Víctimas y verdugos
Este es un libro sobrecogedor. Cada uno de sus capítulos conmociona al lector: narran experiencias de dolor muy profundo, de dignidad ejemplar. Se trata de testimonios de crueles sucesos que tuvie¬ron lugar setenta años atrás, pero que permanecen vivos: familiares de maestros republicanos, sus hijos o sus nietos, rememoran las ejecuciones de sus padres o abuelos por el franquismo. Es difícil imaginar un contraste mayor que el que existió entre estas víctimas y sus verdugos. Por un lado, la dignidad y la humildad personales; un altruismo expresado en el compromiso de proporcionar a los niños y las niñas un futuro mejor a través de la escuela. Por otro, el rencor, la crueldad, la obsesión por exterminar.
Conocíamos ya la historia, pero el libro le da una vida de tremenda fuerza. Sabemos el papel de la educación y la cultura en el proyecto inicial de la Segunda República, antes de que fuera destruido por unos y otros.Y también que el objetivo de acabar con el progreso educativo y cultural fue fundamental en la insurrección del 18 de julio de 1936. En guerras civiles, la violencia fuera de los frentes se ha basado con mucha frecuencia en motivos sórdidos, venganzas personales, envidias y rencores. Pero en el caso de las matanzas sistemáticas de maestros al desencadenarse la Guerra Civil española, razones políticas guiaron las crueldades personales. Por eso, este libro ofrece no sólo unos inolvidables testimonios personales de unas tragedias familiares, sino tam¬bién una ilustración terrible y genuina de lo que fue el franquismo.
Al iniciarse la década de los años treinta, el sistema educativo español se hallaba en condiciones muy precarias. El Estado tenía una presencia débil, subordinado a la actuación de la Iglesia católica en la enseñanza. La desidia pública se manifestaba en los niveles primarios de la educación, en la discriminación que tenía lugar entre quienes podían cursar el bachillerato y quienes no tenían la posibilidad de estudiar tras la primaria, en la dejación de la enseñanza secundaria. Francisco Giner de los Ríos señalaba así: ‘De todos los problemas que interesan a la regeneración político-social de nuestro pueblo, no conozco uno solo tan menospreciado como el de la educación nacional’. De esta forma, la Segunda República nació con un programa de reforma global del sistema educativo que incluía la construcción urgente de escuelas, la dignificación del maestro con un aumento sustancial de sus retribuciones, el establecimiento de un sistema unitario de tres ciclos, el fomento de una pedagogía activa y participativa, una concepción laica de la enseñanza. Por poner un ejemplo, en cuatro años, entre abril de 1931 y abril de 1935, el número de maestros nacionales pasó de 37.500 a 50.500. La reforma concitó la hostilidad de sectores poderosos de la sociedad española. La Guerra Civil sirvió así para que los franquistas eliminaran la educación como ‘escudo y defensa de la República’.
Por detrás de los asesinatos, de la crueldad, el dolor y el miedo, existía la política del franquismo: una campaña sistemática de erradicación de la política educativa y cultural de la República. En 1937, José Pemartín, jefe del Servicio de Enseñanza Superior y Media, declaraba lo siguiente: «Tal vez un 75 por ciento del personal oficial enseñante ha traicionado -unos abiertamente, otros solapadamente, que son los más peligrosos- la causa nacional (…). Una depuración inevitable va a disminuir considerablemente, sin duda, la cantidad de personas de la enseñanza oficial». En nueve provincias de las que existen datos sistemáticos, fueron ejecutados en torno a 250 maestros. Y 54 institutos públicos de enseñanza secundaria creados por la República fueron cerrados. Por añadidura, en torno a un 25 por ciento de los maestros sufrieron algún tipo de represión y un 10 por ciento fueron inhabilitados de por vida. En Euskadi y Cataluña, todos los maestros de la enseñanza pública fueron dados de baja y tuvieron que solicitar su readmisión a través de un costoso proceso.
Éste no es solamente un libro sobrecogedor, sino necesario. Revela la vileza moral de argumentos pro franquistas que han aflorado en España en la última década y que cambian los papeles de víctimas y verdugos. Sus páginas ayudan a entender por qué, en el imaginario internacional de dictaduras crueles, el franquismo haya ocupado siempre un lugar destacado. Fue universalmente percibido en el mundo civilizado como un régimen abyecto a lo largo de cuarenta años. Así fue desde su comienzo. Adviértase al leer este libro que la abrumadora mayoría de las ejecuciones de maestros tiene lugar al inicio de la Guerra Civil, entre julio y octubre de 1936. Todos los episodios son despiadados.
No se trataba solamente de odios y rencores personales: se buscaba implantar un miedo generalizado. El régimen futuro habría de ser un régimen totalitario, no una dictadura benevolente.Y un régimen totalitario tiene como una de sus características ‘un sistema de terror, impuesto a través de los controles del partido y de la policía’. Así fue desde la insurrección del 18 de julio de 1936 y duró mucho tiempo. El objetivo era explícito: el punto 6º de los 26 Puntos de la Falange declaraba que ‘nuestro Estado será un instrumento totalitario’. El recuerdo de aquello ha permanecido vivo, pese a los cuarenta años de dictadura y tras treinta años de democracia. Forma parte de ese término un tanto vaporoso: la ‘memoria histórica’.
Entre 1971 y 1974, en las postrimerías del franquismo, estudié los movimientos obrero y estudiantil clandestinos. Entrevisté a un centenar de dirigentes, grabando cuatrocientas horas de sus historias personales. En su mayor parte, esos dirigentes procedían de familias que habían vivido la represión y el miedo. Sus testimonios refuerzan las historias de los maestros que recoge este libro. Voy a reproducir algunos, a modo de ilustración.
A mi padre le pusieron ocho penas de muerte cuando los ‘nacionales’ entraron en Murcia. Se lo llevaron de Murcia y le tuvieron mucho tiempo encarcelado. Mi madre se solidarizó con él: tenían dos hijas, que iban por delante de mí, que mi madre se las llevó con ella a la cárcel (…). Cuando por fin mi padre pudo salir, dejaron esas tierras y emigraron a Andalucía. En un plazo de una semana murieron las dos niñas porque en la cárcel cogieron algo (…). Es decir, que son gente que sufre las represalias de la Guerra Civil, que en cierta medida destrozó sus vidas. Yo fui el siguiente hijo.
Mi padre es comunista y luchó con la República (…). Hasta el 66 ha estado en libertad vigilada.Trabajaba de día en una fábrica en la que estaba represaliado y no podía ascender de categoría, ¿no? Y por la noche trabajaba en un garaje. Y mi madre asistía. Pero, así y todo, nosotros teníamos que ir a por leche americana, de caridad, etc. Y a mí era una cosa que me sublevaba. Pensaba que trabajando los dos, no teníamos que ir a por fiao, y trabajando como bestias por la noche (…). Primero vivimos en casa de mis abuelos, que había una manada de gente allí. Después en una portería con un tío que teníamos, un mutilado (…). Vivíamos en un ambiente de miedo, ¿no? Pues por ejemplo yo me acuerdo que cuando estuve en el colegio y las monjas me hablaban de los ‘rojos’, es una cosa que me produjo mucho espanto. Yo llegué a casa y le pregunté a mi madre: ‘Oye, mamá, ¿y qué son los rojos?’ y la tía se echó a llorar y dijo: ‘Pues los hombres que tienen rabos y cuernos como tu padre, ¿no ves lo rojo que es?’ y tal.
En este libro de María Antonia Iglesias los testimonios revelan el miedo provocado por la crueldad, la saña y la vileza de los verdugos, por la indefensión y la impotencia. La experiencia es similar en todas las historias.
Las razones de las ejecuciones eran erradicar el espíritu de la República encarnado en los maestros y en la educación; provocar un miedo generalizado. Esas razones fueron reforzadas por las venganzas. A la hora de llevar a cabo la represión, no sólo fueron los verdugos los responsables.Aquéllos eran generalmente grupos de falangistas armados y matones, que luego alardeaban en el pueblo de los asesinatos y amedrentaban a los vecinos. Una buena parte de la responsabilidad correspondió a curas de la Iglesia católica: elaboraban listas negras y acompañaban los fusilamientos. Los testimonios son abrumadores.
La Iglesia jugó un papel fundamental en la represión y la depuración del magisterio. Yo creo que básicamente por el papel que los maestros de la República jugaron en la aplicación de la normativa sobre la supresión de la enseñanza religiosa, cuando se apartó de las funciones educativas a las congregaciones religiosas. Por eso bastantes miembros del clero de la Iglesia católica jugaron un papel fundamental en la represión. En los archivos provinciales de Cádiz y en los municipales se con¬servan pruebas de la intervención que tuvieron los clérigos,las denuncias concretas que pusieron, básicamente contra maestros. En la enseñanza, cuando se pusieron en marcha las comisiones de depuración, uno de los requisitos que establecía el procedimiento para la depuración era el informe que tenía que presentar un cura párroco sobre la actuación de ese maestro (…). En el caso de don Teófilo hay un informe del párroco de la iglesia de Jerez en el que hace una relación de maestros, que le solicita la Comisión de Depuración. (Testimonio de Manuel Santander, profesor de la Universidad de Cádiz e Inspector de Educación, sobre el fusilamiento en agosto de 1936 de Teófilo Azabal, maestro en Jerez de la Frontera. El párroco, Francisco Corona, lo era de la iglesia de San¬tiago y la Victoria, en esa ciudad).
Por la relevancia de la Iglesia en la insurrección militar y en el nuevo régimen, el catolicismo formó parte de las estrategias para sobrevivir y para hacer frente al miedo. En la investigación que incluyó el centenar de entrevistas a dirigentes obreros y estudiantiles clandestinos, a la que hice referencia anteriormente, los testimonios fueron recurrentes. Pondré algunos ejemplos:
Vivíamos en una aldea en Asturias. Mi madre era maestra y teníamos algo de ganado. Mi padre muere en la guerra, poco después de que yo naciera, en 1938. Mi madre y mi tío eran los rojos del pueblo. Era una mujer de izquierdas, pero después de la guerra era una persona abso¬lutamente aislada. Teníamos muy poco dinero. Hasta el punto de que, a falta de otras posibilidades, mi madre toma la decisión desesperada de meterme en un seminario porque piensa que es el único camino de que salga adelante.
Yo sabía que mi madre era agnóstica pero yo empecé entonces a ir a un colegio de curas y ella empezó a mostrar un interés aparente por la religión.Y un día empezó a decirme que quería aprender el rosario y eso, claro, ¡me provocaba unos desajustes! Me daba mucha vergüenza que mi madre quisiera aprender el rosario.
Yo, de los diez a los 12 años fui miembro de la Legión de María (…). Iba allí al colegio Menéndez Pelayo en Atocha, y en los recreos está¬bamos formados, que nos hacían cantar el Cara al sol. Quinientos niños cantábamos el Cara al sol todas las tardes, todas las tardes y todas las tardes, que desde luego era la hostia, que si izar bandera, el rollo…
En este libro de María Antonia Iglesias, uno de los testimonios más elocuentes es el de Hilda Farfante, hija de dos maestros de Cangas del Narcea, ambos fusilados.
Yo iba a la iglesia y lloraba y todo el mundo creía que lloraba por mis pecados (.). Pero yo aquello lo asumía de otra manera porque era una niña, lo asumía como que mis padres eran culpables (…). Yo me acuerdo de levantarme a las siete de la mañana antes de ir a la escuela, para ir a misa a comulgar y a confesar, todos los días (…). Recuerdo una costumbre que decía que si el Día de los Difuntos entrabas a la iglesia y rezabas siete padrenuestros y salías a la calle, y volvías a entrar y a rezar, cada vez sacabas un alma del purgatorio… Yo entraba y salía setenta veces, era la que más entraba y salía.
Eso era el nacional-catolicismo. En el terreno de la educación y la cultura, el aniquilamiento de la tradición humanista, liberal y reformista. Paralizó durante largos años la construcción de escuelas; el magisterio fue diezmado; la enseñanza pública fue maltratada porque era vista como el germen del mal ‘laizante’; se fomentó la desigualdad entre centros y alumnos; el adoctrinamiento fue inmisericorde. Recuérdense las palabras del catecismo Ripalda: ‘¿Hay otras libertades perniciosas? Sí señor, la libertad de enseñanza, la libertad de propaganda y de reunión. ¿Por qué son perniciosas esas libertades? Porque sirven para enseñar el error y propagar el vicio’.
Así fue la educación bajo el franquismo. Después de concluida la guerra, en 1943, el ministro de Educación, José Ibáñez Martín, declaraba ante las Cortes que «lo verdaderamente importante desde el punto de vista político es arrancar de la docencia y de la creación científica la neutralidad ideológica y desterrar el laicismo, para formar una nueva juventud, poseída de aquel principio agustiniano de que mucha ciencia no acerca al Ser Supremo». El concordato de 1953 entre el Estado español y el Vaticano confirmó el monopolio católico sobre la educación española. El Estado aseguraba la enseñanza de la religión católica como parte obligatoria de los planes de estudio en todos los centros educativos del país, de cualquier clase y nivel, así como la conformidad de todas las enseñanzas con los principios de la Iglesia católica. Ésta se encargaba de la pureza de la fe, de las buenas costumbres y de la enseñanza de la religión.También podía prohibir y retirar libros, publicaciones y material docente contrarios al dogma y a la moral católica.
Para configurar la educación bajo el franquismo, los maestros republicanos tenían que ser eliminados.Así fue desde el inicio de la guerra, como este libro muestra. Sabemos que después de la guerra las purgas continuaron de forma masiva. No sólo entre los maestros, claro está. La legislación sobre Responsabilidades Políticas y de Represión de la Masonería y el Comunismo condujo a una depuración muy extensa: Gabriel Jackson ha estimado que el número de muertes de prisioneros republicanos alcanzó las 200.000; existieron, además, muchas otras formas de sanciones políticas, que iban desde purgas profesionales hasta largas condenas de cárcel. Veinte años después de terminada la guerra, la ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958 reiteraba los fundamentos de la dictadura y, entre ellos, que la nación era católica y que tan sólo la religión católica podía ser practicada.
Desde hace un tiempo, los intentos por disfrazar el franquismo de ‘dictablanda desarrollista’ se han complementado con la pretensión de hacer recaer sobre la República la responsabilidad de la Guerra Civil. Presentan a los protagonistas de la dictadura como los padres de la democracia. Ésta no sería, al fin y al cabo, sino el resultado político inevitable de los cambios en las condiciones materiales de vida entre 1963 y 1973. Un burdo materialismo histórico sirve para llevar a cabo esta apología del franquismo: el cambio en las fuerzas de producción habría eventualmente determinado la transformación de la superes¬tructura política.
Ese disfraz es falso al menos por tres razones. En primer lugar, el desarrollo económico español fue tan sólo consecuencia de la gran expansión económica europea a partir de mediados de los años cincuenta. Como ha escrito Gabriel Tortella, «la recuperación económica de Italia y Francia tras la Segunda Guerra Mundial se logró en unos tres años. La de España tras la Guerra Civil se prolongó por espacio de entre once y catorce años». En segundo lugar, el paso de una dictadura a una democracia no se debe al crecimiento económico. No ha sido la expansión lo que ha generado los cambios de régimen en América Latina o en el Este de Europa. Finalmente, las políticas económicas en España tuvieron como objetivo estabilizar la dictadura, nunca facilitar la democracia. Dos décadas después de la guerra, tras fundamentar la dictadura en la represión y el miedo, se buscó el acatamiento pasivo de la población a través de mejores condiciones de vida y de una despolitización generalizada. Como ha señalado Raymond Carr, «la dictadura de la victoria había pasado a ser la dictadura del desarrollo». De lo que se trató siempre, en cualquier caso, fue de preservar la dictadura. Una dictadura que hasta su último momento no dudó en rapar la cabeza a mujeres de trabajadores en huelga, deportar disidentes, encarcelar a sindicalistas y estudiantes, censurar libros masivamente, torturar y ejecutar cruelmente.
‘Recordar para no repetir’: ése ha sido un lema político en muchas nuevas democracias tras la caída de las dictaduras. El lema implica concordia, pero también exige no olvidar. En esto consiste lo que se ha llamado ‘memoria histórica’. Posee, por un lado, un contenido moral imprescindible, de respeto y homenaje a las víctimas. Y, por otro lado, la importancia política de evitar que, falseando la historia, los franquistas y sus herederos socaven la democracia. Ése es el valor del recuerdo, mantenido vivo durante décadas por personas como las que hablan en este libro.
Septiembre de 2006