Guadalajara

9 marzo 2006

DIARIO CRÍTICO

Caminos en la sierra de Pela

"Es un rincón escondido, inaccesible. Frías e inhóspitas elevaciones serranas que marcan el límite con la Castilla vieja. Es la zona norte de la provincia de Guadalajara, un territorio de relieve muy replegado con sierras como la de Pela, rayana con la vecina Soria."
Así comienza la última crónica ganadora de nuestro concurso de viajes. Con ella su autor, Raúl Conde Suárez, nos conduce a la provincia de Guadalajara y amplía nuestro 'club de viajeros de Ociocrítico'
Diario Crítico, 08-03-06
Raúl Conde

Es un rincón escondido, inaccesible. Frías e inhóspitas elevaciones serranas que marcan el límite con la Castilla vieja. Es la zona norte de la provincia de Guadalajara, un territorio de relieve muy replegado con sierras como la de Pela, rayana con la vecina Soria. El nombre no es casualidad y su origen quizá responde a las bajas temperaturas que sacuden el invierno. Pero no hay por qué asustarse. El paisaje transmite frialdad sólo en apariencia. En el fondo, provoca un interés sanísimo de recorrer sus caminos agrestes. “Por los montes cárdenos camina otra quimera”, escribió Machado en sus soledades.

La mañana se ha presentado gélida. Campos castellanos cubiertos de un blanco descorazonador y triste, aunque delicado. El olfato se revela inútil. El clima no permite oler ni la miel de Sigüenza ni el perfume que desprende la sequedad de la tierra. Nada interrumpe el silencio, salvo el soniquete afligido del viento que azota a primera hora. Los cánticos de los grillos, de los gorriones y de los buitres leonados que sobrevuelan sin apenas batir las alas, han desaparecido de estos parajes, cercanos a la ribera del río Sorbe. Nos queda la ausencia de ruido. Y con ese equipaje, basta. Lejos de aquellos días de verano en los que el sol luce con vigor y el bullicio ciudadano revitaliza la ya de por sí apagada vida de estos pueblos, el tiempo de hoy es el ideal para conocerlos en su interior, con su auténtica personalidad y desprovistos de engalanamientos festivos propios del estío.

Llegado desde la montaña del Alto Rey, cruzo el desmochado puente sobre el río Manadero, afluente del Bornova. A la derecha, el popular merendero. A la izquierda, la villa de Albendiego, emplazamiento de la ermita más característica del románico de Guadalajara. Un diamante que se ha conservado con admirable apego de los habitantes de un caserío que se yergue en una amplia y enfondada cuenca. Es un edificio muy bello sitiado por una arboleda inusual en la zona y ornamentado con un extraordinario ábside señero y una sorprendente piedra tallada. A su lado, la minúscula población de Albendiego, desamparada en una singular posición de la sierra. El estrecho camino asfaltado de la entrada le hace permanecer unido con la carretera local y, de esta manera, con la civilización de nuestros tiempos. No se ve a nadie, ni siquiera en la fuente de la Plaza del Reverendísimo Obispo Dr. Ricote. Tan sólo a un labrador, con una mirada cansada, que se apresura con su tractor a realizar las tareas del campo.
-Buenos días, ¿vive usted solo?
-No, he dejado al perro en el corral de mi casa.

Y entonces recuerdo un párrafo que luego releo en Delibes: “Ahora caminaba en silencio, pacientemente, con un espacio de treinta metros entre ambos. El hombre bajo y mísero seguía la línea alta de la ladera. Marchaba en silencio y, de cuando en cuando, sus labios emitían un leve silbido. La perra, al oírlo, volvía la cabeza y le miraba. Él miraba también a la perra y había en los dos pares de ojos una mirada recíproca de comprensión” (La mortaja, 1963).

La estampa es austera y el ambiente, gélido. A lo lejos se otea el castillo roquero de Atienza. La mañana avanza en Somolinos y decido desayunar en la pensión “Los cazadores”. Y así, como quien no quiere la cosa, uno repara en las cosas de esta comarca. Por ejemplo, en su espléndido románico, sencillo, armonioso, quizá herencia fruto de la hostilidad de su geografía. En Somolinos poco hay de este estilo, pero la sorpresa se encuentra en las afueras, concretamente, en su laguna glaciar. Bañada en aguas del jovencísimo Bornova, es un estanque natural, de aguas heladas y claras. Una mancha azul… y verde entre las paredes calizas que la circundan, rodeada de carrizales y chopos. La carretera asciende en fuerte pendiente salvando el desnivel del zócalo calizo. Las llanuras cercanas al municipio de Campisábalos, rectas y solitarias, dan una sensación de plenitud. Son las parameras desabrigadas de la sierra norte de Guadalajara. Dos ancianos pasean por ellas mientras el silbido de los pájaros anima la soledad de la plaza Mayor. En el centro del pueblo se levanta la iglesia de San Bartolomé, regalo del siglo XII, un emblema de la austeridad y la belleza que caracteriza al románico rural.

El reloj marca más de las doce y el sol empieza a calentar, aunque poco. Todavía más escorado en los confines de la provincia, Villacadima se presenta a ojos del viajero como un pueblo fantasma. Y de hecho lo es: no vive nadie en invierno y hace tan solo dos años que acometieron la instalación del agua. Pero es un lugar entrañable, singular. Y con una iglesia cuya portada románica resulta soberbia. Por dentro, nada. Todo lo que había se lo llevaron al museo diocesano seguntino, por si acaso a los cacos les da por hacer turismo rural. Villacadima ha dejado de ser un pueblo porque ya no le quedan niños corriendo por sus callejas ni tampoco pastores que trabajen la tierra. Pero continúa siendo un caserío de Castilla, aunque sólo sea por el lavadero público que conserva en su parte alta. Un ejemplar antañón. Un pedazo de su historia.

Pinares y pastos se suceden en la carretera que conduce, primero a Cantalojas, que cobija el parque natural del Hayedo de Tejera Negra, y luego a la villa de Galve. El valle va abriéndose. La vacada en el Rejal anuncia el aprovechamiento ganadero de la zona. ¡Por fin algo productivo!. Las reses de los hermanos Esteban, o de los Arenas de Cantalojas, descansan al pie del cerro en el que se asienta un castillo del siglo XV. Fue construido por la familia Estúñiga sobre uno anterior del infante Don Juan Manuel. Hoy se ha convertido en una ruina. Manuel Leguineche escribe que “Castilla se cae a pedazos y por todas partes brotan polideportivos y plazas de toros. El castillo sobre el alcor se viene abajo”. La muela de Galve de Sorbe está por completo bañada de un blanco de película. Los campos han cambiado, el terreno es más llano y mejor comunicado. Las casas, con personalidad propia, mantienen ese aire serrano de luces. Las chimeneas despiden humo. En el bar, dos parejas echan una partida de guiñote.
-¡Si hubieras arrastrado antes, no se habían llevado las últimas!, le espeta uno de los jugadores a su compañero.
-Cuéntalas, a ver si vamos de vueltas, contesta el otro.
El día se ha abierto pero el frío no perdona. Entretanto, el asador del pueblo macera un cabritillo en el horno de leña.