Con raíces en La Alcarria
LA FELICIDAD DE LA TIERRA
En Cañizar
Primera tarde en la casa de El Tejar de la Mata. Son las 5.39. Cándido, el guarda del ya ex propietario inglés, ha encendido el fuego en la chimenea y chisporrotean los primeros leños de olivo. Se ajusta la gorra, pone las manos sobre el fuego. Después mira hacia donde yo me encuentro y ofrece la espalda a la lumbre. “Se necesitarán horas para caldear un salón tan grande”, afirma con voz pausada mientras hace oscilar la cabeza de izquierda a derecha.
Estreno casa, chimenea, paisaje de La Alcarria cenicienta, colmenera y erial, una casa inglesa con certeza. Demasiadas emociones para un solo día. El viento silba por la línea de arriba y azota los árboles. Suena a mar, a lamento. La casa, El Tejar de la Mata, tejera en otros tiempos cuando abundaban el agua y los manantiales, se encuentra situada a media ladera bajo la meseta, al socaire de árboles y setos, a una treintena de metros de la carretera que culebrea hacia Cañizar. Entre 900 y 1.000 metros de altitud, calculo. La casa es sólida, de mampostería y piedra rodena. me explica Cándido que es el último trabajo hecho a conciencia por el cantero de Muduex. Un caserío solitario, en forma de ‘u’, tres habitaciones y baño en cada lado, el salón y la cocina, una piscina vacía, alejado del pueblo. Por eso no se vendió hasta que yo llegué, deseoso de árboles y calma. Son árboles canijos, robles, monte bajo, encinas, matorral, nada que ver con hayedos o castaños, una vegetación humilde que va a ser mía, animalitos incluidos. Y los nuevos amigos, El paisaje natural nada es sin el paisaje. (…).
La taberna de Cañizar se ha despoblado. Te das cuenta de lo que eran aquí los largos inviernos. Las casas están mejor equipadas, chimeneas, calefacción, nada que ver con aquella pobreza y aquel abandono de siglos, buscando el calor de los establos y los animales, aquel frío que a falta de protección se calaba hasta los huesos. Empiezo a echar de menos la alegría del verano, con las mesas puestas en la plaza, el clima grato, el ánimo bien dispuesto para que corran el vino o la cerveza y se barajen los naipes. Es tiempo de melancolía, la dicha de estar triste. ¿Es de izquierdas el invierno? Te quedas en el mostrador, con tus cacahuetes (pagados aparte) y tu vino medio agrio y los graníticos amigos que resisten el frío, la soledad y el nublo. Están hechos a ello. Las bajas temperaturas reducen el fragor y las voces a su mínima expresión. De vez en cuando alguien, un voluntario, carga un tronco en la estufa, expone las palmas de las manos y el pompas al calor y vuelve a su vaso de vino, reconfortado. (..). Las casas de Cañizar, apiñadas, encaladas, hospitalarias, están abiertas para el forastero. En este pueblo se desploman los tópicos sobre el hermetismo rural. Leí en Brenan que uno puede trabar buena amistad con un español durante muchos años sin que “éste le invita ni una vez a su casa”. La cerrazón se atribuye a la influencia árabe, pero en realidad, sostiene Brenan, es una característica de los pueblos mediterráneos. Los hombres se reúnen con sus amigos en los casinos, en las tabernas o en los cafés, las mujeres se encuentran en las tiendas o en las sesiones de costura organizadas por la parroquia. Se iba al café para huir del frío. Por estas tierras la influencia árabe fue muy marcada, pero ese recelo o esa costumbre han debido desaparecer. Tal vez ocurriera como en la Europa del Este: tus amigos escritores o intelectuales preferían departir contigo en el hotel.
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EL CLUB DE LOS FALTOS DE CARIÑO
Pavo real
Misterio. Bajo el nogal de nombre Pío Baroja, ha aparecido un pavo real con su penacho emplumado. Me da la impresión de que quiere quedarse, pero tantea el terreno, mira la casa de Brihuega (Guadalajara), escuela de gramáticos del siglo XVI, restaurada o rehabilitada, no sé cómo se dice mejor, por doña Margarita de Pedroso, hija de una princesa rumana y un aristócrata español.
Margarita fue el amor platónico de aquel genio insoportable llamado Juan Ramón Jiménez.
El pavo real es un animal quietista porque necesita mostrar su belleza. Sabe que está hecho para que lo contemplen.
Es una casa de tres plantas que se da un aire a una de esas residencias toscanas, de un tono ocre en la fachada y nada conventual. Frente al jardín se balancean los plataneros que yo llamo Cartier-Bresson, en homenaje al fotógrafo francés que fue los ojos del siglo XX.
A la derecha, la iglesia de la Virgen de la Peña, el corazón de los brihuegos. Al entrar en la casa tienes de espaldas los dos ex conventos, que luego fueron cárceles. La España de los conventos y las cárceles. La muralla árabe, coronada de lirios silvestres, abraza todo el espacio entre el jardín y los plataneros, que exportan pólenes y alergias. Fue árabe pero luego se adaptó a los odios históricos y a las necesidades de defensa. Brihuega pertenece a la España defensiva, desde los romanos y los árabes hasta la Guerra Civil.
Lo esencial no es habitar una casa sino que ella habite en ti. Es lo que buscaba desde que bajé del sirimiri al trigo. Pero si hay gato, la casa es del gato. Tú sólo pagas la hipoteca.
Nadie es dueño de un gato, ocurre al revés. En la Antigüedad, los gatos eran dioses. Y no se les ha olvidado. Cuando un gato juega contigo, es un pasatiempo más para él que para ti. Dicen que es difícil el proceso de amaestramiento de los gatos. Muki me amaestró en tres días.
Mientras el pavo real hacía la rueda me ha mirado con desdén, como es su obligación, y ha desplegado su cola, su arco iris de plumas. Está en la edad del pavo.
¿Y si tuviera un corazón tierno y delicado, propio del Club de los Corazones Solitarios o del Club de los Faltos de Cariño?
—¿Tu paraíso perdido? —me pregunta Virginia.
—Fábulas. Los paraísos perdidos no existen, querida.
Es el viajero el que lo debe llevar dentro. He estado en el paraíso terrenal, en la aldea de Zayad, a orillas del Éufrates, en el paraíso perdido de Milton, a los pies del Árbol de la Vida. Y te aseguro que allí no corren ni la leche ni la miel. Cuando mi patria eran mis zapatos. La vida es lo mejor que se ha inventado, ¿para qué los paraísos?
Los asiáticos quieren a los pájaros, los pintan en papel de arroz, graban sus trinos y cánticos. De acuerdo. Pero los japoneses matan a las ballenas. Algunas de sus aldeas pesqueras, que visité en tiempos, exhiben carnicerías de cetáceos que tiñen de rojo tan idílico paisaje. Una refinada cultura termina en matanza. ¿Quién les quita el sushi de ballena de Saporo, los chuletones de ballena de Tokio, los tallari de ballena de Osaka?