Papel mojado
Viajar al barrio en el que uno se ha criado produce efectos retroactivos. Sobre todo en otoño porque, después de todo, ahí siguen: los vecinos del bar, el quiosquero echándote de menos y los amigos que han cambiado el futbolín por las mujeres. En la mesa de toda la vida, aquella en la que aprendimos a leer, surge una pila de periódicos atrasados. Son de fechas cercanas, pero parece que ha pasado una eternidad. Algunos ejemplares se han convertido en añejos. A otros se les han caído las grapas. Repasando las noticias desde el 11 de marzo, asusta pensar en todo lo sucedido. Las imágenes de los trenes reventados golpean. Pero también las palabras: 191 muertos; 1.430 heridos; el presidente Bush postrado ante una bandera española; las manifestaciones pasadas por agua; las muecas compungidas, las manos limpias contra la demencia, las velas de Atocha; la jodida foto de las Azores; y la vibrante rebelión democrática del 14-M. Leo algunos editoriales (ya ridículos por su insistencia en la pista etarra). También la crónica de Isabel Sánchez en este periódico, todavía con los cadáveres en las vías. Y las portadas de todos los diarios, incluidos los extranjeros, que salieron en primera con fotos ensangrentadas. Alguien puede pensar que hablar de este asunto, después de más de medio año, es como volver a empezar, acaso fruto de un cubata y una tarde melancólica. Pero no. Tristemente, todo mantiene un inevitable halo de actualidad. Los muertos siguen cayendo hoy, en Irak, tanto o más que ayer. Y ni el ex presidente Aznar ni ninguno de sus adláteres han osado pedir perdón a la sociedad española, primero, por llevar al país una guerra ilegal y, segundo, por intentar manipular a la opinión pública en los días posteriores a la masacre. Tony Blair ha reconocido públicamente el error. Incluso el enviado a Irak del presidente norteamericano ha sido contundente: “Saddam no tenía armas de destrucción masiva ni lo pretendía” (recogido en su informe publicado en The New York Times). La mentira era insostenible cuando se desató la locura y ahora no ya tiene nombre. Menos en España, donde los dinosaurios se empecinan en el fracaso. El papel, aunque mojado, es una vacuna contra la desmemoria.