Jiménez Lozano y Guadalajara
José Jiménez Lozano es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo. Quizá por ello es uno de los escritores que menos salen en televisión y que, a buen seguro, no figura en la lista de los más populares. Como en cualquier otro mercado, hace falta venderse bien para triunfar en la literatura obteniendo la recompensa del renombre y no sólo del pedigrí intelectual. Pero todo eso no le resta méritos. Al contrario. Le ensalza como persona y le encumbra como literato. Jiménez Lozano es un autor de primera categoría que hace del uso del castellano, de su copiosa semántica y su fecunda sintaxis, uno de sus ejes principales. Sus letras rezuman el olor de la tierra castiza, el aire de nuestra cultura horneada entre callejas angostas, tejados rojizos, viejos caserones, curas de pueblo, laderas nevadas, brezos y retamas, aldabas de hierro, torreznos fritos y sopas de almendras. La España de espigas de trigos que abordó Gautier a mediados del siglo XIX. Los títulos que llevan su firma desvelan su interés por la poesía y el léxico pulcro: El azul sobrante, Lobeznos, La piel de los tomates. Muerto Delibes, Jiménez Lozano es ahora el escribano mayor de Castilla.
Nació en un pueblo de Ávila hace ocho décadas, pero su prosa destila una sabia mezcla de cosmopolitismo y apego al terruño. Igual disecciona a los pintores flamencos de hace tres siglos o a los clásicos griegos y latinos como pespuntea la vida sencilla de un poblachón del alto Duero. Tiene tres carreras: estudió Derecho en Valladolid, Filosofía y Letras en Salamanca y Periodismo en Madrid. Es un hombre culto y frugal que trabaja de forma incesante. Escribió para El Norte de Castilla, una cabecera convertida en escuela de periodismo, desde 1958 hasta 1995, y hasta llegó a dirigir este periódico durante tres años. También colabora con otros diarios, como el ABC. Conoce palmo a palmo el territorio que traza buena parte de su producción literaria. En 2002 alcanzó la cima y recibió el Premio Cervantes. Fue su cenit, el punto culminante a su trayectoria. Y quizá son los ecos cervantinos, por su carácter fabulador, los que más sobresalen en el último libro de Jiménez Lozano. Se titula Un pintor de Alejandría (Ediciones Encuentro, 125 págs.) y la provincia de Guadalajara aparece como uno de sus escenarios principales.
Avisador e irónico. Esas pueden ser las dos características principales de este entretenidísimo relato en el que vuelve a destacar su faceta de extraordinario narrador. Se trata de una fábula con tintes orientales que deviene en un mosaico de la Castilla rural. El argumento está basado en los afanes de Don Absalón, sacerdote de una aldea recóndita, por restaurar los frescos desvaídos, casi imperceptibles, de su iglesia parroquial. El cura pide a Juan de las Salinas, físico y “dueño de las mejores salinas del mundo”, que vaya a buscar un pintor a la lejana Alejandría para retratar las escenas del Juicio Final. Al final lo acaba encontrando y encarga la restauración a Teón, apodado el ‘pintaiglesias’, descendiente de un filósofo “y un gran cocinero de arroz con liebre y hojas de menta”, que “conocía a un filósofo español de Guadalajara que tenía una tienda de bacalao en la sierra y allí secaba los distintos sistemas filosóficos”. La geografía del texto transcurre por varias poblaciones, citadas por su nombre, de Guadalajara, Soria y Burgos. Lugares ventosos y solitarios, puntualiza. La toponimia resulta hermosa, rotunda: Rello, Tajahuerce, Almazán, Berlanga, Gormaz y los Altos de Barahona, rayanos con nuestra provincia, además de Pastrana, Sigüenza y Jadraque. La novela transcurre entre juderías, plazas porticadas y calles sinuosas. Todo ello se traduce en personajes que salpican la narración: Aurelia Agripina, la “consoladora” de Medinaceli, la mujer del regidor de Sigüenza o Audiencio, “el tonto de Jadraque”, un icono de la sabiduría de las gentes de pueblo.
El autor exhibe imaginación, ingenio y un fino sentido del humor. Fui a la presentación del libro en Madrid y me quedé maravillado con el sarcasmo y la verborrea de Jiménez Lozano, capaz de domeñar las empresas literarias más complejas. En este caso se trata de un librito de poco más de cien páginas, que se lee de un tirón, plagado de santones árabes, astrólogos, judíos, mosenes, cristianos nuevos y arciprestes correlindes y cazonetistas. El libro contiene varias reflexiones que pueden extrapolarse a la actualidad. Sostiene Lozano que los tiempos se han echado a estropear, avisa de la relatividad del pensamiento corriente y urge a avivar las conciencias. Critica el arte moderno y se extraña de que un país pueda “sostener muy bien dos mil príncipes, pero no una nube de incontables gramáticos”.
El relato está trufado de tiernos personajes, paisajes agrestes y descripciones potentes: “Así lo vieron muchas gentes de estas tierras de Soria y Guadalajara. Las mismas cigüeñas que anidaban en la torre, y se habían asomado al interior de la iglesia, se acostaban y levantaban con cuidado, y daban muy cuidadosas zancadas para no molestar tanta hermosura y tantos efectos colaterales, que se habían dado con aquella pintura alejandrina”. Precisamente, el narrador repite casi en cada capítulo la expresión tierras de Soria y Guadalajara. Y no parece una muletilla casual. Primero porque subraya el mapa sobre el que pivota la historia y, segundo, porque evoca las reminiscencias de otros escritores que también mostraron su preocupación por el futuro de la meseta. Ortega habló de estas tristes tierras de Soria y Guadalajara y Unamuno las llamó pobres, sin alharacas. Azorín fue más prosaico: “Toda la vida, la escasa vida del pueblo, está en esas lejanas montañas; allá en sus valles hondos y abrigados, en sus recuestos, en sus oteros, los ganados de los vecinos van pastando sosegada y tranquilamente”. Jiménez Lozano me parece el continuador natural de esta tradición narradora que ya se ha convertido en un clásico de la literatura española. Un pensador enorme. Un escritor primoroso.