Kapuscinski,viajero y humanista
ABC
27.01.07
Kapuscinski, un viajero en busca de la verdad
POR JAVIER REVERTE
DURANTE los últimos siete años, cuando le descubrí y comencé a leer sus libros, Kapuscinski ha sido uno de mis mejores amigos. Un amigo, por cierto, al que nunca conocí personalmente. Porque no es preciso estrechar la mano de un escritor al que amas para que se convierta en un ser íntimamente ligado a tí. En mi librería, hay un anaquel que sobrepasa el tiempo: es el de mis amigos. Y ahí están Cervantes y Shakespeare, Homero y Camus, Quevedo y Conrad, y desde luego, Kapuscinski, todos tan vivos como cuando caminaban el mundo. Estuve a punto de encontrarme dos veces con el gran polaco, pero fallaron los intermediarios. Casi lo prefiero, porque tal vez me hubiese decepcionado al comparar su persona con su escritura o porque, de suceder al contrario, esto es, comprobar que se parecía a lo que decía, que apariencia y ser significaban para él la misma cosa, hoy estaría llorando con desconsuelo.
Siendo como era un grandísimo escritor, se definía con modestia como un reportero y decía que, para él, el periodismo, el reporterismo y la literatura venían a ser la misma cosa. En el fondo, esa humildad ocultaba una ironía: Kapuscinski sabía muy bien que vivimos tiempos de «géneros revueltos» y que las fronteras entre los géneros literarios se han desdibujado o se han borrado por completo. Como él decía: «A mi entender, se están afianzando nuevas formas de expresión literaria». Y ponía como ejemplo ese monumental libro de Lévi-Strauss que es «Tristes Trópicos», en donde se mezclan el diario, el ensayo, el reportaje y el estudio antropológico.
No he conocido muchos periodistas que amasen tanto su profesión como él la amaba, si acaso mis amigos Manu Leguineche y el desaparecido Félix Ortega, ni que manifestase con tanto orgullo ante los demás su condición de reportero. Repetía a menudo una frase de un maestro suyo, un periodista polaco que se llamaba Marian Brandys: «¿Sabéis?, este oficio nuestro es como un billete de lotería con premio». Pero él lo practicaba a la manera que intuyó el poeta W. H. Auden lo que era un buen reportero: un auténtico demócrata, el que escucha la voz de los otros, se preocupa por su suerte y habla con los humillados de igual a igual. Ahí radicaba el humanismo que destilan los escritos de Kapuscinski: en dar voz a los que no pueden hablar, en situarse siempre al lado de los parias de la Tierra y hacerlo sin adscribirse políticamente a nada ni a nadie, tan sólo a la libertad.
Un periodista peruano que asistió como reportero hace unos años a la famosa marcha del subcomandante Marcos desde Chiapas a México D.F., me contaba una anécdota singular. Cuando aquella multitud en marcha alcanzó la Plaza del Zócalo, en el centro de la capital, el subcomandante subió a un balcón para arengar a sus seguidores. Según me dijo el peruano, en aquella tribuna rebelde acompañaban a Marcos algunos progresistas europeos de relieve, Manuel Vázquez Montalbán, Danielle Mitterrand, José Saramago y Joaquín Sabina, entre otros cuantos. Abajo, entre la gente, recorriendo los grupos con su cuaderno de notas, fisgoneaba un tal Ryszard Kapuscinski.
Su amor al periodismo no ocultaba, sin embargo, su tristeza al ver en agonía una profesión a la que él consideraba la más hermosa de todas. Los jóvenes estudiantes de información que pueblan las universidades de hoy, deberían de leer esa lección que componen los textos recogidos en el tomo «Los cínicos no sirven para este oficio». Kapuscinski estaba convencido de que una profesión nacida con el noble fin de buscar la verdad había degenerado en la búsqueda de la banalidad y del espectáculo. Y lo lamentaba con no fingida amargura. «Ahora, los periodistas -escribió en otro libro, el «Lapidarium IV»- tratan su trabajo en los medios sólo como una ocupación temporal, hallada por casualidad, y no como base de un ambicioso plan para el futuro. Hoy son periodistas, mañana trabajan en una agencia de publicidad y pasado mañana, finalmente, se convierten en corredores de bolsa». Y concluía su ácido retrato del periodismo actual: «El descubrimiento de que la información es un negocio muy rentable ha causado un enorme flujo de grandes capitales hacia el imperio de los medios. Los buscadores de la verdad de antaño, a menudo idealistas, han sido sustituidos en las cimas del poder del mundo mediático por hombres de negocios que nada tienen que ver con el periodismo».
Era un gran viajero al que le gustaba repetir una frase de una obra de Strindberg: «No tengo casa, sólo tengo una maleta». Sabía que, para comprender a los otros y para intentar dar sentido al caos que domina el mundo, era necesario viajar sin compañía. «Se escribe poesía estando solo -dijo- y también hay que estar solo durante el viaje». Y refiriéndose a las penosas condiciones en que, a menudo, se echan mundo adelante los viajeros solitarios, escribía: «Si no fuera por la pasión, no hay ningún motivo para viajar en las condiciones en que lo hace».
En particular, yo admiro su libro «Ébano», quizás porque los escenarios africanos, en los que transcurre la obra, me son tan queridos como a Kapuscinski. Durante décadas, el reportero escribió sobre guerras, golpes de estado, hambrunas, violencia, miseria y desolación en el continente negro. Pero en «Ébano» pareció dejar de lado la cara amarga de África y buscó su rostro más hermoso. Es un libro impregnado de un profundo lirismo que se aleja del periodismo e ingresa en los territorios de «los géneros revueltos», con una luminosidad cegadora. Refiriéndose a un parque natural, escribe: «Todo parecía increíble, inverosímil. Como si uno asistiera al nacimiento del mundo, a ese momento particular en que ya existen el cielo y la tierra, cuando ya hay agua, vegetación y animales salvajes, pero aún no han aparecido Adán y Eva. Y precisamente aquí se contempla ese mundo recién nacido, un mundo sin el hombre y por lo tanto sin el pecado».
Ha muerto pronto el maestro, dejando pendientes algunas clases.
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El Mundo
27.01.07
Un tendal en Varsovia
Por Arcadi Espada
Querido J:
El día que murió Kapuscinski conocí a uno de sus maestros terrenales. Llegó a casa el libro En la España roja de Ksawery Pruszynski que, como es natural, ha editado Alba. Es un hombre del que hay muy pocas referencias en España. Adam Michnik, que también lo tiene como maestro, citó su libro en la entrega del premio Cerecedo y una nota de la Wikipedia sobre el Hotel Florida de Madrid lo sitúa entre sus huéspedes durante la guerra, al lado de Hemingway, Dos Passos, Matthews y el último en evacuarlo, que fue O. D. Gallagher. En el prólogo del libro, que firman Kataryzna Olszewska y Sergio Trigán, se dice que Kapuscinski aprendió de su viejo colega la necesidad de proyectar sobre los hechos la cultura: “Una mirada —dicen los prologuistas—cargada de paralelismos históricos, de claves culturales, literarias, artísticas, sociológicas y filosóficas”. No sé si lo aprendió de él, y si sólo de él. Pero en cualquier caso ésa fue una de las grandezas del maestro Kapuscinski: recordar al periodismo que el analfabeto no ve.
Recuerdo con inusual nitidez cómo llegó el gran Kapus a España. Lo trajo Herralde, que nos educó, a finales de los ochenta, después de que sus libros recorrieran las mesas de algunos agentes literarios internacionales que el editor enumera en su útil y reciente Por orden alfabético. Supongo, por lo que cuenta, que en su decisión de publicarlo influyeron también los reportajes que había escrito para la Granta de Bill Buford. Primero editó El Sha, en 1988, y un año después El Emperador, invirtiendo el orden cronológico de la escritura. El sobresalto fue tremendo: nunca pensamos que el periodismo pudiese alcanzar semejante belleza. Hasta aquel momento la belleza era una mina explotada, en régimen de monopolio, por la ficción. Es cierto que habíamos leído algunos textos periodísticos embellecidos, casi todos ellos pertenecientes al llamado nuevo periodismo. Pero la belleza siempre implicaba un corrimiento de tierras: cuanto más bellos menos periodísticos. Sin embargo la narración sobre el hombre que en una habitación de hotel desplegaba el álbum de la dictadura del Sha, fotos, grabaciones, textos e iba adhiriéndolo lentamente y para siempre en nuestra conciencia; o bien sobre el que de noche, por los suburbios de Addis Abeba, iba en busca del servidor del Negus que limpiaba los zapatos de los embajadores durante la presentación de sus cartas credenciales en palacio (y es que el perrito del Negus se les meaba) en esas narraciones, digo, la belleza no era decoración sobrevenida, sino que formaba parte indisoluble de la verdad. Había otro asunto, que ya estaba en Orwell, pero que era muy infrecuente: la primera persona como garantía de ¡la objetividad! El periodismo tradicional desprecia la primera persona, porque siempre prefiere que hable el mayestático, ese Dios: se entiende porque a Dios no pueden pedírsele explicaciones sobre sus mentiras. En el periodismo de neones, el new journalism de Capote, Wolfe o de Thompson, la primera persona solía utilizarse para los caprichos y las mentirijillas. En ambos casos la primera persona era una evasión. Otro decorativismo. Por el contrario, nunca entonces, leyendo a Kapuscinski, me asaltó la temible pregunta desactivadora, ¿y esto cómo lo sabe?, de toda narración veraz: en buena parte fue por el uso inteligente y cabal del yo.
Esos dos primeros libros traducidos al español son muy importantes. Y durante algún tiempo El Emperador era mi favorito entre todos los que Anagrama fue traduciendo de él, que si no me descuento han llegado ya a diez. Hoy, sin embargo, creo que su libro cumbre es Imperio. En realidad hay entre los dos algo más que una identificación cualitativa. El Emperador fue leído en su tiempo como una alegoría de la autocracia soviética. Imperio es el relato libre, ya sin obligaciones alegóricas, de su demolición. En ese libro terrible fragua, a mi modo de ver, el método Kapuscinski, donde acción, conocimiento y memoria nutren una escritura precisa y delicada como un viejo reloj de manecillas. Y que como esos relojes y toda gran escritura, se oye.
Hasta la publicación de Ébano, en el año 2000, Kapuscinski fue poco conocido en España. Herralde, que no es amigo de confesiones de semejante naturaleza, me contaba que había vendido 700 ejemplares de El Emperador. A pesar de eso siguió publicándolo y acabó recogiendo los frutos. Lo realmente extraordinario y significativo es que la popularidad de Kapuscinski no vino asociada a ningún libro en especial. Coincidió, eso sí, con la traducción de Ébano, pero no creo que fuese a causa de Ébano, ni de ninguno de sus libros anteriores, todos mejores que éste. La popularidad fue el resultado de su conversión en un opinador global, ceñido a algunos temas no demasiado discutibles: la paz, la igualdad y la bondad. Sin duda tenía dotes naturales. Era un hombre muy afable y había visto mucha injusticia y mucha violencia desde aquella noche en que soldados del Ejército Rojo entraron a culatazos en su casa de Pinsk (ayer Polonia, hoy Bielorrusia), buscando sin éxito a su padre: se hubieran llevado a la madre en venganza de no mediar los gritos, manotazos y mordiscos con que la hermana pequeña la defendió, tantos que el oficial hubiera tenido que matarla, pero dijo a sus soldados ¡Pashlí!, vámonos. La vida y el oficio le habían dado dotes, y estaba también su hermosa mirada de buen tipo, y su cordialidad de corazón. La última vez lo vi en Barcelona, en un réquiem literario llamado Kosmópolis. Me pareció estar viendo, y lo peor, oyendo, a Karol Wojtyla, cercado por un grupito de jóvenes y alegres pioneros que gritaran en una suerte de polaco, ¡Doneu-me forces senyor! Para entonces ya había publicado ese anodino breviario del periodista correcto, Los cínicos no sirven para este oficio, repleto de lugares comunes y de ¡embellecedores cromados! Aunque eso aún fue antes de que en los fragmentos que componían El mundo de hoy se incluyera este párrafo desinformado e inmoral sobre la matanza del 11 de marzo en Madrid: “Con las elecciones a las puertas, ese comando, hasta entonces completamente desconocido, a la vez que mostraba al mundo que ‘todos estamos en guerra’ envió una señal a la sociedad española que al cabo de tres días debía elegir a sus gobernantes. La señal fue comprendida”.
Pero qué importa ese acomodamiento final, porque de un acomodamiento se trata. Las lecciones tensas y decisivas, que tanto nos ayudaron, habían sido ya dictadas. Por lo demás la muerte le alcanzó como es preciso, partiendo por la mitad muchos proyectos, entre los que destacaba su viaje a Oceanía para seguir a Malinowski en parecidos términos a lo que hizo con Heródoto, o los innumerables retales (acumulados en muchos años) que tenía que coser en su libro sobre América Latina. Cualquier vida grande se interrumpe y no se acaba. Me figuro que esto acabarán de explicarlo los tendales de pequeñas notas aún húmedas de vida que atravesaban su elegante estudio de Varsovia. Así era, al menos, una mañana de agosto en que me resumió sus investigaciones:
—Mi principal trabajo, y el más obsesivo, ha sido el de buscar una escritura que sirviera para describir lo real.
Y que en consecuencia llevara, para decirlo con Seifert, toda la belleza del mundo.
Sigue con salud.
A.
(Recodo)
–Espasa, ¿ya ha leído la crónica de Pruszynski?
–No, sólo el prólogo y otras chapas.
–Lea el capítulo sobre Cataluña. Es un error muy interesante. Además se titula «Finis Cataloniae?»
–¡Vaya!
–Exacto. Como el artículo de Sentís
–¿También con interrogante?
–También con interrogante.
–¿Y?
–Coinciden. En el fondo coinciden. Porque aunque no lo dijera en su famoso (y tan manipulado) artículo Sentís también consideraba que los murcianos iban a acabar con Cataluña.