Memoria histórica
El pasado 18 de julio se cumplieron setenta años del golpe de Estado falangista. La efeméride ha coincidido con la puesta en marcha de la Ley de la Memoria Histórica promulgada por el Gobierno. Y la cosa, claro, ha levantado ampollas.
El autor de “La autogestión en la revolución español”, Frank Mintz, escribe: “Existe una suerte de juego de algunos historiadores, que consiste en oponer masacres a masacres: Badajoz, Paracuellos, etc., con el mismo propósito –confesado o no- del ‘peor es meneallo” (Diagonal, nº 22). Otros investigadores advierten de la versión “light” que se ofrece en el tratamiento informativo de efemérides que tocan la fibra sensible de buena parte de la población actual española. La advertencia de algunos historiadores consiste en demostrar que debajo de la superficie de los hechos, están las causas. Debajo de la versión edulcorada de un tiempo, de un país, incluso de una provincia, están los testimonios y las fuentes orales. Así que por muy exhaustivo que sea el piélago de publicaciones que inunda nuestra memoria inmediata, puede que sigamos sin conocer el pasado. Es un fenómeno importado del periodismo: cuanto mayor es la oferta informativa, más desinformación de los receptores. “La ignorancia es la raíz de la falta de libertad”, tiene escrito Federico Mayor Zaragoza.
Basta rasgar un poco las conversaciones con nuestros mayores, e incluso con los que no lo son tanto, para comprobar el miedo atroz del español medio a la hora de replantearse hechos que han sucedido hace cuatro días. Con este abono, ha calado de manera perceptible en la sociedad un precepto que se exige incuestionable: dejemos las cosas como están, no enredemos con el pasado, no mareemos la perdiz. Como si nada de antaño tuviera relación con lo que hoy sucede. Como si hubiera habido un punto y aparte que no admite recusación. Por contarlo de manera terrenal: no resulta extraño, una vez creado este caldo de cultivo, que cuando algunos territorios pregonan sus necesidades hídricas, muchos se afanan en publicitar lo brillante que estuvo Franco el día que mandó la construcción de presas. Sin embargo, nadie recuerda que la mayoría de estos embalses fueron levantados gracias al esfuerzo de miles de presos políticos obligados al trabajo forzado, al más puro estilo colonial. Tampoco las guías turísticas del monasterio de El Escorial explican el origen vergonzoso y humillante de su construcción. Y, en la misma línea, cuando el Parlamento de Cataluña propone por una mayoría aplastante la reforma del Estatuto de esta autonomía, algunos políticos invocan como ejemplo a seguir la redacción de un estatuto en 1932. Sería como exigirle al rey Juan Carlos que se comportase igual que Alfonso XIII. O pedirle a la prensa que abandone internet y regrese a la linotipia. Un atraso, vamos.
Hay quien se empeña en repetir la historia, o en rescribirla, pero sin establecer el papel de cada uno. Sería terrible exigir venganza, así que no se compone de ajustar cuentas. Tampoco de dar rienda suelta al odio. Se trata de no enredar la madeja con el buenismo que predica la marcha atrás, ni con formalidades académicas revisionistas (léanse, si tienen tragaderas, los libros de Pío Moa). La equidistancia casi es peor que la tergiversación y ninguna de las dos parecen buenas compañeras de la seriedad historiográfica. Al menos esto es lo que me enseñaron en las aulas de esta licenciatura. Almudena Grandes piensa que “en nombre de conceptos tan elevados como la generosidad, la convivencia, o la objetividad, se va configurando una corriente de opinión que intenta imponer la ley del cincuenta por ciento -todos tenían sus razones, luego ninguno tenía la razón- como norma suprema de la corrección política”. Es posible que más de uno utilice la neutralidad como subterfugio para no enfrentarse a la realidad compleja y poliédrica de los hechos. Y puede que la objetividad no exista, pero sí en cambio la honestidad que representa su búsqueda. No basta con enfrentar teorías que están en las antípodas. Conviene indagar, escarbar, dialogar. Escuchar a todas las partes sin necesidad de estar tirándonos, de antemano, los trastos a la cabeza. Y, a partir de ahí, veremos lo que sale.
John Berger acaba de escribir: “el Fin de la Historia, que es el lema empresarial de la globalización, no es una profecía, sino una orden de borrar el pasado y su herencia en todas partes” (El País, 5-4-06). Quizá para muchos el 23-F fue un simple accidente; para otros fue un susto de muerte. Quizá para muchos las fosas comunes sean una antigualla que merece desprecio; para otros, la prueba del crimen. Quizá para muchos la Transición fue un excelente punto y seguido; para otros, un clamoroso pacto de silencio y de oscuridad de cuyos polvos vienen los lodos del presente. No todos son iguales ante las causas. Ni el futuro es el mismo olvidando el pasado.