El periodista que vino del telón de acero
Kapuscinski era el reportero que vino del frío. Y eso era algo poco natural, por decirlo así. Con ese apellido, y viniendo de Polonia, desde la Agencia Nacional Polaca, era, en efecto, extraño que procurara la aventura internacional; debió aburrirse mucho en Varsovia, y eso acaso le hizo sentir con una fuerza irresistible el tirón de África. Hasta convertirse en primer reportero del mundo, no sólo de los que estaban detrás del telón de acero.
Lo que llama la atención de Kapuscinski es que, habiendo surgido del frío y de un país con censura, lograra abrirse camino. Y lo hizo gracias a su audacia, a su sentido de la verdad, a su frugalidad, a su curiosidad sin límite, a su ética y a su bonhomía.
Nunca se las dio de nada; modesto hasta el final, fue un testigo a veces irónico, siempre tierno, de lo que sucedía. Saltó a la sorpresa con sus crónicas, que en principio no tuvieron acceso a Occidente. Y luego, con más calma, publicó su primer libro, Sha, en el que aplicó ese mismo toque de ironía, de capacidad de observación que, junto con su afición al detalle chocante, inesperado, pobló el resto de su obra.
Kapuscinski leía lo que pocos eran capaces de leer, veía lo que pocos eran capaces de ver; y estaba guiado por la compasión, por su amor hacia los pueblos abandonados, por un sentido de la solidaridad propio de su ética del periodismo. Con razón decía que para ser reportero hay que ser buena persona. Nada del sarcasmo o del cinismo afloraba en él, lo deploraba. Un reportero no podía ser cínico, decía, o poco piadoso, con la gente y con la realidad, con los marginados.
Un día le pregunté si se sentía católico como la mayoría de sus compatriotas. «Por supuesto que sí», me respondió. Y añadió: «No hay por qué imitar el modelo tradicional norteamericano que sale en las películas». Aficionado a la bebida, de vida un tanto disoluta, era también un descreído. O sea, Kapuscinski era católico, apostólico y romano. Su mirada tendida al mundo estaba llena de piedad por sus semejantes, fueran estos europeos, bosquimanos o latinoamericanos.
Nos deja una obra universal, de sello propio, llena de la originalidad que latía en su manera de ver las cosas. Aprendimos mucho de él y ya le echamos de menos. No hay tantos periodistas en el mundo de los cuales uno pueda decir que de ellos estamos aprendiendo. Y se podía decir de Kapuscinski.