«Me cansa pensarme»
Imagínese ante una estantería de sus propios libros, y usted no es el autor, sino Miguel Delibes, un lector. ¿Por qué libro empezaría? No es fácil imaginarse una situación así, pero yo, como lector, suelo iniciarme con un autor por lo más corto que encuentre: en mi caso personal empezaría por Viejas historias de Castilla la Vieja. Y si me gustase, iría aumentando el volumen de mis lecturas respetando la cronología, aunque sin ningún rigor.
Hay una obra de soledad, ‘Cinco horas con Mario’. ¿Cómo nace? Don Miguel, ¿la soledad se combate? ¿Sale uno victorioso, o la soledad ya es una vestimenta, va con nosotros a las fiestas y a las despedidas? Por de pronto, no hay que confundir la soledad con la falta de compañía. La primera la padezco como viudo fiel que he sido, pero no la segunda, ya que me siento muy arropado. Mis hijos están conmigo. Los vecinos me paran en la calle para preguntarme por la salud, el Ayuntamiento de mi ciudad pone mi nombre a lugares culturales notables. Mi familia y amigos se desviven por atenderme, me abastecen de la compañía que necesito. ¿Puedo quejarme yo de soledad?
¿Y qué hace la literatura para ayudarnos, la creación artística? ¿O cuando hay dolor ya se acabó todo, no nos ayuda ni Dios? A veces, Dios ayuda. Ayuda a mucha gente que lo reconoce así. Los evangelios de Cristo son estimulantes a este respecto. Cuando murió mi mujer, Dios me ayudó, sin duda. Tuve esta sensación durante varios años, hasta que logré salir del pozo.
¿Cómo cambia Dios, Delibes, a medida que pasa el tiempo? ¿Qué va siendo la fe? ¿Cambia Dios o cambian los creyentes su concepto de Dios? A un jesuita no le gustó nada cuando le dije que echaba en falta mi ciega fe de niño. Él prefería una fe más razonada y adulta. Mi opinión es que en este punto no nos es dado elegir. El ateo listo no menciona a Dios apenas, pero cuando lo hace es con un sutilísimo deje de superioridad, algo así como el del españolísimo desplante del Rey a Chávez, que me hizo reír tanto.
Usted escribió en ‘Señora de rojo sobre fondo gris’: «¿Más de media docena de personas en el mundo que merezcan ser amadas?». ¿Las hay, don Miguel? ¿Qué nos hace amar a la gente? Las hay, seguramente más. Y ¿por qué nos amamos? El tirón, tanto en el amor como en la amistad, es para mí un misterio.
Ése es un libro extraordinario, como una herida que se va abriendo a medida que avanza. Y hay un paralelismo entre su vida con su mujer, Ángeles, y las cosas que cuenta en la novela. ¿Es lícito que pensemos que la identidad es, salvo detalles narrativos, prácticamente total? En cierto sentido, porque total, lo que se dice total, no puede ser la identidad en un caso como éste.
Escribe usted en ese libro: «Entonces dije esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre del vivir». Y usted se preguntaba: «¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?». En la vida real, cuando recogió el Cervantes, dijo algo similar de Ángeles. Un recuerdo impresionante. ¿Cómo lo vivió, cómo lo vive? Esa bella frase sobre mi mujer no es mía. Es de Julián Marías, que la dijo por primera vez en mi recepción en la Real Academia. Me dejó con un nudo en la garganta pensando: «Exactamente eso era ella».
Han aparecido sus obras completas, y en la portada aparecen ustedes dos, su novia y usted. ¿Qué memoria viene primero a su mente cuando vuelve a verse en unas fotografías así? De la foto de Ángeles quinceañera que abre mis obras completas volví a enamorarme cada vez que la veía. Así pasó este verano. Esperando que amaneciera para mirar su fotografía. Siempre fue bella, pero, cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones. Yo tenía un par de años más que ella, pero nos enamoramos, en el 46 nos casamos y en el 73 la perdí. Eso duró mi historia sentimental.
Ella, en el libro, en la vida, era incapaz de rencores. Y cuenta que en la pareja (de la novela) ella hacía un gesto: se colocaba un hilo blanco en el dedo meñique para marcar sus enfados. ¿Era así? ¿Fue así en la vida real? ¿Cómo era esa relación, don Miguel? Lo del hilo en el dedo es rigurosamente cierto. Si el hilo se caía, olvidaba sus motivos de enojo. Me absolvía. Era todo cariño, tan lejos del rencor, que a veces no recordaba por qué se había atado el hilo en el dedo.
¿Qué nos hace querer a la gente? Su encanto, su entrega, su disponibilidad. ¡Sabe Dios! Después, cuando una persona entra en uno, se hace indispensable y no es fácil olvidarla.
Ese libro es también una narración sobre lo que el dolor o la incertidumbre hacen sobre el artista. La infelicidad lo interrumpe. ¿Le pasó a usted? ¿Cómo pudo dominar el dolor hasta volver a crear de nuevo, después de la muerte de Ángeles? El artista no sabe quién le empuja, cuál es su referencia, por qué escribe o por qué pinta, por qué razón dejaría de hacerlo. En mi caso estaba bastante claro. Yo escribía para ella. Y cuando faltó su juicio, me faltó la referencia. Dejé de hacerlo, dejé de escribir, y esta situación duró años. En ese tiempo pensé a veces que todo se había terminado.
Hace usted ahí una reflexión muy poderosa, que nos compete a todos: «Es algo que suele suceder con las muertes: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto las amabas, lo necesarios que te eran». Es un sentimiento de pérdida muy hondo. Como si el olvido fuera imposible.El amor llega a ser una costumbre y no reparamos en sus efectos. Por eso yo lamentaba no haberle dicho a tiempo cuánto la amaba y cuánto la necesitaba. Era un sentimiento de pérdida tan hondo que no me consolaba de haberlo silenciado.
En esta novela hay una insinuación sobre el carácter del ser humano, «sobre todo si es artista», demasiado pendiente de sí. Habrá visto muchos así. ¿Los tiene en la cabeza? ¿Cómo se ha relacionado usted con esa vanidad que cita? Siempre existe la vanidad en el artista, creo. A veces se muestra agresiva, absorbente. Nunca fue mi caso. La mía fue normalmente asimilada, controlada. Fuera del Premio Nadal, que me prendió fuerte, no recuerdo haber perdido pie por esta causa. Fui asimilando mi obra poco a poco.
No poderse replantear el pasado «es una de las limitaciones más crueles de la condición humana». De todos modos, uno se lo replantea. ¿Qué tacharía? No conduce a nada. Es una pregunta normal en las entrevistas, pero creo que no conduce a nada. Tachar, enmendar mentalmente … ¿Para qué? Mis correcciones cuando he tenido que hacerlas han sido pequeñas, superficiales. A menudo, por mi gusto, habría vuelto a escribir la pieza entera. Pero eso no vale. Uno se queda a gusto o se queda frustrado. Es igual. El bien o el mal ya están hechos.
«La veía en el cuadro bella, grácil, desenvuelta…». Ahora está en el cuadro, y en esa novela. ¿Cómo la ve en la memoria? Muy próxima.
Ella decía: «En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo 48 horas en toda una vida». Leonardo Sciascia decía que la felicidad era un instante. Hay un momento en que la felicidad es un recuerdo. ¿Qué recuerdo hay de la felicidad? La opinión de Sciascia no es una novedad. El estado de felicidad no existe en el hombre. Existen atisbos, instantes, aproximaciones, pero la felicidad termina en el momento en que empieza a manifestarse. Nunca llega a ser una situación continuada. Cuando no tienes nada, necesitas; cuando tienes algo, temes. Siempre es así. Total, que nunca se consigue.
Pesimista fue siempre: sobre la Tierra, sobre la naturaleza. ¿Se muere la Tierra, o simplemente está herida? Desgraciadamente, herida de gravedad. Su destino no podemos preverlo. Creo que aún está en nuestras manos salvarla, pero ¿nos vamos a poner de acuerdo para hacerlo? Estamos tan bien instalados en la abundancia que no es fácil convencer al vecino de que se sacrifique seriamente para impedir el calentamiento del planeta y hacerlo invisible para millones de personas. El momento es crucial para que el hombre nos dé la medida de su sensibilidad.
Me decía Emilio Lledó, cuando le conté que le iba a entrevistar: «Menciónale la palabra Fraga». ¿Le sigue soliviantando la palabra Fraga? Emilio vivía entonces [finales de los 60] en Valladolid [donde Delibes dirigía El Norte de Castilla], y conocía mis rifirrafes con Fraga, quien se obstinaba en proclamar que el pueblo en España era libre cuando nadie ignoraba que estábamos maniatados. Él y Juan Aparicio, maestro de censores, fueron para mí las nubes más negras de la negra etapa de la censura en España. Mis más penosos recuerdos de esta época fueron ellos: su persecución sistemática, su dureza… A los mayores tiranos siempre les gustó tener fama de liberadores.
Periodismo, un gran elemento de su biografía. ¿Cómo lo ve evolucionar? ¿Se sentiría cómodo en el periodismo que se hace hoy? Mire usted, yo estaba acostumbrado al mío, el periodismo de la linotipia, la teja y el chibalete, y el nuevo ha venido tan rápido que no me ha dado tiempo de asimilarlo. Lo veo como un invento reciente, y el mío, como una curiosidad medieval.
Hace treinta y pico de años pudo haber sido el director de EL PAÍS. ¿Se vio en algún momento haciéndolo? Así es, pero acabó prevaleciendo el buen sentido. Mi cabeza no asimilaba unos proyectos tan ambiciosos. Yo me conformaba con algo más abarcable, más pequeño, más familiar, que lo que Ortega me ofrecía tan generosamente. De manera que no acepté. Pero nunca tuve la sensación de haberme equivocado.
«No deseo más tiempo. Doy mi vida por vivida». Hay un momento en que dijo esto. ¿Cuándo lo sintió? ¿Cuándo piensa uno que lo ha hecho todo? No digo esto porque crea que ya lo he hecho todo en la vida, sino por el convencimiento de que ya no puedo hacer más. Se me ha saltado la cuerda como a los coches de los niños pequeños.
Hay un libro suyo de perfiles de contemporáneos suyos, ‘Muerte y resurrección de la novela’¿Cuál sería su autorretrato, literario y vital, don Miguel? No saldría bien. Carecería de relieve o yo no acertaría a encontrarlo. Sería un retrato frío, aburrido, impersonal. Me cansa pensarme.
Ahora está rabioso, su salud es mala, el otoño se le ha echado encima como una mano que acelera la artritis. ¿Algo le alivia, le ayuda a sobrellevar la evidencia del dolor? Los potingues de farmacia, mis hijos, amigos, el deseo de anteponer la dignidad a la pura queja.
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Un escritor enamorado
Ahora están en el mercado los dos primeros tomos de sus obras completas (Destino y Círculo de Lectores), ilustradas por unas fotos en las que aparecen muy jóvenes Ángeles y Miguel (“me sigo enamorando cuando la veo”). El prólogo desdeña la vanidad. Es un castellano que ha afrontado su oficio con sobriedad.Nació en Valladolid en 1920. Fue catedrático de Derecho Mercantil y director de El Norte de Castilla. Pero su inmensa obra –medio centenar de novelas y ensayos, rematados por el Nadal en 1947 y el Premio Cervantes en 1993– ha eclipsado otros aspectos de su biografía.