Periodistas

14 marzo 2006

ALBERTO SOTILLO

El malo de Hemingway

Porque ya hay que ser majadero para aspirar en esta vida a ser corresponsal de guerra. Pero más majadero, si cabe, es que muchos de esos aspirantes crean que, para serlo de verdad, deban convertirse en un patético remedo de Hemingway, y mirar el mundo por encima del hombro.
ABC
Alberto Sotillo

ABC, 13-03-06

Ahora que el inimitable corresponsal Tomás Alcoverro acaba de publicar la recopilación de sus crónicas en su libro «El Decano», quiero recordar aquel tesón con el que durante la guerra de Irak nos repetía aquella cita de Josep Pla que dice que «es más difícil describir que opinar». Porque ya hay que ser majadero para aspirar en esta vida a ser corresponsal de guerra. Pero más majadero, si cabe, es que muchos de esos aspirantes crean que, para serlo de verdad, deban convertirse en un patético remedo de Hemingway, y mirar el mundo por encima del hombro. Hemingway fue un pésimo corresponsal; y sus crónicas de la guerra de España son un infatuado tostón. Su mayor acierto fue la cita de Donne para el título de su libro «¿Por quién doblan las campanas?». Hay quien intenta fugarse de la realidad huyendo hacia la literatura. Pero da la impresión de que Hemingway hacía lo contrario. Que pretendía huir de la literatura con una apremiante fuga hacia la realidad.

Y ése es un mal principio. Hay quienes creen que un corresponsal de guerra debe curtirse en cursillos de supervivencia, hacer escalada, aprender socorrismo, vestir como un guarro, familiarizarse con las armas y ensayar una torva mirada. Todo eso es mentira. Un cierto conocimiento de lenguas y de historia ayuda. Pero lo imprescindible de verdad es un sólido conocimiento de Garcilaso. Aunque sólo sea por esos versos que dicen: No pienses que cantado/ seria de mí, hermosa flor de Gnido,/ el fiero Marte airado,/ a muerte convertido,/de polvo y sangre y de sudor teñido.

El corresponsal de guerra no existe. Pero si no le queda más remedio, su único bagaje pasa por el conocimiento de Garcilaso, la compasión y un disparatado sentido del humor.

Lo de marear al interlocutor con el relato de viejas batallas no es que sea imprescindible, sino inevitable. Es la secuela que deja el oficio. Así que vamos con otra. En el asedio de Sarajevo iba a entrevistar a Susan Sontag cuando se me ocurrió hacer un mal chiste. La autora de «La enfermedad y sus metáforas» me acribilló entonces con la mirada, y advirtió: «Si has venido a hacer chistes en vez de una entrevista, mejor lo dejamos». Accedió, pese a todo. Conté esa noche lo que me había ocurrido a Arturo Pérez Reverte, quien, para mi consuelo, me hizo una sumaria reseña de la escritora en términos felizmente irreproducibles en letra impresa. Nuestro teniente Reverte era mucho mejor corresponsal que ella. Como se demostraba en que con él nos partíamos el pecho. Y con la Sontag, ni hartos de vino.

Igual que con Alcoverro aquella vez en que, en mitad de un bombardeo, al arrastrar una silla provoqué un chirrido y él apuntó: «¿Podrías repetirlo?» «¿Qué?» Vino un tremendo bombazo, pero él ni caso: «Ese chirrido de tu silla… es interesantísimo». Vino otro trallazo más. Y nos partimos de risa.