Manu Leguineche
Con motivo del 50 aniversario del fin de la Segunda Guerra de Reparto del Mundo, comenzó el martes en La 2 la serie Memoria de la guerra que, con imágenes de archivo (fundamentalmente de la inagotable mina audiovisual de NODO), dirige Manu Leguineche. Humilde, sencillo, sin grandes pretensiones ni alharacas -como corresponde al talante de Leguineche-, la primera entrega constituyó un «digest» recordatorio del encuentro de las tropas soviéticas y norteamericanas a orillas del Elba; nada que no supiéramos ya se nos dijo; ningún análisis o interpretación nueva se añadió a los tópicos que todos conocemos; de sus imágenes sólo memorizamos una vez más los osarios del holocausto y la leve danza cosaca ante las sonrientes tropas yanquis de un soldado soviético, mientras los caballos bebían en el Elba… No obstante -salvo el infame tópico que califica los últimos bombardeos asesinos sobre Berlín de «crepúsculo de los dioses»- nada era tampoco falso ni ofensivo, pese a cierta pereza que es ya lugar común en todos estos programas -de cine, de guerra, de lo que sea- que se limitan a revolver en los archivos y pegar una detrás de otra imágenes añejas clasificadas temáticamente.
En numerosas discotecas, mientras se bebe y en los altavoces suena una música cualquiera, es corriente que, en distintos monitores, se esté pasando una sarta, por ejemplo, de accidentes espantosos de Fórmula 1, coches que se estrellan o saltan por el aire, con sus presumibles víctimas; si se quitaran algunos testimonios de supervivientes y la voz en «off» informativa de Leguineche, esas imágenes bélicas podrían muy bien ocupar el lugar de las colisiones automovilísticas; hoy el horror filmado -lo mismo podrían ser instantáneas de cadáveres infantiles ruandeses que el mar enrojecido por la sangre de centenares de ballenas muertas- es un «background» silencioso, mudo, que nos acompaña a todos en todas partes, en el hogar, en los escaparates de la calle, en los bebederos o en las salas de bailes; con el que convivimos, en fin, sin hacer ni puto caso, perfectamente vacunados e inmunes a su espanto.
Del mismo modo que Sánchez Ocaña centró su oficio periodístico en los temas de salud y Pancorbo era sinónimo de documental antropológico, Leguineche tuvo y tiene su predio en el periodismo bélicoviajero. Prescinde, sin embargo, del halo chulesco de «valiente aventurero que arriesga su vida» que suele acompañar a estos especialistas, en general falaces reporteros de hotel -como cuenta el magnífico filme El año que vivimos peligrosamente-, que alquilan los servicios de un par de mercenarios o camareros para que disparen a su lado cuatro tiros al aire mientras ellos, disfrazados con chaleco antibalas, asomando su testa por la loma que los protege de nada y con el loro en los labios, hacen como que están en mitad de un fuego cruzado. No, Leguineche tiene esa virtud: nunca presumió de héroe.