La Alcarria de siete leguas
Al filo de las seis de la madrugada, “la del alba sería… No; no era aún la del alba, era más temprano”, hace hoy sesenta años, un viajero joven, alto y delgado puso rumbo a La Alcarria desde el número 185 de la calle Alcalá, en Madrid.
Camilo José Cela tenía entonces treinta años y un futuro literario todavía por labrar. Eligió la Alcarria de Guadalajara, “la de Cuenca, ya no” dice en el primer capítulo del libro, porque unos amigos le convencieron una noche de tragos largos en el café Gijón. Entre ellos, por ejemplo, el poeta y diplomático José María Alonso Gamos, que era de Torija. Viajar desde Madrid a Guadalajara en plena posguerra era poco menos que atravesar el túnel del tiempo. La distancia en el espacio era corta, pero en formas de vida, en infraestructuras, en modos y costumbres, variaba un auténtico mundo. La Alcarria era una comarca pobre y deprimida, con muchos niños y gente mayor con ganas de explicar chascarrillos, pero sumida en una especie de tristeza hermosa que exhibía la España árida de aquellos años. Cela captó la esencia del paisaje y el paisanaje en el que fue su primer libro de viajes y selló para siempre la esencia de una tierra que ya no se puede comprender sin leer antes “Viaje a la Alcarria”.
A la pata llana
“El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longe forrada de cretona. Mira, distraídamente, para el techo y deja volar libre la imaginación, que salta, como una torpe mariposa maribunda, rozando, en leves golpes, las paredes, los muebles, la lámpara encendida. Está cansado y nota un alivio grande dejando caer las piernas, como marionetas, en la primera postura que quieran encontrar”. Así empieza ‘Viaje a la Alcarria’. Cela anduvo por los campos alcarreños del 6 al 15 de junio de 1946. acompañado en algunos tramos por los fotógrafos Concepción Stichaner y Kart Wlasak, el que luego sería distinguido con el marquesado de Iria Flavia se dedica a pasear por el páramos y apuntar sus notas en un cuaderno de hule. Llevaba mochila y unas botas “de siete leguas”, como subtituló la obra, que en realidad eran alpargatas.
El viaje, según el poeta y biógrafo celiano Francisco García Marquina, “es un motivo, un tema y también una estructura” (El Mundo, 18-1-02). En el prólogo a una edición publicada en 1952, el propio Cela reconoce: “En el Viaje a la Alcarria, como en casi todo lo mío, salvo en algunas páginas muy de los primeros tiempos de andar yo en este oficio, las cosas están contadas un poco a la pata la llana y tal como son o como se me figuraron”. Y punto. En tan solo una frase, con su proverbial precisión, Cela explica qué hace en su viaje a la Alcarria. Viajar. Pasear. Mirar a los niños. Hablar con los paisanos. Cotejar a las posaderas. Almorzar huevos con morcilla. Y, sobre todo, escribir lo que ve, lo que oye y lo que siente.
Describe lo que ve
La grandeza del libro se puede justificar en muchos argumentos. Quizá tres sobresalen: la fidelidad del autor (salvo excepciones) con relación a los hechos que vivió y a las personas con las que trató; la utilización de un lenguaje sobrio y sencillo pero cargado de mensaje y, finalmente, la sensación que advierte el lector de contacto directo con aquello que describe el viajero, que actúa con voz de narrador en tercera persona. Jaime Campmany dijo “que si alguien no intenta escribir bien después de leer ‘Viaje a la Alcarria’ será por manquedad sin remedio”. El autor omite cualquier opinión sobre los actos, concede importancia a los diálogos y denota una “obsesiva reiteración de las mismas situaciones elementales, como el dormir, el comer, el cansancio, las horas, etc.”, según el análisis del profesor Pozuelo Yvancos.
Hay quien dice que Cela ridiculizó a los alcarreños mofándose de sus modos de vida. El diplomático Ridao, por ejemplo, en la obra “El pasajero de Montauban”, tiene escrito un ensayo en el que califica a Cela de “cruel”. Es cierto que Cela no predica doctrina alguna en el “Viaje a la Alcarria” y limita su análisis a la descripción que, tal como dijo Pla, es una de las cosas más difíciles a las que se puede enfrentar cualquiera que escriba sobre un folio en blanco. La descripción celiana, no obstante, es un retrato vivo y detallado de la Alcarria de posguerra. Julio Vacas “Portillo”, que vende chucherías en Brihuega, puede ser una representación exacta del campesino español del momento. Así que debajo de la superficie de diálogos y descripciones aparentemente banales, subyace una crónica fiel de cómo era una tierra “a la que la gente no le da la gana de ir”. Ahora, sesenta años después, ya le va dando la gana de ir. Lo que ocurre es que La Alcarria ya no es la misma que conoció Cela.
Un clásico
“Viaje a la Alcarria” recupera el estilo de la generación del 98. Américo Castro se lo reconoce a Cela en una carta. Puede que el estilo celiano supere incluso las rutas de la Literatura del 98. Hombres como Azorín, Unamuno y Pío Baroja, de quien Cela se sentía discípulo, convirtieron sus andanzas por la España rural en obras de arte. Les movía su pasión por el destino y su ímpetu renovador que requería necesariamente la denuncia de aquella España sórdida pero hermosa. Cela, al contrario que sus predecesores, sale por los alrededores de Madrid con la simple, al tiempo que compleja, intención de reflejar lo que oye, lo que toca, lo que huele, lo que saborea. Y a fe que lo consigue porque transforma la Alcarria en epicentro de su discurso y porque amplifica la vida a golpe de episodios novelescos.
Ignacio Sánchez Cámara ha escrito en ABC que “Viaje a la Alcarria es un libro que nació clásico. Y clásico, como dijo con sencillez el torero, es lo que no puede ser mejor sin dejar de ser lo que es”. Pozuelo Yvancos, en La Razón, subraya: “Hay obras que marcan un hito; son aquellas que modifican el modo de escribir; no tanto y no solo de un escritor para con su propia obra, sino sobre todo de un escritor para con los que le siguen (…) la publicación en 1948 de Viaje a la Alcarria marcó un antes y un después en la escritura del libro de viajes”.
Ya no se puede entender La Alcarria sin el viaje de Cela. Lo mismo le ocurre al Duero con Machado, a La Mancha con Cervantes o al Ampurdán con Josep Pla. El imaginario colectivo, con el paso del tiempo, mitifica la memoria del paisaje. Sesenta años después de la publicación de “Viaje a la Alcarria”, hay que decir que aquella Alcarria ya no existe. No hay fondas, ni talabarteros, ni chamarileros, ni casi niños. Incluso el paisaje se ha modificado en parte. Porque todo cambia. Menos la escritura del libro, hermosa, tierna, emocionante, que permanece imborrable por suerte para la Alcarria y los alcarreños.
DETALLE
11 millones de ejemplares vendidos
“Viaje a la Alcarria” es un libro fraguado en el viaje que Cela realiza a esta comarca entre el 6 y el 15 de junio de 1946 y escrito en Madrid en menos de una semana. Se publicó en 1948. Actualmente, según los últimos datos, lleva 11 millones de ejemplares vendidos y ha sido traducido a decenas de idiomas. El nombre de La Alcarria se ha difundido por todo el mundo gracias a las palabras del escritor gallego, fallecido en enero de 2002. García Marquina escribe que “el éxito del libro no está sustentando sólol por su escritura perfecta y llena de economía, la precisión de sus descripciones, el uso poético del lenguaje, ni su categoría documental (indirecta) sobre las penurias del agro español. Quizá lo más importante sea que atiende a uno de los profundos mitos de la humanidad que es el de la inocencia primitiva”. El viajero muestra su bonhomía y las gentes lo reciben con una proverbial gentileza. El talabartero de Guadalajara Pedro Montes, Félix Sánchez y sus mulas, los posaderos de Torija, Eloísa la dueña de la fonda de Pastrana, el médico don Paco, los alcaldes de Trillo y La Puerta, y así hasta 57 personajes arquetípicos. Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española, piensa que “los nómadas se dedican al pillaje y al pastoreo. Como vagabundo, Camilo anda ‘a lo que salta”. El propio Cela escribió en ABC, despidiéndose de Guadalajara: “andar, un pie tras otro, con sosiego y buena voluntad, la tierra propia y aun la ajena, es un regalo que los clementes dioses hacen al hombre cuando éste se lo pide con la clara voz que presta la humildad a la inteligencia” (27-7-1997).