasado incendio de los pinares del Ducado. Es, sin duda, la mayor pérdida ecológica de todo el incendio. Sin embargo, tímido como siempre fue, esta vez tampoco ha salido en la prensa”.

En el rodenal sobresale la resina, un producto casi tan viejo como el hombre. El autor considera que el pino resinero (Pinus pinaster) “es uno de los árboles mediterráneos más adaptado a los efectos del fuego”. ¿Qué quiere decir esto? Que los estragos del incendio del Ducado pudieron ser peores. Escribe Álvarez un párrafo esclarecedor de muchas cosas: “podemos deducir al menos dos cosas. Una es que los pinares tienden al incendio, como si el pino resinero estuviera hecho para ello. Y la otra es que, si en el pasado más o menos reciente, cuando la industria resinera se encontraba en su apogeo, estos pinares no han sufrido demasiados incendios catastróficos, es porque el uso que se hacía de ellos, intenso y constante, lo impedía al simplificarlos y mantenerlos”. Ahora ocurre, fruto de la despoblación, que se ha abandonado el monte. Que no queda casi nadie que lo cuide y, sobre todo, que lo trabaje. “Lo que hace falta –concluye- es que, lo que surja a partir de las cenizas evolucione (lo dejemos evolucionar) hacia un bosque más natural, más complejo, más resistente y duradero”.