Manu Leguineche: 65 años de vida y buen periodismo
En esto del periodismo, como en casi todo, nos pasamos la vida cuestionándonos si fue antes el huevo o la gallina. Todo, o casi todo, vale para acumular experiencia y aportar un bagaje a una profesión no suficientemente valorada en los tiempos que corren. Las jóvenes generaciones que se incorporan a las redacciones no tienen, ni por asomo, el calado de antaño, sin desmerecer sus valores y conocimientos que, a buen seguro, los poseen.
Uno de los reporteros de más enjundia que ha dado nuestro periodismo patrio es Manu Leguineche, quien hoy, precisamente, cumple la edad con la que en España se jubila a muchos de los seres todavía muy válidos para nuestra sociedad. El escritor y periodista entiende que esta carrera es vocacional y de largo aliento. Así lo escribió en Periodismo en provincias.
“¿Será periodista el que esté dispuesto a dar un paso al frente, sobre todo cuando la información merece la pena? El resto es rutina. Cuanto menos se trabaja, menos ganas dan de trabajar. Las conferencias de prensa son imagen del desinterés o el desánimo que gana algunas redacciones. En pocos casos se preparan bien. Ya preguntarán los demás. ¿Qué cuesta tirar de archivo, de Internet para informarse un poco? Son muy pocos los que preguntan”.
Dudo de que nuestra juventud actual, en general, lea los diarios. Por experiencia personal a tenor de lo que observo a mi alrededor, acaso para consultar la programación televisiva o la cartelera cinematográfica. Tampoco creo que los jóvenes periodistas sean unos devoradores de prensa como lo éramos nosotros.
“No quiero ponerme paternalista, pero el reportero debe formarse, autoformarse, buscar, leer, indagar, tratar de conocer a fondo su especialidad. Aprender a escribir bien, sin alardes retóricos, una cosa sencilla que te permita acceder a la prensa escrita, la radio, la tele. Saber escribir te valdrá para todo, hasta para formar parte de los gabinetes de comunicación”.
Hacer periodismo en lo que se da en llamar provincias no es que sea llorar, parafraseando a Larra, sino más bien bostezar. Entras en una dinámica que te marcan las convocatorias y sólo te sacan de ella los sucesos inesperados, las más de las veces, cruentos. Y luego están los tiburones locales.
“El problema empieza en ciudades en las que -la información cuesta cada vez más cara- montas un diario nuevo, o una radio o una estación televisora. Hay una enorme competencia, las cuentas de la publicidad no salen para todos. Perdida la ilusión, si alguna vez existió, llega la hora del muermo. Una lucha titánica para ordeñar la vaca de la publicidad institucional, una llamada a los amiguetes de la naciente industria local. ¿Hay alguna paginita para mí, media página, un faldón? Hasta algunas emisoras de las cadenas nacionales tienen dificultades para sobrevivir”.
La clave está en la publicidad institucional. Antes sabías perfectamente que las huelgas a las puertas de determinados grandes almacenes se trataban con pinzas y que había que hacer el menor daño colateral posible a la gran marca. Hoy, el patrón de la tarta está en otros despachos: los oficiales.
“¿Qué tipo de independencia se puede esperar en esas condiciones si el que negocia la cartera de publicidad y las tarifas es el director del diario? Es patética la figura de esos advenedizos que con aires de Ciudadanos Kane cutres trampean con sus medios, sablean por aquí, convencen por allá para, con la ayuda de becarios mal pagados, seguir chupando del bote”.
Con todo y con ello, el nuestro es un oficio eminentemente vocacional. O te gusta o mejor hay que dejarlo. No valen medias tintas. Alguien lo calificó incluso de sacerdocio. No sé si es para tanto.
“Ésta es una profesión en la que hay que trabajar duro, aunque algunas empresas no se lo merezcan. Si porque no mola, pasas de ir a la inauguración de fuentes, a un pequeño incendio local, a la cobertura de una agresión con arma blanca, a un robo espectacular, a un accidente en la carretera comarcal, habrás perdido una oportunidad para enriquecerte, no en el aspecto económico, sino en el de tu formación personal, en tu enriquecimiento humano”.
Ahora, cuando las cosas ya no son lo que eran y la nostalgia nos lleva a veces a recordar con relativa distorsión lo acontecido en el pasado, creemos que, al menos, determinados tiempos vividos, pudieron ser mejores. Y en eso el maestro creo que coincide:
“Nunca fui tan feliz como cuando esperaba, ya de madrugada, junto a la rotativa la primera tirada del diario. Me gustaba mancharme las manos de tinta y luego, con el redactor jefe, Carlos Campoy, comerme en el bar de al lado un bocadillo de anchoas regado con vino blanco de Rueda. 500 pesetas era mi sueldo al mes”.
Pues eso, maestro Manu. Y salud, que hoy por hoy es lo único que importa.