Artículos en El Decano

26 junio 2008

HISTORIA

Los alcaldes de la República, historia de una dignidad

Paulino Aparicio rescata en un libro la trayectoria de Marcelino Martín, Antonio Cañadas y Facundo Abad, alcaldes de Guadalajara desde 1931 hasta el final de la Guerra Civil Los tres alcaldes republicanos de Guadalajara fueron fusilados en las tapias del cementerio de la Antigua
Después de publicar un libro sobre el cerro del Pimiento, Paulino Aparicio se animó a bucear en la época de la 2ª República. El esfuerzo ha cuajado en el volumen "Los alcaldes republicanos de Guadalajara" (Diputación Provincial y Junta de Castilla-La Mancha, 159 págs.). El texto se centra en Marcelino Martín, Antonio Cañadas y Facundo Abad, alcaldes desde 1931 hasta el final de la Guerra Civil. Es un libro no muy denso, pero con un relato vivo. “Si no se escribe con un punto de emoción, no merece la pena escribir”, advierte. Aparicio no es un historiador. Tampoco un investigador profesional. Sin embargo, utiliza una prosa poética que convierte la narración histórica en una materia fácil de digerir. Los tres alcaldes republicanos de Guadalajara acabaron encarcelados por el régimen en Alicante. Luego fueron trasladados a la capital alcarreña. Cayeron en las tapias del cementerio de la Antigua. Sufrieron la represión y el escarnio público en su ciudad. Aparicio recupera la dignidad de estos hombres y escribe que “la peor muerte consiste en tener que encontrar la paciencia de esperarla”.
El Decano de Guadalajara, 20.06.08
Raúl Conde

El conde de Romanones, don Álvaro de Figueroa y Torres, no acababa de creérselo. “¿Pero qué dice usted, que en Guadalajara también hemos perdido?”. Cuando le comunicaron por teléfono el resultado de las elecciones municipales de 1931 torció el gesto y creyó que era una broma. Incluso Guadalajara, su coto de votos, dio la espalda a la monarquía. Los comicios celebrados el 12 de abril de aquel año alborearon el nuevo régimen, la República, y supuso la victoria en toda España de la conjunción formada por republicanos y socialistas. En Guadalajara obtuvieron 14 concejales. Los monárquicos alcanzaron tan solo 6. “Pues si en Guadalajara ha pasado lo que usted me dice, por nada pongo yo la mano en otros sitios”, zanjó Romanones.

La memoria, tan frágil siempre, acentúa sus penitencias cuando se trata de rescatar el legado de los perdedores. Paulino Aparicio Ortega (Guadalajara ,1948) está criado en Horche. Durante su juventud, conoció aquella Guadalajara de “la ingenuidad y el brillo de un cuento que se abre”. Le gusta decir que ha sido sastre. Se hizo militante del Partido Socialista desde la guerra de Irak. Escribe con pasión y con resabios poéticos: “hay ocasiones en que la literatura es más fiable que la vida. Tiene más enseñanzas y deja más surcos… También alimenta, y desplaza el dolor hacia donde puede ser manejado”. Acaba de sacar a la luz un libro titulado Los alcaldes republicanos de Guadalajara (Junta de Castilla-La Mancha y Diputación de Guadalajara, 2008, 159 págs.). El texto está cuajado de citas literarias, descripciones certeras y un amplio abanico de diálogos, algunos reproducidos tras la consulta a familiares y otros “novelados”, pero sin salirse del perfil de cada personaje. El volumen se centra en tres figuras esenciales para el municipalismo alcarreño de la primera mitad del siglo XX: Marcelino Martín González del Arco, que fue alcalde por el PSOE desde el 18 de abril de 1931 hasta el 5 de enero de 1934; Antonio Cañadas Ortego, de Izquierda Republicana, cuyo primer mandato comenzó el 19 de enero de 1934 y finalizó el 27 de octubre del mismo año y el segundo desde el 20 de febrero de 1936 hasta el 29 de marzo de 1937; y, finalmente, Facundo Abad Rodilla (PSOE), que fue alcalde desde el 19 de mayo de 1937 al 29 de marzo de 1939.

En un clima de frenesí en la calle y de alborozo popular, la primera Corporación Municipal de Guadalajara tomó posesión con un discurso que el secretario cerró dando vivas a la República y a Guadalajara. Eran las siete y quince minutos de la tarde del 18 de abril del 37. Luego, el fotógrafo José Reyes se llevó a todos los concejales hasta el Sotillo (cerca de donde ahora se ha levantado la estación del AVE). La imagen se ha convertido en una estampa fija de la historia de Guadalajara. De un tiempo efímero, pero esperanzador. “¿Quién iba a pensar entonces que aquella alegría acabaría así. La “niña bonita” se le llamó. Recuerdo esos momentos con emoción grande, yo siempre tuve cuidado en esconder mis cosas”, recordaba Facundo Abad cuando sufría la cárcel en Alicante. Los miembros de aquella histórica Corporación fueron Crispín Ortega, Diego Bartolomé, Marcelino Martín, Federico Ruiz, Rafael Alba, Ricardo Calvo, Eladio Mauricio, Facundo Abad, Miguel Bargalló, Antonio Cañadas, Felipe Gálvez, Saturnino Pedroviejo, Eugenio Gil, Gervasio Gamo, Rafael González, Francisco López, Manuel Carretero y Francisco Canalejas.

Enseñanza y austeridad

Paulino Aparicio traza una reseña emotiva de los alcaldes republicanos. El libro comienza en el cementerio civil de la Antigua, delante de las lápidas que recuerdan a estos ediles. El autor no escatima en epítetos para definir las penurias que tuvieron que pasar tanto Martín, como Cañadas y Abad. Primero fueron abanderados de la República, sinónimo de democracia y libertad. Luego acabaron pagando con su vida el peso de la historia. Marcelino Martín era catedrático de Física y docente por vocación, tal como confesó luego en unos escritos desde la cárcel. Antonio Cañadas regentaba un pequeño negocio familiar de motocicletas en la carrera de San Francisco. Facundo Abad era, según Aparicio, “muy observador y austero, muy castellano, de pocas palabras, un carpintero que había aprendido el oficio desde joven”.

El sueño de Marcelino Martín, muy ligado a las aulas, consistía en “el acceso a enseñanzas superiores de los muchachos-niños que necesitan vender su trabajo para ayudar a la economía familiar y que quedan cortados, aunque tengan una inteligencia brillante”. Antonio Cañadas, tal como se lee en la obra, “es un hombre delgado. El pelo peinado hacia atrás da más amplitud de una frente ya de por sí despejada. Tiene en los ojos una tristeza difusa que a veces se convierte en brillo, que a veces se convierte también en abatimiento, aunque sepa aguantar los golpes sin dejar ver que las manos le tiemblan”. Según Aparicio, Facundo Abad “es un hombre de esqueleto grande. Los ojos un poco juntos, y como un charco morado en torno que produce respeto. Un penacho de pelo en la frente sobrevive a una calvicie prematura. La seriedad de Facundo Abad es tan natural como lo es su honradez, y tan inseparable como la atención que presta a las cosas. Castilla, su austeridad, anda por las venas de este carpintero de manos grandes, que vive en la Ronda de San Antonio”.

Tras la euforia republicana, llegó la sublevación. Los tres alcaldes pasaron la noche del 18 de julio de 1936 en vela en la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista. Era el principio del fin para la República. Aparicio, que ha sido soldado regular en Cabanillas y se confiesa “pacifista”, no se explica por qué después de fracasar la ofensiva sobre Madrid, “una guarnición tan exigua como la de Guadalajara se lanzara a intentar la rebelión aquí, supongo que esperaban el apoyo de Mola”. Facundo Abad le dijo a Martín: “todos los que se han levantado habían jurado lealtad”. Martín le respondió: “en eso tienes razón”. Primero estalló la rebelión, luego el levantamiento en Guadalajara y más tarde el bombardeo sobre la ciudad el domingo 6 de diciembre del 36. El Infantado acabó ardiendo. Los sucesos se precipitaron, y con ellos el ocaso tricolor. Aparicio escribe que “Antonio Cañadas fue también un atrapado de ese día, y lo siguió siendo después. Lo fue hasta el final. Quizá debió intervenir”. Guadalajara tenía entonces alrededor de 12.000 habitantes. En la cárcel fallecieron trescientas personas. Sin juicio. Sin garantías. El único superviviente, Higinio Busons, escribió en Nueva Alcarria: “Paisanos y milicias, con gran tumulto de voces, la faz descompuesta por aquel rencor insano que poseía su corazón, llenaron pronto calles y plazas y tomaron el camino de la Cárcel”.

Represión y escarnio

Facundo Abad llegó a combatir de propia mano para evitar el triunfo de los sediciosos. Fue insuficiente. El nuevo régimen impuso su maquinaria totalitaria. No sólo había que ganar. Había que machacar al enemigo. Eliminarlo. Humillarlo. Durante los últimos días de marzo de 1939, los tres alcaldes republicanos de Guadalajara tuvieron que abandonar su ciudad. Les obligaron. “Tenían en paz la conciencia”, subraya Paulino Aparicio. La dictadura franquista, recientemente inaugurada, encarceló a Martín, Cañadas y Abad junto a otros destacados miembros de partidos izquierdistas de Guadalajara. Cincuenta en total. Les encarcelaron en Alicante. Marcelino Martín sufrió prisión en el castillo de Santa Bárbara. Facundo Abad fue preso en la plaza de toros. Y Antonio Cañadas quedó recluido en el Reformatorio de Adultos, el mismo sitio donde murió fusilado José Antonio Primo de Rivera en noviembre de 1936. Miguel Hernández también sufrió cautiverio en este lúgubre edificio, que hoy ocupan los Juzgados alicantinos. “Alto soy de mirar a las palmeras/rudo de convivir con las montañas”, dejó escrito el poeta.

En junio del 39, los republicanos presos volvieron a Guadalajara. Seguían siendo cincuenta. En opinión de Aparicio, “la vuelta a la ciudad tuvo algo de mostrar las fieras en la jaula y fue al mismo tiempo un episodio de exhibición del poder absoluto”. Fue una advertencia a la población. Una manera de amedrentar y de inculcar el miedo. “Nunca pensé que se me guardaría tanto odio en mi ciudad. (…) Lo que decía el Auditor de Guerra me lo han dicho por la calle: criminal, criminal, criminal”. El autor del libro pone estas palabras en voz de Marcelino Martín. No se sabe si las pronunció realmente, pero bien podría haberlo hecho por las circunstancias que tuvo que sufrir. Hubo linchamiento para dejar claro lo que le pasaría a cualquiera que osara significarse en contra del “nuevo régimen”. Los sublevados hicieron una burla canalla: acusaron de rebeldes a aquellos hombres en que los ciudadanos habían depositado la soberanía popular. Un hachazo a la libertad. Los vencedores utilizaron el salón de plenos de la Diputación como Tribunal para los perdedores. Marcelino Martín fue sometido a Consejo de Guerra y condenado a muerte el 21 de diciembre de 1939. Facundo Abad corre la misma desgracia el 8 de febrero de 1940. La agonía en la prisión de la calle del Amparo fue penosa. Pero repleta de dignidad. En aquellas noches, cuenta Aparicio que Abad soñaba con el pan y Martín con sus clases.

Los condenados a muerte son gente “que espera que alguien les despierte del insomnio en el que viven”, según Paulino. Ahora, setenta años después, sólo queda el recuerdo de aquellos días trágicos. De historias que durante cuatro décadas se silenciaron y que luego fueron ninguneadas. Aparicio piensa que la contienda fratricida “se analizará mejor cuando pasen más años y podamos hablar con la misma soltura como ahora lo hacemos de Fernando VII”. Sin embargo, en la introducción de su libro sostiene que “sólo existe una manera de pasar página en la historia de nuestra Guerra Civil; reconocer lo que ocurrió, y reconstruir la dignidad de los fusilados y excluidos, con un gesto que supone acariciar esa vieja cicatriz que, ni siquiera pudo mostrarse cuando era herida”. Diez días antes de cumplir su condena a muerte, Marcelino Martín escribió una carta de despedida a su mujer: “Querida Baldo e hijas, ya sabéis que mi pobreza es limpia y que nunca me quedé con nada, esa verdad es la que quiero que quede en vuestra conciencia. Sois vosotras lo que más he querido en este mundo, y lo único que os pido es que si caigo, no guardéis rencor ni odio. El odio y el rencor encanallan las almas”.