Acierta Barreda
Ya nadie duda a estas alturas de la campaña antiautonómica que está manteniendo parte de la derecha política y mediática. El mismo Partido Popular ha asumido ese discurso rupturista, que no reformista, tras el padrinazgo de Aznar en la última Convención del PP. El ex presidente ha decretado él solito, en su inmensa mismidad, la necesidad de poner fin al Estado de las Autonomías. Pero no ha concretado cómo lo haría ni tampoco si piensa reformar la Constitución. Y esto ya es más sorprendente porque el PP lleva años haciéndose pasar por el guardián de las esencias patrias que recoge nuestra ley fundamental, que al parecer ya ha dejado de estar vigente en este apartado.
El PP sostiene que el sistema autonómico es insostenible, por el elevado déficit, y que el invento de la Transición para ahormar el Estado ya no es viable porque, al parecer, las autonomías se han convertido en paquidermos burocráticos plagados de funcionarios y de empresas públicas. Los datos desmienten ambas cosas. En cuanto al déficit, hay que tener en cuenta que el Estado acumula un agujero de 99.785 millones de euros; las comunidades autónomas 21.164 millones de euros y los ayuntamientos un total de 5.671 millones. Son datos de la liquidación del presupuesto de 2009, elaborados por el Ministerio de Economía. En la distribución del déficit en el erario público español se observa que el principal problema no está precisamente en los gobiernos autonómicos, sino en el Ejecutivo central. Según la teoría de los que defienden que muerto el perro (o sea, las CCAA), se acabó la rabia, deberíamos también liquidar la Moncloa. La segunda falsedad tiene que ver con la osamenta mastodóntica de las administraciones autonómicas. Según un informe reciente de la Unión Europea, solo el 9% de la población activa española son empleados públicos (incluye todas las administraciones). El dato contrasta con el 17% de Inglaterra o el 22% de Suecia. ¿Cómo se puede seguir justificando, entonces, que aquí todo Dios se ha colocado gracias a las autonomías?
La prueba del nueve de que las regiones también pueden estar en sintonía con el Gobierno, al margen de su color político, es la apuesta por la reducción del déficit. En este sentido, resulta elogiable el reciente plan presentado por la Junta para ahorrar mil millones en las cuentas regionales. El Gobierno anunció hace un mes que Castilla-La Mancha y Murcia son las dos comunidades autónomas que no han cumplido los objetivos de déficit. Barreda ha reaccionado aprobando un paquete de medidas que tienen dos virtudes, en comparación con el tijeretazo que aplicó Zapatero: la primera, que no afecta a servicios esenciales como la sanidad o la educación; y la segunda, que los funcionarios no sufrirán recortes. A cambio, ha decidido suprimir ayudas y subvenciones públicas, reducir el presupuesto de la televisión regional, implantar un impuesto a los bancos y aumentar las tasas a las eólicas, además de imponer el cierre de los edificios administrativos a las cinco de la tarde.
Más allá del impacto que pueda tener este plan, su puesta en marcha certifica la colaboración que sí puede existir por parte de las autonomías en la consecución de objetivos nacionales. Por eso creo que, para no liar la madeja como ha hecho Aznar, conviene separar entre lo que es la envoltura de las administraciones regionales y la capacidad de sus diferentes gobiernos. A veces la superficie de los entes regionales, que son los Parlamentos, esconde la acción de gobierno. Y esto se traduce en que las comunidades solo aparecen en el debate nacional cuando se discuten asuntos que afectan al conjunto del Estado, mientras se solapa la eficacia que supone construir helipuertos, centros de salud, institutos, polideportivos o equipamientos culturales donde antes solo habían solares. Por ejemplo, cabe preguntarse si es necesario que los Parlamentos autonómicos tengan que legislar todo, incluso leyes que ya están aprobadas por las Cortes. No sé para qué quiere Madrid o Cataluña una ley del tabaco si el Congreso ya ha aprobado una norma única para todo el Estado. Sin embargo, el ejercicio de descentración que supuso el Título VIII de la Constitución, en la medida que ha sido capaz de mejorar la gestión del Estado del Bienestar, parece claro que ha sido un acierto que conviene no modificar. Incluso Ortega y Gasset llegó a defender un sistema de «Grandes Comarcas» que casi calca el actual mapa autonómico.
La Junta de Castilla-La Mancha arguye que esta región debe poco al Estado centralista. Es lógico. Madrid trataba entonces a las provincias (sobre todo, a las que tenía más a mano) como sus criadas. Entonces las inversiones palidecían y los recursos se gestionaban con una inercia que solo ha corregido el efecto de proximidad. Quizá no se puede decir que las comunidades autónomas hayan sido la pieza clave para explicar la transformación de este país. Pero tampoco se puede defender lo contrario. No parece razonable mantener un modelo cuando las cosas van bien y luego liquidarlo por completo en cuanto arrecia la chaparrón. Me parece muy sensata la opinión de Barreda cuando asegura que el camino a recorrer es el de intensificar la coordinación: más entendimiento en infraestructuras, en el gasto farmacéutico, en el pago a los médicos para evitar enfrentamientos estériles… Zapatero apostó por algo parecido la semana pasada en el Senado pidiendo «acuerdos de simplificación». Esta posición choca con las soflamas que, cada cierto tiempo, provienen de la derecha en forma de diatriba a las autonomías, ya sea por su burocracia, por sus gastos faraónicos o por ese mantra del España se rompe. ¿Cuando entenderán la pluralidad de la sociedad española como un elemento vertebral y no como una expresión pintoresca?