La memoria del obispo
El obispo de Sigüenza-Guadalajara, José Sánchez, es un tipo listo acostumbrado a bregar con la prensa. Le tocó vivir la época dura de Antonio Herrero en la Cope, recibió acusaciones que le vinculaban a Arzalluz y el nacionalismo vasco (del tiempo en el que fue jesuita en Alemania) y lidió con María Teresa Fernández de la Vega, cuando la actual vicepresidenta era secretaria de Estado de Justicia en los Gobiernos de Felipe González. De todo salió indemne. Tiene una habilidad especial para lidiar con los periodistas de la que carecen la mayoría de los prelados que hoy dirigen la Conferencia Episcopal Española. Ahora, apartado de los principales caminos que marcan la línea de los obispos, parece dispuesto a callarse pocas cosas. Quizá por ello, la lengua la conservaba afilada y no tienen ningún empache en recurrir a la demagogia si hace falta para defender sus tesis. En todo caso, puedo dar fe que en las tres entrevistas que le he hecho hasta el momento, nunca rehuyó contestar a ninguna pregunta. Eso se agradece, sobre todo teniendo en cuenta los tiempos que corren, en que los políticos no aceptan preguntas ni en las ruedas de prensa.
El caso es que don José decidió lanzar hace escasas fechas una diatriba parcial, sesgada y carente de rigor contra la Ley de Memoria Histórica que el Parlamento aprobará dentro de poco, con el único rechazo del Partido Popular y de Esquerra Republicana de Cataluña (los extremos, nuevamente, se tocan). El obispo dijo que la retirada de lápidas de las iglesias y cementerios puede “provocar enfrentamientos violentos porque ya todos conocemos las reacciones que suscitan en los pueblos este tipo de acciones”. Valiente provocación. Teniendo en cuenta que Monseñor Sánchez sabe mejor que nadie que la separación de poderes es uno de los pilares del Estado de Derecho, cuando el Congreso de los Diputados aprueba una ley, la Iglesia debe obedecer y callar. Y cumplirla, por supuesto, porque su desacuerdo no exime su obligatoriedad a la hora de llevarla a efecto. Tiene todo el derecho del mundo el señor obispo a expresar su opinión, pero convendría que reparar, que seguro que lo ha hecho en su fuero interno, en la cantidad de años que llevan callados “y sin realizar ninguna acción violenta” los familiares de las víctimas que Franco condenó de por vida. ¿Qué pasa, que hay memoria histórica de dos velocidades? ¿Qué pasa, que el silencio vale diferente si viene por una parte o por otra?
Para completar sus desafortunadas palabras, Sánchez dijo, haciendo alarde de un cierto autoritarismo, que “las lápidas las quite quien las puso, yo no las puse, yo no las quito”. La ley, en su artículo 15, obliga a la Iglesia a retirar los símbolos de la dictadura. No hay duda al respecto. Es una ley y, en cuanto supere la aprobación del Pleno de las Cortes, el Rey la sancionará, el BOE publicará su articulado y todos los ciudadanos españoles, incluido el obispo de Sigüenza-Guadalajara, estaremos obligados a cumplirla. A esto se le llama democracia. Sorprende que un señor con la altura intelectual de Monseñor Sánchez recurra a argumentos de baja estofa con esa “manca de finezza”, que dirían los italianos, que tan poco favor le hace a la Iglesia. Triste, pero cierto. En el pecado llevarán la penitencia aquellos que se resistan a comprender que la memoria es una facultad de todos, y que los ciudadanos que lloraron hace setenta años a sus padres y abuelos tienen todo el derecho del mundo ahora, como mínimo, a no ver estampado el nombre de sus verdugos en unas lápidas insultantes.