El regreso a la provincia
El viajero de 1946 volvió a su Alcarria, «ese hermoso país al que a la gente no le da la gana de ir», para quedarse unos años. Primero tomó hospedaje en el molino de Paco y Toya, en ocasiones en casa de los Campoamor, luego en Horche o en El Clavín, donde recibió la noticia de la concesión del Nobel. Ya de madrugada despidió a los últimos amigos en la puerta del chalet y en un gesto surrealista muy suyo se abrió la bragueta, miró hacia abajo y pronunció estas elegíacas palabras: «Qué poco te queda ya, Premio Nobel».
Cela consagra dos libros a la Alcarria. El primero en 1948, cuando huye en busca de oxigeno, libertad y aventura del poblachón manchego ya crecido que es Madrid y el segundo en 1986. El primero es íntimo, el descubrimiento a ras de tierra, el espejo stendaliano sobre el camino y la vereda entre «pobreza, pastores, cabras y amapolas», un microcosmos de la España que acaba de salir exhausta como quien dice de la guerra, el segundo es coral.
Cuando llegó por primera vez a Guadalajara ya era un escritor conocido. La familia de Pascual Duarte nacida en una imprenta-garage de Burgos, de forma casi clandestina ha sonado en el mundo literario como un pistoletazo en medio de un concierto. La censura, la misma organización de la que ha formado parte le prohíbe la publicación de La Colmena, la «novela reloj, hecha de múltiples ruedas y piececitas». Por eso el escritor quiere espacios anchurosos y desconocidos para pintar una region abandonada. Camina con los ojos bien abiertos y un caudal de palabras olvidadas.
La Alcarria es el terreno que conviene a su pasión por contar y vivir. Es como La Colmena pero en el campo abierto, cerca de Madrid pero no tan lejos entonces de una Edad Media. Al fin, para Cela todo era, o podía ser, novela. Estuvo a punto de considerar así, novela, al Viaje a la Alcarria, que es, en realidad, la recuperación del libro de viajes, de mochila y borceguíes, a pinrel, del vagabundo que duerme en los puentes, en las posadas, en cuadras y graneros y hasta en la cárcel de Budia porque el alcalde le confunde con un facineroso.
El polvo del camino y el tomillo, el paisaje y la gente. Cela recoge todo eso en el libro con objetividad narrativa, con sencillez primitiva, con inocencia o con retranca gallega, con la frescura y el sentido mordaz de la observación pero también con esa piedad corregida, por la humanidad de los personajes que le caracteriza. Es también su atención a lo pequeño, a lo que escapa a la vista lo que deslumbra en el Viaje. En estos géneros acierta, aunque Cela reniegue de los géneros, en el mundo cerrado de Pascual, en la ciudad, el «Madrid transfer» de 1942 o en el regreso a la tierra.
Los tres libros van a revolucionar el paisaje literario. Es la resurrección del clasicismo. «Es un libro antiguo -reconocerá Camilo-, escrito con cabeza antigua y con ingenuidad antigua». Cuenta lo que pasa, lo que ve, frente a lo que le pasa al viajero. Es, al mismo tiempo, silva de varia lección, retrato de personajes raros y tiernos, de árboles, flores y animales, tratado de meteorología, del utillaje de la España agrícola, de tabernas y posadas, de botillería y calendarios.
Con todos esos materiales se formó en el castillo de Torija el primer museo del mundo dedicado a un libro. El último ejemplar que llegó a las vitrinas fue la traducción al chino del Viaje a la Alcarria. «Mira, decía socarrón, Estanislao de Kotska Rodríguez y Rodríguez Alias ‘el Mierda’ habla en chino». Es también, su viaje, una escapada de las privaciones de la época, una huida hacia delante, hacia lo que Dios y los hombres quieran. Se «vive mal y a salto de mata». Por eso Camilo elige la liberación con la mochila al hombro, ladrado por los perros, recibido con sospecha en algunos lugares pero en general con hospitalidad y mirada curiosa. No es un canto, como señalan algunos susceptibles, al esperpento, a la España negra porque al fin Cela se salva por el humor, la ironía y la compasión, el disimulado elitismo y la ternura. El viajero es astuto: sabe que la clave del buen recibimiento está en no abusar de la hospitalidad. Y se va con su petate a otro lado. De esta manera va de un paraje a otro, libre de elegir el tiempo y el itinerario.
El libro lo escribe ya de regreso en Madrid en seis frenéticos días, a mano como hacía siempre, de «cabo a rabo» sobre el cuaderno de ruta. Se trata para el crítico Robert Kirsner de «un viaje infinito al corazón de España». Y el viajero vuelve un día a la Alcarria cuando abandona Mallorca, porque tiran de él el paisaje y las criaturas de su nostalgia, orgullosas y desmesuradas, generosas o hidalgas. El gallego que ha pasado por Mallorca y Son Armadans se instala en el molino de Caspueñas, en El Clavín o en Fontanar. Es un andariego que disfruta ahora de sus románticas inversiones literarias de 1948 y 1986. No para, agota la Alcarria, recibe homenajes y nombres de calles en los pueblos más diversos, pasara o no por ellos en su anabasis de 1946. La edad y los achaques le imponen la sobriedad en el comer, otra de sus grandes pasiones. Su última etapa alcarreña le contempla en su casa de El Espinar frente a ocres farallones de película del Oeste e hileras de pinos. Allí, con el ánimo oxigenado, celebra su ochenta cumpleaños. Para los ochenta y cinco estará ya instalado en Madrid, la ciudad de la que salió en junio de 1946, con poco más de treinta años para descubrir y descubrirnos la Alcarria.