Periodistas

20 abril 2006

RAÚL DEL POZO

Réquiem por el maestro de los epitafios

El periodista Raúl del Pozo ha ganado el Premio González-Ruano de Periodismo por su artículo "Réquiem por el maestro de los epitafios", dedicado al escritor y periodista Jaime Campmany. El texto corresponde al obituario que el columnista de El Mundo dedicó al periodista murciano.
Cada día, como dijo el estoico, nos revela la nada que somos y viene a recordarnos nuestra fragilidad. Pasamos todos como sombras, como viajeros que van en posta. Hace unas semanas celebramos el 80º cumpleaños de Jaime Campmany en el restaurante José Luis del Bernabéu, entre el himno de Murcia y La Traviata. Sólo su esposa estaba, tal vez, en el secreto del último abrazo de los amigos. De ella pudiera haber dicho Jaime lo que dijo Juan Ramón cuando le dieron el Nobel: "Mi mujer es la verdadera ganadora de este premio". Ella fue su estrella, su punto de apoyo, su amor apasionado y crítico.
Raúl del Pozo

Ayer de madrugada me llamó Javier Gómez de Liaño, uno de sus mejores amigos, para decirme que Jaime había fallecido de una embolia pulmonar. Como la madre de ‘Mientras agonizo’ de Faulkner, que esperó a que sus hijos terminaran de clavetear el ataúd, Jaime claveteó en el ordenador su última columna de ‘Abc’, titulada ‘El país, en la calle’, en verso de cabo roto o rap murciano. Se fue en un placentero sueño. Abandonaba la primera línea del periodismo, donde estuvo 60 años.

Fue director de ‘Arriba’ y del semanario ‘Época’, pero era poeta desde su adolescencia, en la época en la que se llegaba al periodismo como un banderín de enganche de la literatura, cuando las redacciones eran de plomo y la censura de hierro. Empezó en ‘La Línea’ de Murcia, llegó a la conquista de Madrid colaborando en la ‘La Hora’, ‘Alcalá’, ‘Juventud’, ‘Poesía Española’ y ‘El Español’, mientras estudiaba Filosofía pura y Derecho.

Iba a la Facultad en pijama, con el abrigo encima, después de salir del periódico a las tantas de la noche. En periodismo hizo de todo: crónicas de fútbol que parecían historias de la Guerra del Peloponeso, crónicas municipales con toques quevedescos, la triste historia de España en romances, teatro, poesía… Era grande en la comedia y el recado de escribir, en ese oficio que consiste en ir desangrándose por la mano derecha a lo largo de la vida. Aprendió a desplegar la crónica con el toreo de salón de la poesía, pero conservó siempre, como un ladrón de oído, la habilidad para escuchar el argot de los burlangas y los buscas, los volatas y los trollistas. Su pajarita de papel fue el compendio de la gracia, la síntesis y la mala leche.

Jugó al póquer con Cabezón de Salamanca y Emilio Mora y lo pelaron, pero dejó tiesos a los membrillos del cine y del sindicato del espectáculo, cuya junta presidió. Se sabía, como Cela, el Ribadeneyra de memoria: «El que no se sepa el Siglo de Oro no puede tener buena prosa. El verso te obliga a la síntesis».

Era un hombre del régimen anterior -profesor de la Escuela de Periodismo, consejero nacional de Prensa, miembro del SEU-, pero nunca le oí que odiara a nadie. Carecía de hiel, desconocía el veneno de la envidia, no proyectaba sobre su ideología su demencia.

Los primeros que fueron a velarlo fueron lectores anónimos, enamorados y fanáticos, que eran sus verdaderos amigos, los que sostenían su columna, euro a euro, leyéndolo cada día con devoción. En la fiesta de su cumpleaños hubo cantantes de ópera bajo el toldo y él siguió las bellas canciones con la alegría de un niño travieso.Ya dijo Goethe que el genio es una eterna pubertad. Se emocionó con el brindis de La Traviata y levantó la copa en el último Bebiamo, bebiamo. Era un italianizante y se sumergía cada año en la delicia del Lago Maggiore, como una forma de discreto exilio; sólo se llevaba de España unas cajas de Vega Sicilia y versos de San Juan y de Quevedo. Vivía como un pachá, se gastaba cuanto escribía y lo repartía entre los familiares con menos suerte.

Entre sus virtudes no figuraba la frugalidad. Como un patricio amaba las termas, la sátira, el epigrama. Como murciano, el arte de trovar y el arte de burlar. Pasaba de Garcilaso a Petrarca sin transición.

Tenía costurones del oficio: lo demandaron Botín, Cortina y Marta Chávarri, Sarasola. Le pincharon el teléfono. Presentó denuncia contra Polanco en el caso Sogecable, que era como atacar a un león con un mal palo.

Y era sobre todo un hombre bueno. Cuando se enteró de su muerte el matrimonio filipino que servía en su casa, le dijo el marido a la esposa: «Ha muerto nuestro padre».

Se lo llevaron de la clínica en un ataúd caoba, forrado en el interior de blanco como un traje de novia. Me han contado que no ofrecía la imagen tétrica de los muertos: «Tenía una expresión burlona, como si sonriera por la espléndida corona que le había mandado Mariano Rajoy».

Nació el día 10 de mayo, un día antes que Cela y Umbral, en la Murcia mudéjar y cantonalista donde nacen esos vitalistas que devoran la noche y la vida: Paco Rabal, José Lucas, Jaime Campmany.

No le han concedido un solo premio oficial. Se los dan todos a los mismos. Pero gozaba de la verdadera gloria: la opinión que tienen los buenos de los buenos. Estaba resignado a esperar como único reconocimiento que sus amigos escribieran correctamente su apellido. Le tocó vivir en una de las Españas y enajenó a los comisarios de la otra, que siempre lo tacharon de franquista, de escribir con sal gorda y usar vocablos cuartelarios.

Llevaba en la sangre la música del idioma. Escribía con los ojos empapados de belleza. Era uno de esos pocos a los que le pillaba siempre trabajando la Inspiración, «ese zorrastrón caprichoso y voluble que unas veces te escurre y otras te deja con la pluma llena hasta los dientes». Corresponsal, enviado especial, director, cronista parlamentario, maestro de maestros; avezado en la síntesis, el tiempo, la gramática, la ironía, el desenfado; ha hecho protagonistas de la vida española a su tata Felisa, a su suegra y también a los gafes y a los malnacidos.

De franquista sólo le quedaba el bigotillo. Algunos lo describían como a un conserje de sindicatos, pero era un caballero hedonista que escribía romances en el hotel Majestic de Cannes mientras desayunaba huevos revueltos con queso, tostadas y brioches con mantequilla suiza y mermeladas inglesas, «sentado en el saledizo del balcón panzudo, que caía sobre el patio del hotel, con bar y piscina, y más allá sobre la bahía azul purísima, y a lo lejos un buque de guerra erizado y gris».

Nadie enterraba tan bien a los muertos. Era el maestro de las necrológicas. Te incineraba con 300 palabras. Te hacía un sarcófago como el que hace un traje. Apenas el sepulturero removía con la azada la tierra, escribía necrológicas perfectas y emulaba a Ruano en el arte del díptico elegiaco. Sus libros abarcan dos estanterías, pero destacan ‘El jardín de las víboras’ -una demoledora sátira contra todo-, ‘Doy mi palabra’ -sus 100 mejores artículos- y ‘El rey en bolas y otros romances’. Entre sus últimas obras, ‘El pecado de los dioses, historias de incestos’ (1998), ‘El callejón del gato. Retratos al vitriolo’ (1999) y su monumental ‘Romancero de la Historia de España: de Atapuerca a los Reyes Católicos’ (2004). La Historia se pronunciará sobre ellos.