‘Madrid, qué bien resistes’
Querido J:
Bien sabes que el descubrimiento de un libro, es uno de los orgullosos placeres de la vida. Mucho más en tiempos en que todo se sabe. Hasta hace pocas semanas nada sabía yo de Mr. Edward Knoblaugh, corresponsal en España de la Associated Press durante la República y la guerra civil, que nació en 1904 en la ciudad de Peoria, estado de Illinois, el lugar donde murió 69 años después. No es que tenga muchos más datos biográficos, porque apenas hay huellas que pueda rastrear fácilmente. Pero ya he tenido la fortuna de leer Correspondent in Spain, el único libro que escribió. Había una vieja edición española, a cargo de la editorial Fermín Uriarte, del año 1967. Aunque ha sido una reciente reedición de Áltera la que lo ha puesto en mis manos. Lástima que le hayan cambiado el título y le hayan puesto, a grandes voces: ¡Última hora: guerra en España! Por lo demás, han tenido una idea excelente. El de Knoblaugh es uno de los grandes trabajos periodísticos que se han publicado sobre el Asunto.
Para comprender este libro te será muy útil el siguiente párrafo de sus páginas finales: «La falta de popularidad de que llegué a gozar en la Oficina de Prensa es algo digno de admiración. Las fuentes oficiales se apartaban de mí como si se tratase de un leproso y me fue imposible conseguir salvoconductos o medios de transporte para viajar. Todos los trucos mezquinos e irritantes de que sabe valerse el gobierno los utilizaron conmigo. Pero yo aguantaba firme». Qué bien describe este incómodo soslayo el lugar de un periodista. Knoblaugh, en síntesis, tenía un serio problema. Trabajaba en el Madrid qué bien resistes de los primeros meses de la guerra civil. No era un hombre del régimen republicano. Incluso admito que es intolerable la equidistancia moral que traza entre leales y rebeldes y que es muy probable que deseara la derrota de la República, aunque en la Nota del autor escriba: «Soy imparcial –o al menos creo que no abrigo prejuicios–, y no tengo ningún interés personal en la guerra ni en sus consecuencias. Tengo muchos amigos que luchan en ambos bandos. Muchos han muerto defendiendo una y otra causa». Pero con independencia de sus convicciones Knoblaugh trataba de ir más allá de la propaganda de guerra. El resultado es que hubo de abandonar España a principios de 1937, después de que le advirtieran seriamente que podía morir. Ya a salvo escribió este libro.
La visión que da de aquel Madrid es dura. Sea describiendo la catadura de los aviadores mercenarios de la República o el asesinato de aquel ingeniero sordo, cuyo despertador confundieron con una radio clandestina; sea frente a las calaveras de la iglesia del Carmen (aquella en especial del niñito de cinco o seis años que los milicianos aseguraban que era el feto crecidito de una monja embarazada y asesinada por un cura) o en los tratos peligrosamente picarescos con la censura en el edificio agujereado de la Telefónica. El libro tiene muchos momentos crueles y difíciles y Knoblaugh se equivoca a veces: tal vez su error más espectacular sea dar crédito a la versión franquista de la destrucción de Guernica. Pero el pacto de veracidad que propone supera casi siempre las inquietudes del lector. Aunque el lector, como es mi caso, parta de la convicción de que aquélla fue una extraña guerra que ganaron los malos y de que el libro describa algunas de las tremendas inmoralidades de los buenos. Y también algunas de las razones de su derrota. Entre ellas, la ignorancia, la cobardía o el mito de la revolución.
Knoblaugh había llegado a España en 1933, después de una larga temporada en Cuba. El director en España de la Associated Press era entonces Rex Smith, al que Knoblaugh acabó relevando. Recordarás a Smith, seguro, porque sobre él escribió Pla uno de sus mejores retratos, raramente entrañable. Adyacente a ese retrato, por cierto, hay un apunte muy desdeñoso de Louis Fischer (uno de la cuadra noble de la guerra en Madrid, junto a Ernest Hemingway, Marta Gellhorn, Herbert Matthews y Jay Allen), elaborado con su euforia marxistizante y su gigantesca pedantería. Uno de los centros de interés del libro de Knoblaugh es la comparación que permite realizar con la memoria canónica del Madrid republicano, y que estos días cristaliza en un libro de Paul Preston, Idealistas bajo las balas, cuyo primer capítulo, dedicado a la cuadra noble, bien pudiera haberse llamado La guerra fue una fiesta. El libro de Preston, aunque repleto de datos útiles, me ha sorprendido por un sectarismo que roza lo pueril. Y por la incapacidad que muestra en comprender cuánto de tournée des grands ducs había en la actitud de muchos periodistas respecto a España y su guerra. A cada párrafo oía aquel intercambio entre Herbert Matthews y Manuel Aznar. El primero había escrito en The education of a correspondent: «Nuestra terrible y maravillosa guerra civil». Y Aznar, en su opúsculo El Alcázar no se rinde, había levantado así el ceño: «¿Cabe una frase que revele más atrozmente un estado de ánimo y de conciencia repecto a España?»
La solución que Preston da en ese libro al caso del traductor de Dos Passos, José Robles (le endosa la acusación de quintacolumnista a partir de deducciones temblorosas y de un pirotécnico comentario final que incluye en nota a pie de página el reconocimiento de la imposibilidad de corroborarlo (sic: pasa con las bengalas) es impropia de un historiador, incluso profesional. Pero si viene aquí Preston es por su actitud ante Knoblaugh. No sólo porque desprecia temerariamente su libro en la reconstrucción de aquel Madrid (utilizarlo habría dado vuelo y hondura a su festival de balas y sexo), sino, en especial, por las peregrinas opiniones que mantiene respecto a la capacidad profesional de Knoblaugh. A un corresponsal de la Associated Press, que llevaba en Madrid desde 1933, que conocía y trataba con frecuencia a la clase política republicana desde Gil Robles a Azaña y desde Primo de Rivera a Largo Caballero; que había escrito cientos de cables sobre España, que disponía de fuentes y sintaxis, lo despacha Preston utilizando el juicio de Jay Allen, que se atreve a decir que Knoblaugh era analfabeto [sic] y que su libro lo había escrito un jesuita [hip, hip]. Las razones del juicio de Allen me traen sin cuidado y también el porqué Preston las utiliza. Para lo uno y para lo otro hay datos e hipótesis que no son de esta crónica. Pero lo cierto es que entre Allen y Knoblaugh hay un mundo: el primero era un activista y el segundo un escritor. De lo primero Preston da una prueba irrevocable transcribiendo el famoso (y discutido) reportaje de Allen sobre la matanza de Badajoz. Tampoco me importa ahora en qué medida Allen fundó un mito o describió una crueldad rigurosamente cierta. Sólo que su reportaje está escrito a pedradas.
Léelo. Knoblaugh trabajó a contrapelo y su escritura sabe a verdad. El 6 de febrero de 1938 el New York Times incluyó su libro en una reseña colectiva sobre textos de la guerra civil, donde, por cierto, figura también A sangre y fuego, de nuestro querido Chaves. El reseñista dijo: «Se había planteado hacer una crónica objetiva de todo lo que viera sin importar a quién complacía y a quién no, y como todo hombre de prensa que actúa de tal manera, pronto tuvo problemas con el aguafiestas de ojos de lince, el censor. Knoblaugh y el censor del gobierno no se entendieron; lo que los americanos considerarían la elemental objetividad periodística el censor lo juzgaba como un comportamiento antigubernamental. Finalmente, después de una bala que atravesó su ventana un día en el que se dio cuenta de que él no era precisamente “una bala perdida”, Mr. Knoblaugh decidió abandonar Madrid».
No sé si se recuperó de la guerra. No parecía ser un hombre de ese tipo de énfasis. Lo cierto es que sólo escribió este libro. Y que los últimos avistamientos lo sitúan, primero, en un periódico de provincias en su Peoria natal, y dedicado luego a las relaciones públicas. Y que murió algo prematuramente, como dicen que les pasa a los solteros.
Sigue con salud
A.