Esquelas
Un periódico sin esquelas es un periódico cojo. Lo tiene escrito Miguel Delibes y algo de razón llevará cuando los periódicos que no las tienen, incluso al más alto nivel, luchan para quitárselas a los reyes de esta sección. Hace unos días, el diario ABC publicó una esquela de dos generales muertos durante la Guerra Civil, uno del bando fascista y otro republicano, cuyos descendientes rogaban, juntos, “que les recordemos en paz” (17.11.06). El periodista Arcadi Espada apostilló en su blog: “al final, los únicos que saben lo que es una guerra son los militares”. Nueva Alcarria insertó el viernes 1 de diciembre una página entera en la que alguien no identificado clamaba una oración “por el alma de los que sucumbieron por Dios y por España, vilmente asesinados por las Hordas Rojas en las prisiones de Guadalajara”. Me parece un triunfo de la democracia que aquellos que durante cuarenta años justificaron y alentaron la represión franquista, hoy puedan derramar sus lágrimas negro sobre blanco en un periódico que fue suyo, pero que ya no lo es. También debemos felicitarnos que puedan celebrar una misa en las Carmelitas sin que nadie incendie la iglesia ni queme los santos. Incluso, aunque hay que echar el resto de paciencia, que puedan llamar “guerra de liberación nacional” a un golpe de Estado y una sublevación militar.
En todo caso, no sé si la guerra de esquelas que viene sucediéndose en la prensa española durante los últimos meses produce un efecto balsámico o, por el contrario, alienta viejos rencores. Puede que más bien lo segundo. La crispación ha reaparecido en cuanto el Gobierno anunció una ley de Memoria Histórica que la derecha considera intolerable y la izquierda insuficiente. Algo no ha terminado de cicatrizar cuando los españoles no somos capaces de enfrentarnos al pasado como han hecho los alemanes o los franceses. Algo pasa cuando se intenta agredir a Carrillo en una librería o cuando se revienta una conferencia de Fraga en una universidad. Siempre ha habido tontos, incluso tontos útiles para aquellos movimientos que se sitúan a las afueras del sistema o que buscan su aniquilación. Lo que no tengo del todo claro es que esta actitud beneficie a las libertades. Es aquello que se le atribuye a Churchill: “no estoy de acuerdo contigo, pero daría la vida para que pudieras seguir diciéndolo”. Aquí no. En España nos tiramos los obituarios a la cabeza, el principal partido de la oposición se niega a condenar el franquismo y algunos políticos, como si no tuviéramos bastante con aguantar sus batallas, quieren meterse a historiadores. El resultado de todo ello es que el país sigue dividido. Se palpa en la calle y hablando con los que vivieron un tiempo que parecía enterrado. Y quizá lo peor de todo es el ejemplo que se da a los jóvenes. Escuchando a muchos nostálgicos, de un bando y de otro, parece que la democracia no tenga valor: da igual si existen partidos políticos, un Parlamento representativo, un Gobierno electo o una prensa libre. Pienso que mirar al pasado no tiene por qué ser negativo, al menos, haciéndolo sin ira ni rencor. “España necesita un pacto de recuerdo”, dijo el otro día Muñoz Molina. Estoy de acuerdo. Lo malo es que, como explicaba recientemente el escritor Julio Llamazares, nuestro país ya ha superado el tiempo de la memoria para acceder al de la posmemoria: “casi siempre es tarde para casi todo, mucho más lo será para conocer la historia de unos años y unos hechos cuyos protagonistas ya han desaparecido en su mayoría. Asunto éste demasiado grave, por cuanto, mientras vivieron entre nosotros, se les silenció o calló o nadie les hizo caso”.