El reportero que vino de la timidez
Manu Leguineche recibió el VI premio de periodismo de la Fape el pasado martes en Alcalá. Después del acto oficial de entrega, por la tarde, Julia Otero se preguntaba en su programa de Onda Cero: “¿Por qué Manu ha querido borrarse en los últimos años?, ¿por qué ha querido mantenerse al margen, en una segunda línea?”. Carlos Alsina, director del informativo nocturno de esa misma cadena, respondió al instante: “Manu siempre ha dicho que está a gusto en la soledad, que él es un solitario, y además también ha dejado claro que no soporta el ruido, ya decía Shopenhauer que la resistencia de una persona al ruido es inversamente proporcional a su inteligencia”. El periodista, que diferenció entre el ruido de las máquinas y los coches y el de la política, a poco acertó a decir bien la palabra Brihuega, dando lugar a la chanza. Sin embargo, tanto Otero como Alsina obviaron que, en el caso de Leguineche, hay una enfermedad, o varias, de por medio. Conviene decirlo porque tener una enfermedad es una de las cosas más naturales, desgraciadas pero naturales, que le pueden ocurrir a un ser humano. Y, lógicamente, tanto la vida como la política, e incluso el periodismo, se ven con otros ojos después de sufrir algún percance.
¿Por qué Manu está en una segunda línea? Porque le ha dado la gana y porque se lo puede permitir. Lo primero es consecuencia directa de una proverbial timidez que compensa con creces con su bonhomía y cariño para tratar a todas las personas, da igual si es un ministro o un paisano de Cañizar. Siempre ha aborrecido los actos públicos, el boato, las conferencias, las charlas en el peor sentido de la palabra. Ha rechazado asistir a múltiples eventos porque no le gustan nada. Incluso dejó de ir a un congreso de su admirado y añorado Miguel Delibes en Valladolid. No es por desprecio, por supuesto. Simplemente es que quiere vivir tranquilo. Martín Prieto le ha definido como “el dinosaurio perdido del periodismo español. Lo escribo no porque haya perecido en alguna glaciación, sino porque, como el popular apelativo de monstruo, es un número uno entre los unos, totalizador, inabarcable”.
El hecho de que se haya podido permitir un cierto pasotismo a la hora de cultivar determinados saraos, sobre todo en los últimos, resulta bastante obvio recordando su pasado. Leguineche es el decano de los corresponsales de guerra en España, ha sido fundador de dos agencias de noticias, ha sido propuesto para dirigir dos diarios de información general en España, ha viajado por todo el mundo, se ha codeado con los mejores reporteros de guerra del siglo XX, ha estado en todas las guerras desde Vietnam en adelante y, sobre todo, ha sido el padre de varias generaciones de periodistas. No es que los jóvenes de ahora beban de su experiencia. Es que los periodistas que hoy cuentan con más de cuarenta años a sus espaldas, como Arturo Pérez-Reverte o Pilar Cernuda, por poner dos ejemplos, también han sido sus discípulos. Con este bagaje, quizá es el único periodista de este país que, a estas alturas de su vida, se pueda permitir ciertas licencias a la hora de atender compromisos públicos que otros soñarían con incluir en sus agendas.
Cariño y humildad
Uno de los lazos que unen a Leguineche con sus compañeros de profesión y con sus lectores es el cariño que mutuamente se profesan. Lo cual ya es raro en estos tiempos cainitas que vive España. El titular de El Mundo después del premio fue certero: “Manuel Leguineche, galardonado entre el cariño de los compañeros de profesión”. La entrega del VI premio de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España ha sido el último galardón que ha recibido este vasco atrincherado en la Alcarria desde hace más de dos décadas. En los últimos meses le han llovido los premios. La Asociación de Periodistas Vascos le otorgó su galardón, la Asociación de Periodistas de Guadalajara acaba de dedicarle una mención especial en sus galardones habituales y hasta la vicepresidente del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, le ha concedido la Medalla de la Orden al Mérito Constitucional, una de las formas que utiliza la Administración para reconocer a quien se lo merece, en este caso, por sus méritos en la defensa de las libertades. Leguineche, que ha estado en tantos países donde la libertad de expresión ni siquiera se intuye, siempre ha demostrado que contar lo que pasa fuera de España es una manera de reconocernos mejor.
Le llueven los premios porque su ejecutoria en el periodismo no admite comparación. Y también, claro, porque se está haciendo mayor. En este país te tienes que morir para que te den un premio, solía escribir Umbral, también amigo de Manu. No es el caso del autor de “La felicidad de la tierra”. Detrás de la puerta de su casa, en la plaza que lleva su nombre en Brihuega, tiene colgado el cuadro que le reportó el premio Ortega y Gasset. Así, como el que no quiere la cosa. Con soltura, muy a la medida del propio autor. Restándose importancia. Siempre haciendo uso de la humildad y la sencillez. “Yo lo único que he hecho es trabajar, lo demás es imaginación vuestra”, les dijo a los colegas vascos cuando le dieron su premio. Además del Ortega, ha recibido el Julio Camba, el Cirilo Rodríguez, el Conde de Godó y el Nacional de Periodismo. Siempre ha obtenido el respeto de los periodistas, pero también de los políticos. El propio Manu recuerda una anécdota que le ocurrió en un restaurante de San Sebastián. “Entró a comer Alfonso Guerra, que entonces era vicepresidente del Gobierno, se acercó a mí y me espetó: “¡usted, Leguineche, es una flor entre tanto cabrón!”.
En una entrevista publicada en La Vanguardia hace cinco años, confesó que “preferí el periodismo a una familia”. Recordó que los reporteros de guerra eran la tribu de las tres D: depresivos, divorciados y dipsómanos”. Y luego evocó tiempos en que para informar desde la guerra no hacía falta ir empotrado en ningún tanque: “En 1968 yo escribía crónicas desde Vietnam. Entre los soldados americanos traté con un mexicano mercenario: lo era para obtener la nacionalidad norteamericana. Le habían herido ya dos veces… «¡Mira lo que tengo que hacer para hacerme gringo…!», me decía. ¡Ése es el tipo de historias que a mí siempre me ha interesado contar…!”. Eso, y hacer cosas como entrevistar a Borges en plena guerra de las Malvinas. O sacarle a Tejero unas declaraciones en medio de un golpe de Estado. Otras veces ha recordado que «durante el bombardeo sobre Bagdad, un colega mío estaba en una cama del hotel con una mujer, ¡y no se enteró de nada!». Pero no todo son batallitas. También ha tenido que tragarse sapos, ver a niños esclavizados en Bangladesh o sufrir a unos policías en el aeropuerto de Israel, por poner dos ejemplos tétricos. A Juan Cruz le dijo hace poco en El País: “Yo soy del bando de los desolados”.
Distinción especial
Tras un tiempo inestable en su salud, la concesión del premio de la Fape resulta especial. Aunque sea por tres motivos. Primero, porque sólo cinco periodistas muy distinguidos lo habían obtenido en anteriores ediciones, cinco grandes del oficio, cinco monstruos, cualquiera que sea su ideología: Jesús de la Serna, Iñaki Gabilondo, Pedro J. Ramírez, José Antonio Zarzalejos y Antonio Mingote. Segundo, porque es un reconocimiento explícito de los propios compañeros de oficio. No hay ningún jurado de por medio ajeno al periodismo. Son las asociaciones de prensa las que proponen candidatos y deliberan. Y tercero, porque es el premio de periodismo mejor dotado económicamente del país, lo que ya de por sí es noticia porque los premios de periodismo suelen ser, en toda España, los que menos dinero reconfortan. No se trata, en todo caso, de una cuestión monetaria, ni mucho menos. Sino de prestigio. Y también de agradecimiento. El propio Leguineche lo dejó muy claro en las emotivas palabras que dirigió el martes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá: “agradezco esta explosión de cariño”, dijo.
El discurso de Mª Teresa Fernández de la Vega fue sobrio, emotivo, elegante y cariñoso. La vicepresidenta del Gobierno calificó a Leguineche como “un hombre bueno”, recordando aquellas palabras del fallecido Kapuscinsky: “para ser un buen reportero hay que ser una buena persona”. O lo que es lo mismo, los cínicos no sirven para este oficio. Cuando llegó a Oviedo para recibir el premio Príncipe de Asturias, lo primero que hizo Kapuscinsky fue preguntar por Manu. Eran amigos. Leguineche le ha calificado como “el reportero que vino del telón de acero”. Ambos confluían en un mismo trabajo: la vocación periodística, el interés por contar lo que le pasa a la gente en el mundo, el esfuerzo permanente, la documentación exhaustiva y un aprecio sensato por cuidar el idioma. La referencia a la bondad de Leguineche que hizo De la Vega podría emular el verso machadiano: “soy, en el buen sentido de la palabra, un hombre bueno”. La bondad innata del reportero vasco es cierta, existe y no forma parte de ninguna mitología periodística. Lo primero, ser buena persona. Y luego, todo lo demás: el periodismo, los viajes, la literatura, los viajes, el vino, las paellas, el cordero, el mus y la gata Muki.
La presencia de Fernández de la Vega añadió solemnidad al acto, aunque sus palabras estuvieron cargadas de referencias afectivas al autor y su trabajo. Incluso habló de Brihuega –enfatizó las sílabas para no equivocarse en la pronunciación- y de la paz de La Alcarria, que ya ha quedado inmortalizada para siempre como la capital mundial del silencio en “El Club de los Faltos de Cariño”. Junto a una pléyade de periodistas, el martes estuvieron presentes Pedro J. Ramírez Iñaki Gabilondo y Mingote. Fue emocionante verles juntos acompañando a su amigo Manu. Fue reconfortante para la propia profesión. El periodismo de trincheras quedó fulminado de un plumazo. Gracias a un tímido de Guernica, al trabajo de un reportero que un día cogió un ferry desde Alicante hasta Argelia para enseñarnos a todos que esta profesión hay que entenderla desde la pasión, el esfuerzo y el sacrificio. “Doy por bien pasados todos mis sacrificios y mis muchas aventuras que fueron muy gratas porque este oficio me gusta. ¡Alguna vez habrá que llorar!”, exclamó Leguineche entre sollozos.
Fernando González Urbaneja, presidente de los periodistas españoles, sostuvo que “Manu siempre ha jugado limpio con el lector”. Javier Reverte, en su “laudatio”, proclamó: «Es el mejor reportero español de las últimas décadas. Desde los años 60, con el comienzo de la guerra de Vietnam, ha hecho un esfuerzo tremendo para estar en todos los acontecimientos y contárselo a los españoles”. Luego echó mano del poeta W.H. Auden para trazar el perfil del propio Leguineche: «Un buen reportero es un auténtico demócrata, el que escucha la voz de los otros, se preocupa por su suerte y habla con los humillados de igual a igual». Unos bancos más atrás, muchos amigos del homenajeado asentían con la cabeza: Antonio Pérez Henares “Chani”, Pepe García de la Torre, Julián Martínez, Julia Luzán, Pedro Aguilar, Cristina Morató… Y también Jesús Rodrigo, el jardinero. Mucho tiempo atrás, en un artículo aparecido en 1995, Francisco Umbral escribió sobre su viejo compañero de “El Norte de Castilla”: “Es el maestro único del género más importante dentro del periodismo, y no sólo por antigüedad, tenacidad y buena prosa (tan trabajada, tan guarnecida de datos, tan taraceada de detalles, tan rica y sobria de análisis), sino que ha elegido siempre la marginalidad humana y profesional, una manera nada espectacular de dar el espectáculo”.
Reverte cerró su discurso en la Universidad alcalaína sentenciando: “Creo que no conozco a nadie con tanta vocación periodística”. Las palabras de Manu Leguineche, tras recibir todos los parabienes del día, estuvieron cargadas de sentimiento, de naturaleza y de verdad. Tal como es él en la distancia corta. Un portento de reportero. Un ejemplo de periodista. Pero, sobre todo, una buena persona. Como diría Machado, en el mejor sentido de la palabra.