Extremos sin fisuras
No sé si adrede o no -porque en la izquierda española pocas cosas se hacen de forma organizada- el Partido Comunista de España eligió a José Luis Centella como secretario general el mismo día que se conmemoró el veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín. No conformes con ningunear al personaje, algunos medios utilizaron la renovada cara del PCE como imagen contrapuesta a la conmemoración del fin del régimen que sometió a la RDA y a todos los países de la órbita soviética. Y enseguida le echaron en cara que se presentara en sociedad diciendo que los comunistas no tienen que pedir perdón por su historia. Aunque admite que durante determinadas épocas se cometieron “errores” injustificables, Centella mantiene que ser comunista hoy “más o menos es lo mismo que serlo en el siglo XIX y en el siglo XX”, y aporta los siguientes argumentos: luchar por la justicia social, por la erradicación del hambre y de la pobreza, y por una educación y una sanidad públicas de calidad. Bien, pues los críticos se lanzaron a la yugular y, en un alarde de originalidad, embistieron con aquello de que estos ‘rojos’ no han aprendido nada y que son más rancios que el alcanfor. Otros analistas, bastante más agudos, consideran que Izquierda Unida en general y el PCE en particular deberían renovarse y captar el espacio que, por ejemplo, ocupa Iniciativa en Cataluña: una izquierda más verde, más amplia, más abierta y, digamos, menos ortodoxa en sus planteamientos políticos. Menos ideologizada, en suma.
Ciertamente, sería bueno para todos que la izquierda asumiera los crímenes de su pasado totalitario. El comunismo no hizo más felices ni concedió mayor bienestar social a los ciudadanos en ninguno de los países donde se instauró. Esta es una realidad inexcusable para plantear cualquier fórmula de futuro. Y es cierto también que algunos de los dirigentes comunistas andan instalados en un discurso que recuerda demasiado a las barricadas… en una época en que los asalariados tienen casas de segunda residencia. El historiador Santos Juliá sugiere una explicación inteligente: el comunismo caló hondo porque construye una mitología que implica una fe inquebrantable. No mira sólo el presente. Habla del porvenir, de utopías. Está claro, pese a todo, que el poder comunista es sinónimo de horror: purgas, gulags, crímenes de Estado, culto a la personalidad del líder, miseria, policía política, burócratas, corrupción… “Un horror no como metáfora o cualquier otra figura retórica sino como práctica diaria de bárbaras técnicas de poder”, apostilla Juliá.
En cambio, aceptando todas estas premisas, quizá chirría que, ya en el siglo XXI, los mismos que son incapaces de ver los desmanes del liberalismo acusen a una parte de la izquierda de defender posiciones caducas. No lo acabo de entender. Partiendo de la base de que muchos izquierdistas proponen soluciones peregrinas para los tiempos que corren, no comprendo por qué se les critica en el diagnóstico que trazan. Se puede discrepar mucho de sus postulados, pero no parece raro que el secretario del PCE diga que ser comunista ahora, en esencia, es lo mismo que hace cien años: la justicia social, la igualdad de derechos, el reparto de la riqueza, la bandera de la educación y la sanidad públicas, etc. Quizá sorprenda su inmovilismo, pero no sus ideas. Incluso Javier Solana, desacralizado por la izquierda desde su ascenso en la OTAN, ha dicho: “Yo creo que ser de izquierdas hoy es ser lo mismo que era antes, lo que pasa es que el mundo cambia y hay que adaptarse. Creo que significa vivir con el tiempo defendiendo los mismos valores, pero en el tiempo en que uno vive” (Magazine, 21.03.10). Y desde luego, lo que de verdad me deja turulato es por qué se autoerigen en modernos aquellos que siguen amarrados al modelo político y económico que nos ha llevado a una crisis sin precedentes. ¿Ser moderno es apoyar a EEUU cuando interviene en Nicaragua o en Chile y ser antiguo es decir que la guerra de Irak es una ilegalidad inmoral? ¿Ser moderno es defender la bajada de impuestos y el recorte de salarios y ser antiguo es pedir, si quiera, que el salario mínimo suba de los 600 euros? ¿Ser moderno es eliminar la contratación fija y ser antiguo es pedir que se reduzca la temporalidad y la precariedad en el empleo?
Los extremos se tocan y no admiten fisuras. Es evidente que el capitalismo nos ha proporcionado el periodo de la historia reciente más pacífico y próspero allí donde impera. Sobre todo, Europa, Norteamérica y una parte de Asia. Pero quizá también es justo recalcar que presenta sombras. Muchas. Y no parece muy edificante tachar de arcaico o de rancio a quien plantea democráticamente una enmienda a la totalidad al sistema. Si la izquierda se modera, como el PSOE en España, se la tilda de hipócrita y de blanda. En cambio, si la izquierda se encasilla en sus trece sin apenas evolucionar, como el PCE, entonces se replica que está pasada de fecha. ¿En qué quedamos? ¿Por qué no admitimos que ya es hora, por parte de todos, de pensar más en la gente y menos en las trincheras? Sostiene Punset: “El más inteligente es el más flexible”.