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16 mayo 2006

OPINIÓN

Memoria histórica

Otros investigadores advierten de la versión “light” que se ofrece en el tratamiento informativo de efemérides que tocan la fibra sensible de buena parte de la población actual española. La advertencia de algunos historiadores consiste en demostrar que debajo de la superficie de los hechos, están las causas. Debajo de la versión edulcorada de un tiempo, de un país, incluso de una provincia, están los testimonios y las fuentes orales. Así que por muy exhaustivo que sea el piélago de publicaciones que inunda nuestra memoria inmediata, puede que sigamos sin conocer el pasado.
Mayo 2006
Raúl Conde

Amnistía Internacional tiene colgado en internet (www.es.amnesty.org/actua/esp_mar06) un manifiesto para pedir al Gobierno que se reconozcan los derechos de las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo. El director del Gabinete de Presidencia, José Enrique Serrano, contesta de inmediato dirigiendo un correo electrónico a todos los firmantes. El Gobierno se compromete a enviar antes del verano el proyecto de ley de la Memoria Histórica, “en el que se regulen las medidas necesarias para ofrecer un adecuado reconocimiento y satisfacción moral a las víctimas, de toda índole, de la Guerra Civil y del régimen franquista”. De momento la iniciativa legislativa arranca con mal pie: un error de votación de los parlamentarios del PSOE en el Congreso impidió sacar adelante la tramitación de urgencia, propuesta por Izquierda Unida, para que 2006 sea declarado Año de la Memoria Histórica. Cosas de sus señorías.

En todo caso, el auge de la ciencia histórica parece que no necesita apoyo político. Los medios de comunicación españoles hace tiempo que comercian con ella. Ya sea en forma de libros, de páginas en internet o incluso de coleccionables embuchados en periódicos y revistas. Se editan sellos de correos, DVDs y entregas por fascículos. Se resucita a Franco, se repite machaconamente el tiroteo de Tejero y se empalaga a la población con múltiples fastos monárquicos. Incluso se han acordado de la República. El negocio va viento en popa. Otro cantar es que esta coyuntura facilite el conocimiento. Ignoro si estamos dispuestos a abandonar prejuicios atávicos o si dejaremos de utilizar la Historia como un arma arrojadiza.

El autor de “La autogestión en la revolución español”, Frank Mintz, escribe: “Existe una suerte de juego de algunos historiadores, que consiste en oponer masacres a masacres: Badajoz, Paracuellos, etc., con el mismo propósito –confesado o no- del ‘peor es meneallo” (Diagonal, nº 22). Otros investigadores advierten de la versión “light” que se ofrece en el tratamiento informativo de efemérides que tocan la fibra sensible de buena parte de la población actual española. La advertencia de algunos historiadores consiste en demostrar que debajo de la superficie de los hechos, están las causas. Debajo de la versión edulcorada de un tiempo, de un país, incluso de una provincia, están los testimonios y las fuentes orales. Así que por muy exhaustivo que sea el piélago de publicaciones que inunda nuestra memoria inmediata, puede que sigamos sin conocer el pasado. Es un fenómeno importado del periodismo: cuanto mayor es la oferta informativa, más desinformación de los receptores. “La ignorancia es la raíz de la falta de libertad”, tiene escrito Federico Mayor Zaragoza.

Basta rasgar un poco las conversaciones con nuestros mayores, e incluso con los que no lo son tanto, para comprobar el miedo atroz del español medio a la hora de replantearse hechos que han sucedido hace cuatro días. Con este abono, ha calado de manera perceptible en la sociedad un precepto que se exige incuestionable: dejemos las cosas como están, no enredemos con el pasado, no mareemos la perdiz. Como si nada de antaño tuviera relación con lo que hoy sucede. Como si hubiera habido un punto y aparte que no admite recusación. Por contarlo de manera terrenal: no resulta extraño, una vez creado este caldo de cultivo, que cuando algunos territorios pregonan sus necesidades hídricas, muchos se afanan en publicitar lo brillante que estuvo Franco el día que mandó la construcción de presas. Sin embargo, nadie recuerda que la mayoría de estos embalses fueron levantados gracias al esfuerzo de miles de presos políticos obligados al trabajo forzado, al más puro estilo colonial. Tampoco las guías turísticas del monasterio de El Escorial explican el origen vergonzoso y humillante de su construcción. Y, en la misma línea, cuando el Parlamento de Cataluña propone por una mayoría aplastante la reforma del Estatuto de esta autonomía, algunos políticos invocan como ejemplo a seguir la redacción de un estatuto en 1932. Sería como exigirle al rey Juan Carlos que se comportase igual que Alfonso XIII. O pedirle a la prensa que abandone internet y regrese a la linotipia. Un atraso, vamos.

Hay quien se empeña en repetir la historia, o en rescribirla, pero sin establecer el papel de cada uno. Si observamos las declaraciones de los protagonistas que vivieron el 23-F, tan recientes tras el último aniversario, da la impresión de que aquella jornada fue una anécdota. Que todos se llevaban maravillosamente bien y que apenas unos cuantos guardias civiles montaron un pequeño lío con un final feliz. Pocos son los que hablan o documentan la tentativa golpista de algunos mandos de la Policía y de la Guardia Civil en provincias. Pocos son los que recuerdan –por ejemplo- las discusiones de los oficiales en la Academia Militar de Guadalajara aquella misma noche. Y pocos, muy poquitos, son los que subrayan el desgarro que suponía pensar para una porción de los ciudadanos –significados izquierdistas- en un hipotético triunfo del golpe. El ejemplo también es válido para acercarse a la Guerra Civil. ¿Por qué a nadie le interesa excavar las fosas clandestinas de los desaparecidos si son sus familiares quienes lo reclaman? ¿Por qué se mantiene casi en el ostracismo la represión sufrida por miles de republicanos en los campos de concentración y de trabajo que ordenó el Estado franquista? ¿Por qué los familiares de los condenados a muerte y ejecutados tras juicios injustos no han podido hasta la fecha conseguir la anulación de las sentencias? ¿Por qué se trata en igualdad de condiciones a historiadores solventes con apóstoles que justifican el levantamiento del 18 de julio? ¿Por qué se restringe el acceso a varios archivos oficiales?

Sería terrible exigir venganza, así que no se compone de ajustar cuentas. Tampoco de dar rienda suelta al odio. Se trata de no enredar la madeja con el buenismo que predica la marcha atrás, ni con formalidades académicas revisionistas (léanse, si tienen tragaderas, los libros de Pío Moa). La equidistancia casi es peor que la tergiversación y ninguna de las dos parecen buenas compañeras de la seriedad historiográfica. Al menos esto es lo que me enseñaron en las aulas de esta licenciatura. Almudena Grandes piensa que “en nombre de conceptos tan elevados como la generosidad, la convivencia, o la objetividad, se va configurando una corriente de opinión que intenta imponer la ley del cincuenta por ciento -todos tenían sus razones, luego ninguno tenía la razón- como norma suprema de la corrección política”. Es posible que más de uno utilice la neutralidad como subterfugio para no enfrentarse a la realidad compleja y poliédrica de los hechos. Y puede que la objetividad no exista, pero sí en cambio la honestidad que representa su búsqueda. No basta con enfrentar teorías que están en las antípodas. Conviene indagar, escarbar, dialogar. Escuchar a todas las partes sin necesidad de estar tirándonos, de antemano, los trastos a la cabeza. Y, a partir de ahí, veremos lo que sale.

John Berger acaba de escribir: “el Fin de la Historia, que es el lema empresarial de la globalización, no es una profecía, sino una orden de borrar el pasado y su herencia en todas partes” (El País, 5-4-06). Quizá para muchos el 23-F fue un simple accidente; para otros fue un susto de muerte. Quizá para muchos las fosas comunes sean una antigualla que merece desprecio; para otros, la prueba del crimen. Quizá para muchos la Transición fue un excelente punto y seguido; para otros, un clamoroso pacto de silencio y de oscuridad de cuyos polvos vienen los lodos del presente. No todos son iguales ante las causas. Ni el futuro es el mismo olvidando el pasado.