La audiencia de la audiencia
El País
30.03.06
En un tiempo, el lector era el rey. Lo mismo que al cliente, siempre le correspondía la razón. O había, paradigmáticamente, que concedérsela. A fin de cuentas, los periódicos se legitimaban presentándose como «la voz de la calle». De un lado se situaba el poder político, económico o religioso y, de otro, se hallaba el ciudadano común para cuya defensa se editaba, idealmente, el periódico. Todos los periódicos no oficiales se han pretendido o declarado «independientes», nacidos en favor de la libertad y de la justicia. En las películas del Oeste, el editor de unas hojas a ciclostil donde se estampaban verdades como puños acababa tiroteado por los sicarios de algún bandido y con su sacrificio ejemplarizaba la identidad moral de la prensa y su ejercio casi sacerdotal. ¿Qué queda de todo ello en nuestros días?
La prensa y los medios de comunicación en general ya no pertenecen prácticamente nunca a un pobre diablo sino a ricas corporaciones multimedia que presagió el ciudadano Kane y que responden, en grado superlativo, a las leyes del negocio. Quizás jamás, como ahora, se hace tan cierto e imperativo que «el cliente tiene la razón». Más aún: el cliente pasa a convertirse en el protagonista mismo del mensaje.
Las radios, las cadenas de televisión, los diarios han ido ampliando durante los últimos años los espacios a disposición de los oyentes, de los telespectadores, de los lectores. Apenas queda algún media con vida que no presente con la mayor visibilidad una plataforma donde los clientes opinan, bromean, critican, proponen, desdeñan, halagan, palpitan sin tregua a través de llamadas telefónicas, SMS y correspondencia al director. El medio procede disipándose como mediador de la realidad para reencarnarse como una objetividad de sujetos.
El consumidor avanza hasta la linde del escenario, flota hasta la superficie de la pantalla, acude como un redactor más hasta la página habiendo devorado a través de su progreso la clásica tramoya del aparato reproductor. He aquí la pauta en boga en la generalidad de los medios: proyección de voces e imágenes en directo, palabras del radioescucha sin mediaciones o artificios, tal como surge naturalmente y en directo, al estilo de la comida bio.
Pero ¿significará esto el final del periodismo, el desempleo del guionista, la muerte del locutor? Lo más consecuente con esta amenaza se encuentra, sin duda, en el preconizado fin de lo social. Porque en la radio, en el diario, en la tele o en el blog, la idea promovida antes por el «intelectual orgánico» se sustituye por la difusión de la idea emotiva y personalizada.
No importará lo triviales o estúpidas que resulten las intervenciones del cliente (lector u oyente), lo decisivo reside en esta oleada de personismo que va ocupando el vacío dejado por el descrédito de las instituciones. Así, el público no sigue a la crítica profesional sino al boca a boca. El marketing no confía en la institución publicitaria y desarrolla el marketing viral o difusión de marcas remedando las habladurías. Igualmente, los blogs, donde cualquiera regodea su vida privada sirve para que las firmas se promocionen como si fueran, a su vez, personas o diálogo interpersonal.
La comidilla, el cotilleo, la cháchara reemplazan a la ideología. El supuesto «fin de lo social», según Tourain, se corresponde con el auge de lo personal. A primera vista, todos los medios de comunicación nos parecen peores que hace un tiempo, peores en relación al modelo intelectual anterior. Igualmente, la cohorte de nuevos jóvenes y adolescentes tiende a considerarse tanto como una generación como una degeneración. Pero acaso, éste y otros efectos similares, proceden precisamente de aplicar una óptica de vieja generación. La cultura es lo que el cliente de la cultura es, y el campo donde hoy se configura coincide en mucho con la superficie de los media. La superficie de los media o la nueva piel del mundo compuesta por la creciente constelación celular que impulsa la voz de la clientela. La audiencia de la audiencia.