Brindis
“Abandonar Barcelona para ser vecino y residente en Madrid conlleva algunos quebraderos de cabeza, pero también momentos felices. Hay unos meses como de ingravidez, en los que no eres ni carne, ni pescado, ni de aquí, ni de allí”. Así empezaba su artículo semanal, hace unos días, el delegado de La Vanguardia en Madrid. Sus sensaciones son compartidas por todos aquellos que cambian la esfera de su vida. El fontanero que sale de casa porque se ha casado con una andaluza, el ejecutivo que viaja, el estudiante que vuela gracias a una beca Erasmus. Sin embargo, a poco que uno salta a la calle todo se va aclarando. Cualquier mañana la radio enciende el pulso. Y ves que el periodismo madrileño, cuajado de predicadores y de tertulianos, enseguida engancha. La rutina hace todo lo demás. “Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas”, escribió Dámaso Alonso. Ahora somos más, pero algo tiene esta ciudad que atrapa en su orden desordenado, en su locura cartesiana. El foráneo que aterriza notará su arraigo en cuanto desayune tres veces al día. Como ciudad satélite del monstruo, Guadalajara va cogiendo los vicios de la capital. Los problemas de aparcamiento, el precio de los pisos, el caos del tráfico, las prisas. Las mismas costumbres porque ambas ciudades son partes del mismo todo, que es la pasión. La pasión es una canción de La Oreja sobre las tardes de invierno y las noches sin dormir. La pasión no se entiende, ni se explica. Se vive. Empiezas a entender a esta ciudad, a Madrid, a Guadalajara, tanto da, cuando ves que los bares se llenan cada día para tomar el aperitivo; cuando conviven los gritos de dos anarquistas con los abrigos de visón; cuando caen viejas estatuas y sobreviven el yugo y las flechas. ¿Ustedes imaginan algo así en la Diagonal? Terminas de comprender todo cuando alguien se te acerca tomando una copa y espeta: “ah, no me ha gustado lo que has dicho de mí, pero da igual, sólo lo leen cuatro”. Doris Lessing tiene escrito que “los jóvenes británicos van a la guerra obedientemente porque se les ha enseñado a no pensar, o porque la experiencia de esa guerra puede muy bien resultar la única excitante e interesante que pueden esperar”. Brindo con cava catalán o con vino de Ribera, que es mi favorito, por toda la gente que vive sin decir estupideces y sin pisar a los demás. Por todos los que son felices, o lo intentan, sin complejos. Qué rara se ve Barcelona desde el paseo de las Cruces. Pero qué cojonuda es la vida cuando los problemas todavía son secundarios. Feliz Navidad.