Manu Leguineche reposa en la Alcarria de toda una vida en primera línea
Hicieron mal, los chavales, en no aceptar la invitación. Porque se perdieron la oportunidad, en un jardín con huerto por el que anda suelta la oca Toribio necesitada de cariño, de disfrutar con los relatos intensos del mejor corresponsal de guerra que ha dado el periodismo español. Un ejemplar romántico y estepario de cuando el oficio, como diría el replicante de Blade Runner, era una excusa para «ver cosas que vosotros no imaginaríais».Sólo que nada de lo que Manu ha visto se perderá «como lágrimas en la lluvia», pues todo lo va dejando escrito desde un torreón en la Alcarria del que gotean renglones admirables.
La primera palabra que pronunció Manu Leguineche no fue papá ni mamá, sino Churchill. Y si esto no es cierto, está ben trovato.Porque Manu atravesó la infancia empapado por los ecos de la recién terminada II Guerra Mundial, que le alcanzaban en la Gernika devastada por los bombardeos cuya destrucción todavía se atribuía «a los dinamiteros asturianos» en vez de a la Legión Cóndor.Sus primeras curiosidades fueron por tanto bélicas, y ahí quedó templada una vocación que algo tenía también de pretexto para una convicción solitaria y de huida de una juventud que, de quedarse en el ámbito natal, a buen seguro habría carecido de alicientes: «Un corresponsal americano solía decir: ‘Nosotros no tuvimos infancias felices, pero tuvimos Vietnam’. Conviene no malinterpretar esto, porque no quiero que se entienda que a la guerra se iba a pasarlo bien. Pero había una emoción, más el privilegio de ver la historia según ocurre, que valía para sentirse uno muy vivo».
Se tiende a creer que todo corresponsal de guerra, antes de que la crudeza de tanta tragedia contemplada le haga callo, recuerda para siempre la visión de su primer muerto. El de Manu Leguineche fue el cadáver de un anciano tendido en el puerto de Argel durante la evacuación de Argelia, cuando los pieds-noirs se embarcaban rumbo a Marsella marcando una rabia que luego fue el embrión del terrorismo anti-gaullista de la OAS. Fue más tarde, en la guerra entre India y Pakistán del 65, cuando por primera vez vio soldados caer en combate. «Ahora los muertos se ocultan», dice, para paliar el efecto desmoralizador que provocan en la retaguardia, en la opinión pública. Pero él se hartó de verlos, despedazados, envasados en bolsas de plástico, durante los dos años que permaneció en Vietnam, en una primera línea tan cruda y tan pródiga en bajas «que los aviones traían botes de Vicks Vaporub para ayudarnos a soportar el olor».
En Indonesia, donde también estuvo viviendo peligrosamente, los muertos represaliados por Suharto eran arrojados a los ríos con una generosidad tal «que nos recomendaban no comer pescado», pues los peces habían convertido la carne humana en su alimento.Lo curioso es que, habiendo estado en casi todos los conflictos de la segunda mitad del siglo -«pero no por un afán filatélico, no por coleccionar guerras»-, Manu Leguineche jamás sintió estar metido en uno de esos atolladeros de los que no se sale vivo: «Uno siente que siempre mueren los demás. En eso, el periodista comparte el afán de inmortalidad de los soldados. De lo contrario, ninguno iría. ¿Que aun así resulta difícil comprender por qué hay quien elige ir a una guerra? Es verdad. Hay quien va para probarse como macho. Hay quien va porque se aburre. Y hay quien va simplemente por narcisismo, porque tiene afán de primera página.Una vez Luis Miguel Dominguín me dijo que su profesión y la mía se parecían en que ambas eran como una droga, una dosis de adrenalina que crea adicción».
Considera que, en la actualidad, el oficio ha cambiado su naturaleza.No sólo por la colosal saturación de medios ajena a los tiempos en que los corresponsales eran poco menos que cuatro locos románticos con una libreta de apuntes: «En Kosovo, un colega dijo que aquello parecía el Tour de Francia». No sólo por la competencia terrible: «Hace falta que muera algún periodista para que salga la fraternidad, el compañerismo». Sino también por un síndrome de oegenización, como la llama, que ahora caracteriza las intenciones del reportero de guerra contemporáneo: «El periodista fue siempre el testigo incómodo en los lugares desde los que escribía. Pero siempre desde un cierto desapego que en Beirut un fotógrafo americano definió de forma cínica: ‘Si lloro, se me empaña el objetivo’.Ahora existe el compromiso de hacer algo más. Me atrevo a decir, en ese sentido, que conviene desdramatizar un poco ese concepto de misión que tiene el periodista y que en el fondo sólo usa para legitimarse. Una vez en que fui secuestrado en El Salvador, el guerrillero que me custodiaba me dijo: ‘Usted cobra un buen sueldo por estar aquí, y pronto regresará a su país y no volverá a acordarse de los que nos quedamos atrás, sufriendo’. Tenía razón».
Reconoce, sin embargo, que ningún otro acontecimiento bélico ha sido nunca tan peligroso y turbio para el periodista como la ratonera de Irak, donde ha sido consagrado el secuestro y a veces la ejecución de reporteros como fuente de ingreso mediante rescates o, directamente, como propaganda de vídeo doméstico: «Todas las guerras son horribles. Pero algunas dejaban un resquicio para la humanidad. Qué sé yo, el enfrentamiento de Rommel y Monty en el Norte de Africa tenía matices incluso galantes. Pero ésta actual es especialmente miserable. Y horrible para el periodista.Admiro mucho a los que están ahí, sobre todo si compensa informativamente que estén ahí. Pero si yo fuera el director de un medio, no pediría a nadie que permaneciese en Irak si no estuviera absolutamente seguro de desearlo».
Dicen de los corresponsales de guerra que a menudo son incapaces de adaptarse a una vida cotidiana distanciada de la tragedia.Que de alguna manera están abocados a volver a llenar la mochila: «En el hotel Continental, durante Vietnam, unos compañeros de la CBS hicieron dos encuestas entre los colegas. Una para elegir al más guapo, en la que no salí elegido. De la otra salió reflejado que nadie, pero nadie, tenía una vida familiar sana y normal.Cuando yo he dirigido agencias, siempre he terminado siendo el psiquiatra de mis periodistas, porque todos estaban jodidos».Manu Leguineche jamás ha padecido esa inadaptación. Al regresar de cada conflicto, unas angulas y un cordero, y también alguna partida de mus, le han bastado para volver a sentirse ubicado.Ahora ya no le apetece tanto llenar la mochila. Sale a caminar.Escribe, eso sí. Y es el escritor que vive en su propia plaza para los habitantes de Brihuega. De los que, para quitarse importancia, afecto siempre a eludir protagonismos merecidos, Leguineche dice: «Sólo me respetan porque Ponce me brindó un toro».