El Doncel de Sigüenza, a la fe por las armas
El Doncel de Sigüenza, a pesar de los años, sigue sin dejar indiferente a nadie y continua concitando el mismo interés de siempre. La figura escultórica que reposa en el sepulcro de su familia en la catedral seguntina es la imagen de portada del número de septiembre de la prestigiosa revista de historia “Clio”. Su imagen representa a los monjes guerreros de la cultura medieval hispánica. Martín Vázquez nació en un lugar que no se sabe de Castilla y murió en la vega de Granada, Acequia Gorda, en 1486. Su sepulcro en la catedral se ha convertido en el mayor icono cultural y turístico de Sigüenza y en una de las joyas de la estatuaria fúnebre en España.
El reportaje ocupa las principales páginas de la revista y está trufado con diferentes imágenes del Doncel y de otros monjes que fueron guerreros. También aparece un mapa de las órdenes militares peninsulares en la Edad Meda. Entre ellas la Orden de Calatrava, que fue la congregación más numerosa durante la Reconquista y que llegó hasta Zorita, tal como se aprecia en el gráfico. El autor del reportaje de “Clio” es el historiador Iván Giménez Chueca, que escribe en la introducción: “diversos historiadores han comparado la lucha entre cristianos y musulmanes en la España medieval con las Cruzadas que se desarrollaron también en la Edad Media en Palestina. Aunque los contextos históricos son muy diferentes, sí que es cierto que pueden establecerse algunos paralelismos entre ambos procesos, como por ejemplo la formación de órdenes de monjes guerreros para luchar activamente tanto a las puertas de Jerusalén como en las tierras de al-Ándalus”.
Los templarios
En estos últimos años, según Giménez Chueca, “la Orden del Temple -los famosos templarios-, ha acaparado la atención como paradigma de orden religiosa medieval, ya sea por el misterio que siempre la ha rodeado, ya sea por su indiscutible papel como brazo armado de la Iglesia en las guerras contra el islam. Otra orden, la del Hospital de San Juan u Hospitalarios, también es ampliamente conocida por su papel en las Cruzadas y sus encarnizadas luchas contra el imperio otomano en Rodas y Malta. Pero quizás es menos sabido que en los reinos cristianos de España surgieron diversas órdenes con el mismo componente monástico y militar. Pese a no tener un papel internacional tan destacado, los caballeros de Calatrava, Santiago, Alcántara o Montesa -y otras de menor alcance- fueron importantes protagonistas de la lucha contra al-Ándalus. Nacieron en pleno auge de la Reconquista, en el siglo XII, y desaparecieron también con ella. Las órdenes del Temple y del Hospital llegaron a la península Ibérica en el primer tercio del siglo XII para participar en las guerras de los reinos cristianos contra los musulmanes. A pesar de ser creadas para proteger los Santos Lugares de Palestina y a sus peregrinos, estas recibieron importantes ofertas para participar en las guerras que mantenían los diversos reinos peninsulares del norte con su vecino islámico del sur. Su fama de duros luchadores hizo que los monarcas ibéricos se mostraran muy interesados en involucrarlas en sus propias guerras contra el islam e intentaron atraerlas a toda costa, ofreciéndoles importantes donaciones de castillos y territorios. Sin embargo, los templarios y los hospitalarios no eran las primeras hermandades armadas que existían en los reinos peninsulares. Previamente, hay documentada la presencia de hermagildas, u organizaciones de grupos de granjeros que se defendían de bandidos o razias musulmanas tomando las armas, imbuidos del espíritu de Cruzada que atravesaba Europa en aquellos años. Muchos historiadores han considerado a estas bandas como el embrión de las futuras órdenes militares hispánicas”.
Primeras órdenes en 1157
El año clave en la aparición de las primeras órdenes de monjes guerreros españoles es 1157. Una década antes, en 1149, Alfonso VII de Castilla había cedido a los templarios la fortaleza de Calatrava (del árabe Qalat Rawat, castillo de la guerra), un enclave estratégico situado junto al río Guadiana, en la calzada que unía Toledo con Córdoba, en la frontera con el imperio almohade. En el citado año empezaron a circular rumores de una ofensiva musulmana en la zona, y los templarios, escasos de recursos, renunciaron a la posesión de la plaza argumentando escasez de hombres y materiales para su defensa. La decisión del Temple sorprendió a la corte castellana, y Sancho III, el nuevo rey, ofreció la posesión de la fortaleza a quien pudiera defenderla. Raimundo Sierra, un abad navarro del monasterio de Santa María de Fitero, aceptó la propuesta y se trasladó allí con algunos de sus monjes y unos soldados navarros atraídos por el espíritu de Cruzada. En 1164 aún no se había producido el anunciado ataque almohade, pero sí una bula del papa Alejandro III que les otorgaba el estatus oficial de orden religiosa. Los miembros de Calatrava en seguida adoptaron la regla del Císter como norma y un hábito blanco como vestimenta. Las armaduras negras se reservaron para cuando entraran en combate.
Casi de manera paralela a la formación de Calatrava, una hermagilda de Cáceres se ofreció a los monjes del monasterio leonés de San Eloy para proteger a los peregrinos que viajaban hacia Santiago de Compostela. La hermandad se habían ganado cierta fama luchando contra los bandidos en tierras extremeñas, y su labor en el Camino de Santiago hizo aumentar aún más su prestigio. Como consecuencia de este hecho, el rey leonés Fernando II les ofreció defender Cáceres de los ataques musulmanes, y la hermagilda pasó a denominarse los Caballeros de Cáceres. Sin embargo, la ciudad extremeña cayó en manos musulmanas y el rey Alfonso le concedió la ciudad de Uclés (en Cuenca) para que establecieran allí su base principal. Un año después, en 1175, el papa Alejandro III los reconoció como la orden de Santiago de la Espada y los nuevos monjes adoptarían la regla de San Agustín para su vida monástica. Había nacido la orden que iba a tener un papel más destacado en la lucha contra los musulmanes.
La última gran orden surgida en la España medieval fue la de Alcántara. Sus orígenes son más difíciles de datar, ya que sus cronistas quisieron situar su nacimiento antes del de los Caballeros de Calatrava. De todas formas, es seguro que hacia 1176 existía una pequeña cofradía, los Caballeros de San Julián de Pereiro, también en tierras cacereñas. En un principio y pese a recibir también el reconocimiento papal como orden, estos caballeros se pusieron bajo la protección de la orden de Calatrava en 1187, y tomaron como base la ciudad de Alcántara. En 1218, Calatrava renunció a su protección porque estaba muy lejos del núcleo de sus otras encomiendas y los Caballeros de San Julián se quedaron para proteger la villa. Poco a poco, sus miembros fueron abandonando la denominación de sanjulianistas y la sustituyeron por la de Alcántara, que hacia mediados del siglo XIII ya era utilizada plenamente.
Si bien el reino de Castilla apostó por órdenes militares autóctonas ante la renuncia templaria, en la Corona de Aragón las órdenes procedentes de Tierra Santa gozaron de mayor influencia. Esto se debe al famoso testamento de Alfonso el Batallador, quien legó a estas congregaciones el reino de Aragón. Las posteriores negociaciones entre nobles -que no querían verse sometidos a los monjes guerreros- y estas órdenes permitieron que el poder continuara en manos aragonesas; pero a cambio, los monjes guerreros recibieron numerosos privilegios en las futuras conquistas de este reino. Por ello, la presencia de las congregaciones hispanas sería allí muy limitada. Los reyes navarros también prefirieron prestar más apoyo al Temple y al Hospital, ya que estas dos órdenes también garantizaban la independencia del reino frente a posibles anhelos expansionistas de castellanos o aragoneses.
Escultura misteriosa
Don Martín Vázquez de Arce, que cobró protagonismo durante la Reconquista, nació en algún lugar de Castilla y se puso desde muy niño al servicio de los Mendoza de Guadalajara, ciudad en la que su padre ejercía de secretario particular de esta familia, residiendo en la ciudad del Henares, según relatan Herrera Casado, cronista de la provincia, y Gómez-Gordo, cronista de Sigüenza. Formado en las artes, las letras y las armas, ejerció como paje del primer duque del Infantado, acompañando a las tropas castellanas en diversas campañas guerreras en la Vega de Granada. En el mes de julio de 1486, contando con 26 de edad, cayó en una emboscada tendida por los árabes en las fangosas tierras de la vega granadina, donde fue alcanzado por las espadas islámicas, muerto allí, recogido su cuerpo por su padre, y llevado a Sigüenza años más tarde, donde la familia había adquirido, en la Catedral, una capilla de la cabecera, a la que dio título de San Juan y Santa Catalina, y allí se puso, el primero de todos, el cuerpo de don Martín Vázquez de Arce. Su hermano Fernando, obispo de Canarias, encargó la estatua yacente para su sepulcro. ¿A quien? Nunca se ha encontrado el documento que lo acredite, pero parece muy verosímil que fuera tallada esta famosa estatua en los talleres de escultura de Sebastián de Almonacid, en la ciudad de Guadalajara, hacia 1492.
El Doncel de Sigüenza estuvo casado con misteriosa dama, y tuvo de ella una hija, Ana, que le sucedió en apellidos y heredó algunos bienes, pocos. La familia de los Arce mantuvo siempre la capilla catedralicia en la que se enterraron años después los padres del Doncel, sus hermanos, sobrinos, tíos, etc. Hoy es una de las más altas sensaciones estéticas que pueden gozarse: entrar en la catedral medieval de Sigüenza, avanzar por la nave de la Epístola, cruzar el crucero y llegar ante la soberbia reja de Juan Francés, para penetrar en esta capilla, en la que la luz mortecina y marfileña de la altura estrecha baña de poesía, irrealidad e intemporalidad el recinto. El Doncel yace, en alabastro tallado, tumbado con las piernas cruzadas. Es un caballero que ha muerto peleando “en Cruzada” contra los infieles. Tiene un libro en las manos, y medita con la mirada perdida sobre el suelo, después de haber leído. En el pecho luce la colorada cruz de la Orden de Santiago de la que es caballero. El Doncel de Sigüenza “es la representación máxima de la cultura medieval, el uso de las armas para defender la fe, la lectura para alcanzar la sabiduría. La mirada siempre perdida en el más allá, segura residencia del alma”.
Versos de Alberti para el doncel transido
Veintiséis añitos tenía Martín Vázquez de Arce, considerado un valiente guerrero, cuando feneció en plena contienda granadina, en la afrenta de los Reyes Católicos al revoltoso Boabdil el Chico, a las órdenes del segundo duque del Infantado. Ahora, lejos del candor de la batalla, el Doncel se encuentra tumbado, recostado en la candidez de su indomable silencio. Y, enfundado en los atavíos corrientes de la Orden a la que pertenecía, don Martín Vázquez de Arce lee ensimismado un libro grueso -probablemente la Biblia- apoyado en un conjunto de haces de laurel, símbolo de su heroísmo, según el cronista Dr. Gómez-Gordo. Precisamente es su rica carga de iconos la que le elevan a alegoría renacentista en forma de verso manriqueño. El paje que quiebra el gesto a sus pies figura el dolor inmenso de la familia por su fatal destino, y el león, fiero animal con la mirada puesta hacia el cielo que parece querer predecir la resurrección de nuestro Doncel Capitán, en bélica definición del poeta Agustín de Foxá. Y debajo de su estampa reclinada, su escudo de armas, flanqueado por dos pajes y con el cinturón de caballero al fondo, imagen que recrea “la defensa del honor y la honra de su nombre”, en palabras del mencionado cronista local. Muestra el caballero un ademán apático, acaso señorial, con las piernas cruzadas, los ojos puestos en el interior de nuestro alma, y los serviles pajecillos agasajándolo sin cesar. Rafael Alberti, inspirado, sentimental, también cantó sus excelsas virtudes:
Volviendo en la oscura madrugada
por la vereda inerte del otero,
vi la sombra de un joven caballero
junto al azarbe helado reclinada.
Una mano tenía ensangrentada
y al aire la melena, sin sombrero.
¡Cuánta fatiga en el semblante fiero,
dulce y quebrado como el de su espada!
Tan doliente, tan solo y mal herido,
¿adonde vas en esta noche llena
de carlancos, de viento y de gemido?
Yo vengo por tu sombra requerido,
doncel de la romántica melena,
de voz sin timbre y corazón transido.