Periodistas

11 abril 2006

EDUARDO SAN MARTÍN

El mejor periodismo

«TRES cuartas partes de descripción de los hechos y una parte de opinión sólidamente construida y de análisis argumentado». Esta es la sencilla (¿o no lo es tanto?) fórmula que ha convertido a un venerable semanario liberal, originariamente nada preocupado por su difusión, en la publicación tal vez más influyente del mundo y, en todo caso, en una de las más respetadas. Desde 1843 hasta nuestros días, la historia de The Economist constituye el relato de una adhesión intransigente a esos principios.
ABC, 10.04.06
Eduardo San Martín

«TRES cuartas partes de descripción de los hechos y una parte de opinión sólidamente construida y de análisis argumentado». Esta es la sencilla (¿o no lo es tanto?) fórmula que ha convertido a un venerable semanario liberal, originariamente nada preocupado por su difusión, en la publicación tal vez más influyente del mundo y, en todo caso, en una de las más respetadas. Desde 1843 hasta nuestros días, la historia de The Economist constituye el relato de una adhesión intransigente a esos principios. Y así la recuerda en su despedida el último director de la revista, Bill Emmott, que deja el cargo, en el ecuador de la cincuentena, después de una gestión de trece años en la que la revista ha experimentado una expansión que jamás podrían haber soñado sus fundadores, el escocés James Wilson, sombrerero y librecambista, y su yerno Walter Bagehot, auténtico inspirador del espíritu de la publicación.

Ciento sesenta años de perseverancia en unos principios y, como recompensa, el reconocimiento general. ¡Qué ejemplo para quienes, muy cerca de nosotros, tratan de conseguir apenas una brizna de esa misma influencia en el cortísimo plazo, utilizando en ese empeño el atajo de informaciones compuestas por tres cuartas partes de una opinión ramplona escasamente construida y plagada de argumentos ad personam desprovistos de toda piedad, y apenas una parte de hechos previamente filtrados a través del tamiz de sus propios juicios de intenciones!

No existen atajos en la conquista de la excelencia. Después de la Segunda Guerra Mundial, es decir, un siglo después de su fundación, The Economist seguía siendo una revista de minorías. Sólo entonces pasaría de los 18.000 a los 55.000 ejemplares, y no alcanzaría los 100.000 hasta 1970. Hoy, apenas 35 años más tarde, la revista vende un millón de ejemplares, cuenta con uno de los departamentos de publicaciones especializado en Economía y Política Internacional más prestigiosos del mundo y constituye la referencia obligada del pensamiento liberal contemporáneo.

Además de ese liberalismo intransigente que le ha llevado a ser la única publicación de su rango que viene defendiendo desde hace más de tres lustros la legalización controlada de las drogas, otras tres virtudes han contribuido a crear la aureola que envuelve al mito The Economist. La primera, la audacia. Reputada de manera muy simplista como publicación «conservadora», la revista se ha adelantado a su tiempo en asuntos que comportaban no pocos riesgos para un publicación del Reino Unido, desde la defensa de la introducción del sistema métrico hasta su matizado apoyo al euro, pasando por la propuesta de un referéndum sobre la corona británica, de la que el propio Emmott llegó a afirmar que se trataba de «una idea cuyo tiempo ha pasado».

El anonimato es la segunda. Estoy seguro de que la inmensa mayoría de los lectores del semanario nos hemos enterado de que Emmott era el director cuando hemos leído su Despedida la semana pasada, un raro privilegio -el de firmar públicamente un artículo- que casi sólo se concede a los directores salientes. Ninguna otra información se signa, con excepción de los dossiers especiales. Escritores anónimos pero no periodistas cualesquiera: el espía Kim Philby y tres políticos que llegarían a primeros ministros en su países -Asquith, FitzGerald y Einaudi- formaron parte de esa discretísima nómina.

Finalmente, la humildad. La que se manifiesta, frente al virus de la soberbia que infecta los periódicos de todo el mundo, en un permanente reconocimiento de los errores propios. O la que lleva a Emmott a explicar la posición de la revista favorable a la invasión de Irak con el gallardo argumento de que «incluso cuando se opta entre lo malo y lo peor, uno está obligado a elegir». La columna «Mrs. Moneypenny» del Financial Times le despedía así: «Aunque su modestia le llevará a rechazar la descripción, desde su puesto en The Economist debe de haber sido uno de los hombres más influyentes del mundo desarrollado y, posiblemente, también del que está en vías de desarrollo». Desde el anonimato y la humildad. Una lección.