Sobre la naturaleza de las naciones
La final de la Copa Catalunya creo que es una buena metáfora de la distancia entre el ruido nacionalista y la realidad del país. Estos ejercicios folclóricos de nation building, entre los que puede incluirse el simulacro de parada militar sin militares con que Maragall decidió conmemorar la Diada, son lo que son porque la realidad está en otro sito. Para el fútbol catalán es mucho más importante disputar la Liga española, obviamente, que la Copa Catalunya, y sus dirigentes -con el Barça a la cabeza- serán los primeros en oponerse a la selección catalana mientras la oficialidad de ésta exija abandonar el campeonato español. Del mismo modo que los empresarios catalanes están dispuestos a oír la música nacionalista hasta el momento en que provoca interferencias en su principal mercado: el español. Y así sucesivamente. Pero hay que seguir alimentando la llama porque, aunque sus limitaciones sean un secreto a voces, hay una gran parte de la sociedad que quiere hacer ver que no lo sabe. Y, por supuesto, lo sabe perfectamente. Es más, a menudo el ejercicio de la cuota nacionalista a la hora del voto es como el cumplimiento pascual: da coartada al espíritu para seguir pecando todo el año.
Algunos sustentan, probablemente con razón, que ir repitiendo estos simulacros y las letras que les acompañan hace que la idea vaya cuajando y que la patria tome cuerpo en los espíritus. En parte es cierto, y así han conseguido la hegemonía ideológica en el país, aunque durante tres años han vivido preocupados por el riesgo de que Cataluña se normalizara en torno a un eje derecha/izquierda, como en todas partes, y ahora sienten como un alivio el final del tripartito porque les permite afirmar que nunca se tenía que haber abandonado la línea divisoria básica, la de nacionalistas y no nacionalistas, la de buenos y malos catalanes, que es la que de verdad asegura que siempre gobiernen los mismos.
En este contexto no es extraño que haya bastado una insinuación sobre la posibilidad de otorgar el derecho de voto a los inmigrantes para que se destapara el tarro de las esencias: «Cuidado, que nos van a desnaturalizar el país», dicen. La expresión desnaturalizar tiene enjundia porque pretende colocar las realidades sociales más allá de las acciones humanas, es decir, culturales. ¿Qué se desnaturaliza? Lo natural. Lo natural es algo que es así por obra y gracia de las leyes de la naturaleza y nosotros a lo sumo podemos entenderlas y adaptarnos a ellas. Establecer que hay una naturalidad del país es colocar una determinada idea de Cataluña y de los catalanes al mismo nivel que la ley de la gravedad. Como si las sociedades no fueran fruto de las acciones e interrelaciones entre personas, sino de una razón superior y determinante. Naturalmente, es fácil deducir todo lo que viene después. Y desde luego nada tiene que ver con el concepto de ciudadanía que se necesita construir en la sociedad poscolonial si queremos que siga siendo verdad aquello de que todos los hombres son iguales en dignidad y derechos.
Una sociedad es, por encima de todo, las personas que la componen en un momento determinado. Naturalmente este momento es el resultado de siglos de relaciones, de presencias y de historia, pero sólo desde el multiculturalismo más acendrado se puede pretender que estos rasgos primordiales -que son las raíces a las que apelan siempre la religión y los nacionalismos- señalen una pertenencia determinante y den privilegio a los que los aportan en su currículum por encima de los demás. Creo que unos y otros, viejos y recién llegados -todos hemos llegado en algún momento-, debemos reflexionar sobre una idea de Dipesh Chakrabarty: «tenemos que pensar más en términos de morada que de raíces». La morada es el modo como los hombres reconocemos el hecho de que nunca vivimos en lugares que no hayan sido habitados antes. Y esto vale tanto para que el que viene de fuera sepa respetar a los que encuentra aquí, como para que el que ya está aquí no se crea que tiene derechos especiales por antigüedad y no se olvide de la obligación de respeto al que acaba de llegar.
Siempre he pensado que el multiculturalismo es un disparate para la convivencia. El origen o la afirmación de una identidad predominante -generalmente de tipo religioso, como ocurre en el debate sobre civilizaciones- no puede ser coartada para el todo vale. La coartada cultural -el argumento de que «así se ha hecho siempre en nuestra cultura»- no justifica ni el crimen ni el incumplimiento de la ley. Hay unas mínimas reglas del juego que garantizan el respeto al otro y la mayor libertad posible que rigen para todos. Y, en este sentido, el que viene de fuera tiene que cumplir las mismas leyes básicas que los que estamos aquí. Pero el rechazo del multiculturalismo debe hacerse en las dos direcciones. No se puede negar a los demás el principio de primordialidad étnica o religiosa como base de legitimación de la comunidad cerrada y, sin embargo, darlo por supuesto para uno mismo. Los ciudadanos que viven y trabajan en Cataluña tienen que cumplir la ley establecida por todos -y el derecho a participar con su voto no hace sino reforzar la obligación de cumplimiento, porque, como defiende Amartya Sen, nada se puede justificar en nombre de la libertad si se niega la posibilidad de ejercerla. Pero los ciudadanos que viven y trabajan en Cataluña no tienen por qué ser obligados a aprender la cultura catalana, la española o la europea. Los derechos imponen obligaciones. Pero las identidades y las pertenencias ni son obligaciones ni pueden imponerse. El miedo a la desnaturalización del país no es más que el pánico ideológico de perder hegemonía y control social. Y, desde este punto de vista, el argumento es lógico, pero no por ello deja de ser de tramposo.