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30 enero 2007

MANU LEGUINECHE

El padre de todos los reporteros

Artículo en la revista Qué Leer
A Leguineche todo el mundo le llama Manu: los amigos y los enemigos, si es que tiene alguno; los paisanos de Guernica y de La Alcarria; los ministros con los que ha tratado o un defensa del Athletic; los que están cerca de él porque forma parte de sus lecturas favoritas o los que nunca han leído una página suya. Esto revela buena parte de su personalidad: abierto, generoso, cercano y afectivo. También es perfeccionista y un tanto maniático en su ritual de trabajo.
Qué Leer, Febrero 2007
Raúl Conde

Nació en Arrazua (Vizcaya) hace 65 años pero en Guadalajara le consideran un hijo pródigo. Hace casi dos décadas se compró una casa en uno de los pueblos más hermosos de esta provincia, Brihuega. Reside en el mismo edificio que albergó una escuela de gramáticos en el siglo XVIII y donde vivió Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón Jiménez. Ahora descansa tranquilo el reposo de los que han observado a los guerreros. Leguineche, considerado el decano de los corresponsales de guerra en España, ha dado la vuelta al mundo en varias ocasiones. Siempre se ha movido por su afán profesional: “he buscado la noticia en las guerras, las revoluciones y los golpes de Estado”, confiesa. Su mejor recuerdo lo tiene cuando entrevistó en primicia a Borges y el peor en Bangladés, en 1971: “Vi cómo arrastraban a pakistaníes colaboracionistas con una cuerda atada a un camión, y cómo los niños eran adiestrados en rematarlos: iban clavándoles a martillazos un clavo grande en la cabeza”.

La colección de fotografías que componen el archivo del reportero es inabarcable. Son miles de instantáneas que evocan el paso por los cinco continentes, aldeas recónditas y lugares exóticos. Su primer viaje fue en 1962. Cogió el ferri de Alicante y se marchó a cubrir la revolución en Argelia. Desde entonces, no ha parado de viajar. Enviaba artículos a España y trabajaba en lo que salía. Ha ejercido oficios inauditos. Incluso vendió píldoras australianas a los chinos: “me hacía pasar por ingeniero alemán: “el truco consistía en que tenía que echar un discurso: ‘soy Mister Manuel, I’m Mister Manuel…’. Entonces el chino iba hablando en chino y yo acaba traduciendo hasta en español diciéndoles lo que me daba la gana: ‘jodidos cabrones, os engañan como a chinos…Me pagaban 300 pesetas al día y mantenimiento y por cantar Granada, una cerveza al día”. También le quisieron contratar en un cabaret en Singapur: “Les dije lo que pensaba, que no tenía repertorio porque yo quitando Granada, Magdalena salerosa, el catálogo no me daba para más. ¡Si hubiera tenido repertorio…! Total, ya había vencido la timidez”. En otra ocasión, una mona se comió su pasaporte en Tailandia y se fue con la mona a la comisaría. Pero no todos los recuerdos son agradables. “Yo me he chupado los peores hoteles del mundo –matiza- y he comido peor que nadie”. Y sin dietas porque iba por libre, es decir, no trabajaba para ningún medio.

Como periodista fue creciendo por su capacidad para buscar historias humanas en medio de las tragedias. Por eso no es extraño verle armado junto a los sandinistas, en Nicaragua, en 1979; degustando la carne de Siria en un viaje a Damasco en 1966; viajando en un todo terreno en el Líbano, en 1965 o tomando una taza de té junto a tres paisanos en una montaña de Afganistán. Ha sido fundador de dos agencias de noticias, Colpisa y Fax Press, pero siempre ha huido de las redacciones: “cuando voy a una, me siento como un mendigo. Te sientes como si fueras a pedir o a robar algo a alguien”. En su día rechazó las ofertas para dirigir La Vanguardia y el ABC. “No me gusta nada mandar”, argumenta.

Con el paso de los años, Leguineche se ha convertido en el ‘padre’ de varias generaciones de periodistas en nuestro país. Y, desde luego, en el maestro a seguir entre la “tribu” –término acuñado por él mismo para titular uno de sus libros- de enviados especiales. Tenía 20 años cuando llegó por primera vez a Asia y le tocó cubrir una guerra que, en su opinión, marcó un punto de inflexión tanto en política como en periodismo: Vietnam. El país asiático fue el escenario de toda una generación de jóvenes reporteros que, como evoca el propio Leguineche, “nos hemos hecho viejos en las carreteras de este continente”. El reportero Michael Herr dijo: “No tuvimos infancias felices, ¡pero tuvimos Vietnam!”. Eran tiempos de la tribu de las tres D que bautizó el periodista vasco: “divorciados, dipsómanos y depresivos”. Y eran tiempos en los que los corresponsales de guerra no hacían espectáculo, sino información. Marta Gelhorn, la segunda esposa de Hemingway, escribió que la última guerra para los enviados especiales había sido Vietnam. “No sé si es verdad –reflexiona Leguineche- pero en la guerra de Irak todo es muy sucio, esa guerra es todo un despropósito, es una guerra sucia que no se parece a ninguna otra. Es la guerra más cruel que ha habido, ni siquiera en la Edad Media hubo algo así”.

Uno de sus primeros trabajos fue como redactor de El Norte de Castilla, en Valladolid. Allí conoció al único director que ha tenido a lo largo de su carrera: Miguel Delibes. “Él me lo enseñó todo, era un modelo de equilibrio dirigiendo el periódico”, afirma. Más tarde aprobó 32 asignaturas en tres cursos y le concedieron el título de periodista. Cuando a uno de los profesores les dijo que había estado en Vietnam, creía que le tomaba el pelo. Se hizo pronto periodista porque nunca tuvo dudas de su vocación. Su trayectoria se ha centrado en el área internacional. “Es una sección que nadie lee en España, no interesa”, sostiene. Sin embargo, la mayoría de los casi cuarenta libros que lleva publicados, sobre todo grandes crónicas y reportajes de la actualidad, siempre fueron un éxito. Ha escrito con la misma prosa clara y sencilla sobre la vida cotidiana, la Revolución de los Claveles, el ataque a Pearl Harbor, un manual de mus o la Segunda Guerra Mundial. Nunca ha entrado en guerras de periodistas y mantiene buenas relaciones con casi todos sus colegas. Y, eso sí, hay quien le ha reprochado lo poco que habla de ETA y de su tierra, Euskadi. “Me fui de allí para estar más cerca”, responde lacónico.

Leguineche siente pasión por su oficio y por los viajes. Piensa que no se puede ser objetivo, pero sí “honrado y jugar limpio con el lector”. Sus dos continentes preferidos para viajar siempre han sido Asia y luego América Latina. África no tanto porque el interés periodístico era menor. Cree que los viajes deben servir para hacernos más humildes. “Estuve en Jerusalén cuando no estaba repartido –rememora- pero ahora he decidido no volver a Israel porque te tratan mal en la frontera, me estuvieron interrogando durante cinco horas. Yo estaba medio cojo pero hicieron darme vuelta por el aeropuerto, me vaciaron el ordenador, me rastrearon la maleta…”.

El autor de El Club de los Faltos de Cariño reconoce haber sacrificado una familia por el periodismo: “si hubiera tenido mujer e hijos, habría hecho la mitad de los viajes”.

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«El Club de los Faltos de Cariño»
Seix Barral, 372 pgs.

Hay dos rasgos característicos en la obra de Manuel Leguineche (Arrazua, Vizcaya, 1941): la claridad en su escritura, fruto del aprendizaje junto a su maestro Delibes, y una tendencia deliberada a ocuparse de las grandes cuestiones del mundo, pero a través del pálpito de sus protagonistas más humildes. Durante las guerras, el veterano reportero ha buscado la noticia en los cines, en los mercados, hablando con los abuelos. Y, desde que llegó a Guadalajara hace casi dos décadas, se ha empapado de la cultura del terruño. El Club de los Faltos de Cariño (Seix Barral, 371 págs.) no es la segunda parte de La felicidad de la tierra, pero poco le falta. Leguineche ha utilizado su casona de Brihuega, en La Alcarria, para abordar la complejidad de la vida, así que en las páginas del nuevo libro cabe de todo: una anécdota de Churchill, una nevada de invierno, una cita de Malraux, un recuerdo de Irak o una merienda con jamón y membrillo. No es un dietario al uso, no es un ensayo, no es tampoco una novela aunque la narración constante y salteada de su jardinero, el filósofo Jesús Rodrigo, la gata Muki y el pato Toribio, lo pueda parecer. Se trata de un texto cosmopolita, aunque esté escrito en un pueblo, ejemplo del mejor periodismo literario de nuestros días.