La generación tapón
El País
31.03.06
Hace unos meses, un joven de 25 años, licenciado en filosofía y periodismo, me explicó los cálculos hechos por un grupo de sus condiscípulos, periodistas en ciernes, para llegar a puestos de responsabilidad profesional capaces para decidir la orientación del trabajo colectivo. Lo que este grupo de jóvenes veía como objetivo necesario por las nuevas realidades, decían, se encontraba obstaculizado por, al menos, dos tapones generacionales. El primer tapón era fácil de superar: a partir de los 55 años, o antes, cualquiera está hoy con un pie en la jubilación. El tapón «difícil», para ellos, era el de los que, con 35 años, aspiraban a «eternizarse» en la toma de decisiones.
Desde la suficiencia de quien ha entregado alma y cuerpo en un duro aprendizaje -los estudios de periodismo recogen, en España, a los alumnos con mejores notas y favorecen la práctica directa- estos jóvenes se veían a sí mismos como peones de brega, generalmente mal retribuidos, durante, al menos, 10 años. Les parecía una espera insoportable dada la distancia que percibían entre la realidad y su expresión mediática. Pero el tema de este artículo no es otro que el de la compleja relación, en general, entre generaciones. El ejemplo que acabo de poner ilustra otras situaciones en las que la edad y su particular circunstancia histórica y vital es lo que cuenta.
Parece claro, por ejemplo, que a la que se llamó «generación del cambio» le está llegando, si no lo ha hecho ya -por ejemplo en política, salvo alguna excepción- la hora de la jubilación. No es menos cierto que el peso y el «poder» de esta generación, que accedió muy joven a responsabilidades decisivas, ha sido clave en la modernización de España. Sobresalen ciertos rasgos comunes: ansia de libertad, fe en la democracia, europeísmo, autodidactismo entendido como aprendizaje acelerado, urgencia en la apertura al mundo, capacidad de automodernización y de tolerancia. A la vez, osada y prudente, idealista y realista, al tratar de materializar ciertos «sueños» -el del universalismo cosmopolita, hoy transformado en globalización- ha vivido en carne propia las limitaciones de la circunstancia histórica y de los ritmos colectivos de adaptación al cambio.
El destino individual de esta gente -algunos aún les llaman despectivamente «progres»- ha sido desigual en lo que conocemos de sus miembros más sobresalientes. Las generaciones sólo son una fórmula aleatoria para agrupar colectivos con experiencias compartidas. Y el «progresismo» de aquella «generación del cambio» se ha visto tamizado por la realidad vivida: algunos mantienen aún su necesidad de libertad, otros la han abandonado. Lo cual se ha utilizado como recriminación por las siguientes generaciones. Aún está por hacer ese estudio sobre «lo progre» que contemple como, a lo largo de las últimas décadas, el progreso continuo de la humanidad ha dado paso a la sombría percepción -por primera vez en la historia- de que «nuestros hijos vivirán peor que nosotros». El tema del trabajo es pieza clave en esta percepción.
Hoy, esta generación, situada entre los cincuenta y tantos y los sesenta y tantos, ha cedido, acaso, en la fuerza de las ideas, pero sigue como pieza central en el funcionamiento real del país. ¿Cuántas familias hay en España formadas por personas de esa edad que no sólo mantienen en casa a sus hijos veinteañeros o mayores -con trabajos precarios e inestables- sino que, al tiempo, cuidan de sus padres, ya muy viejos? ¿Qué pasará cuando la implacable jubilación les alcance? ¿Cómo se sustituirá ese colchón social que hay para los golpes de las nuevas realidades que nos rodean?
Quienes hoy tienen entre 35 y cuarenta y tantos, viven ahora su apogeo: la hora de la acción. Es lo que corresponde, claro que sí. Son una generación sin adscripción, ni nombre. Esta indefinición es todo un síntoma. Sus experiencias laborales se insertan en la desregulación, la economía de casino, la ley de la selva, la cultura empresarial, la inmediatez vertiginosa de los medios de masas, la concepción de los individuos como consumidores y la competición como norma de relación social. Menos ideología, más economía. No escatiman esfuerzos para lograr el éxito: tienen prisa. El «tapón» anterior les dio, tal vez, poco juego. Saben que los que les siguen están mejor formados que ellos y que su aproximación a los 50 años marca el inicio de su propia decadencia. En nuestro mundo todo va más rápido. Y ellos tienen aún que dejar su huella.
La España de Zapatero se basa en este nuevo eje generacional. Hay una realidad nueva que, a su vez, se abre a cambios en las formas de relación y de trabajo que dan origen a personas estresadas, deprimidas, ansiosas, solitarias, inquietamente viajeras, y que trabajan mejor con máquinas que con otras personas. Es el apogeo del «hombre-prótesis» del que habla Paolo Fabbri: aquel que se siente perdido sin su móvil, su ordenador, su fetiche electrónico y es un producto típico de la rapidísima modernización española. Acostumbrados a la democracia, son capaces de criticarla mucho más atinadamente que los viejos «progres» y se atreven a desafiar los viejos fantasmas ancestrales que aún circulan por el país. Son los primeros españoles verdaderamente «globales» hasta en sus referencias. Lo cual puede llevarles a exagerar las raíces autóctonas para conservar la autoestima. A todos les une «el mercado» como medio natural. Son herederos inevitables de lo bueno y de lo malo de la generación anterior.
Con esta generación indefinida en primera fila, la generación tapón se transforma en la voz de la experiencia: algo más que un tópico. A la vez, los más jóvenes presionan: aguardan su turno. Los más jóvenes son un misterio todavía, pero sus protestas, expresadas de formas variadas, surgen por todas partes: pretenden abrirse un hueco en el presente. Son tres generaciones distintas pero unidas en una cadena humana que siempre ha pretendido algo similar: la conquista del futuro colectivo. Algo que no se logra sin la experiencia del pasado, la lucha por el presente y el porvenir como horizonte.
Margarita Rivière es periodista y escritora.