Río Mesa
Al nordeste de la provincia de Guadalajara se abre paso el río Mesa hendiendo las calizas de la fría paramera de Molina. De sus tranquilas aguas bebieron celtas e iberos, romanos y visigodos, árabes y cristianos; aguas tranquilas pero muy trabajadoras, que han excavado pacientemente cañones que, a la vista de su humilde nacimiento, resultan obra insólita. Nunca debió estar muy poblado pero hoy en día, las pocas gentes que aún perviven en el valle saben que un futuro incierto se cierne sobre los pueblos, porque cada día son más los hogares que se cierran. Y mientras tanto, ajenas a las tribulaciones de los ribereños, las aguas del río Mesa siguen lentamente en curso, entre las mismas sabinas centenarias que las contemplan desde hace siglos, rodeadas de quietud y silencio, camino del Mediterráneo.
Cuando el caminar me lleva por territorios tan solitarios y apartados como el valle del río Mesa, siempre me surge una infantil curiosidad por los motivos que llevaron a las gentes a establecerse en ellos, y encuentro un extraño placer en la especulación sobre las posibles razones para decidirse por uno u otro lugar: la disponibilidad de agua potable; la fatigosa construcción en las pendientes, sólo explicable por la necesidad de preservar las escasas vegas productivas y asegurarse la obtención de alimentos; la situación estratégica en las vías de comunicación; la defensa proporcionada por la orografía…
La primera vez que llegué a Selas, el pequeño pueblo donde nace el río Mesa, era invierno, un invierno duro, pero los habrá peores en esta mesa elevada –quizás de ahí el nombre del río- que es la paramera de Molina. Ese día nuestro compañero era tan sólo un regato, ¡qué digo!, un hilo de agua en su manadero, cariñosamente adornado con una obra de piedra caliza y una inscripción en mármol blanco que reza: Nacimiento Río Mesa, sabiéndose los escasos vecinos de Selas poseedores de un gran privilegio. Nace en una pequeña vaguada, a escasos metros del pueblo, cercano a una fuente que el propio río alimenta, acompañado de chopos, juncos, espinos, menta y berros, cuyos verdores primaverales le acompañan y conservan el frescor de sus aguas en los primeros metros de su vida.
La localidad, que según el mapa se encuentra a 1.219 metros, debió tener cierta vida hasta casi la década de los setenta, gracias a la extracción de resina y madera que una compañía vasca practicaba en los vastos pinares de su municipio. Pero los pinos dejaron de exudar la preciada miera y hoy en día la localidad amanece dormida, solitaria, en espera del calor estival que traiga a los hijos del pueblo, y es que aquí, como en el resto de la comarca y del país, fueron paulatinamente migrando desde mitad de siglo, en pos de mejores condiciones de vida que les negaba el campo y que les ofrecía la industria y los servicios en las ciudades. Se marchó la savia joven que mueve la economía, y ahora los pueblos sobreviven con los pocos que quedaron, cada día más viejos y resignados a bregar endémicamente con las carencias de accesibilidad, la aspereza de su relieve y el árido clima del páramo.
Selas es una población, ni grande ni pequeña, que pasa desapercibida si no llegamos a ella intencionadamente. Su caserío refleja las buenas condiciones económicas del pasado, siendo habituales las construcciones suficientemente grandes de sillar de caliza, que dan solidez y acomodo, un poco alejadas de la tónica constructiva que nos espera en el valle. Si subimos a la parte más alta del pueblo podremos divisar la iglesia parroquial, y hacia el poniente Anquela del Ducado, nuestro próximo destino.
El río se abre paso a través de una estrecha y panda vega labrantía de marrones tierras y rastrojos de cereal, entre la sierra de Arangoncillo y las altas planicies o parameras de Selas, el principio del Sistema Ibérico o el fin de la meseta castellana, y el lugar preciso donde unas aguas se las lleva el Tajo y otras se van a parar al Ebro.
En Anquela el río gira hacia el norte, como huyendo del Atlántico, y forma un bello paraje encañonado que taja la Sierra de Aragoncillo digno de ver. Si subimos hasta las abandonadas eras de este blanco y bonito pueblo –un graderío sobre la ladera que entendemos rápidamente por la pequeña vega a sus pies-, tendremos una buena vista del cañón y del valle. En lo más alto está la iglesia, como correspondía a su posición en el antiguo orden social.
CENTENARIOS ÁRBOLES DE INCIENSO
El fluir de las aguas nos lleva por una serpenteante y solitaria carretera que circula por el valle. El cielo, azulísimo y eterno, parece acariciar a la tierra, repleta de matices cromáticos, en un abrazo mágico e inseparable. El viajero que transitando por estos olvidados lugares se olvide de sí, escuchará en el viento las voces de los ritos celtas que por aquí se celebrarían, mientras las encinas, quejigos y las siempre verdes sabinas de las laderas le susurran los clamores de las cacerías medievales que vieron sus hojas.
El árbol dominante en estos terrenos es precisamente la sabina albar, cuyo apellido científico –thurifera- significa productora de incienso y, aunque no produce tal, su dura e imputrescible madera se utilizaba en armarios y arcas por el penetrante perfume que daba la ropa. Es muy resistente al frío y tuvo por ello su momento de esplendor cuando los hielos cubrían gran parte de Europa y de la Península pero al desaparecer en nuestras latitudes, los sabinares quedaron recluidos en los lugares más gélidos donde –no hay mal que por bien no venga- no hay especie arbórea que les haga competencia.
La carretera nos conduce siguiendo las caprichosas vueltas del río, unas veces flanqueado por murallas rocosas, otras, por laderas tendidas, cuajadas de arbustos y plantas aromáticas y tachonadas de sabinas o encinas. De vez en cuando el paisaje humanizado se adorna con singulares casa palomar, muy típicas del Señorío de Molina, como la que corona el altozano donde se ubica Turmiel. El origen del pueblo es muy antiguo, como atestiguan los restos cercanos de una necrópolis celtíbera y otra visigoda, de las que seguramente nadie sabrá dar razón. Después llegaron los romanos, y los árabes dejaron una magnífica red de acequias a lo largo del valle que aún perdura. Es destacable su iglesia, de San Pascual y de San Roque, del siglo XVI, cuya hermosa espadaña bien merece una fotografía de recuerdo.
A Establés llego un día de verano y la casualidad me lleva a conversar con Santiago Sanz, el alcalde. Es un hombre mayor, curtido por una vida llena de esfuerzos en esta tierra, que no le han arrebatado su carácter amable y hospitalario. Tanto es así que, al poco de hablar con él, ya me estaba invitando a una fresca cerveza a la sombra de su tejado mientras me razona con orgullo: “dicen que sabina sólo hay en España, y que en España sólo hay sabinas aquí, luego tenemos el sabinar más grande del mundo”. No seré yo quien le desmienta.
Este es un pequeño y bonito pueblo, de esos a los que gusta volver y que tiene el valor añadido de la excursión al pico Aragoncillo: dos horas escasas para coronar sus 1.518 metros. Pasear hasta su cumbre entre sabinas, bajo las que germina una aterciopelada y siempre verde pradera, sentarse o tumbarse allí debajo para tomar el fresco, sobre todo en los calurosos y secos días del verano, es un placer de pequeños dioses, gratuito y sin horarios.
PUEBLOS PEQUEÑOS, HISTORIA LARGA
La carretera que lleva a Establés se retira unos kilómetros del valle del Mesa, pero se harán con gusto a fin de contemplar su maltrecho castillo medieval, nombrado de Mala Sombra. Los del pueblo lo bautizaron así para vengarse de la crueldad de su fundador, Gabriel de Ureña, que obligó a los vecinos a pagar fuertes tributos económicos y físicos para su construcción.
Permítanme una sugerencia. Dirijan pasos hacia la salida opuesta al pueblo, hasta un hermoso pairón -un pilar de piedra rematado por una cruz- con la inscripción: “Cuando yo te conocí era un niño y tú eras viejo. Ahora yo soy el viejo y tú el niño”. Adivinen. Allí se abre a nuestros ojos una bella postal castellana, la del pueblo mimetizado por el color del adobe, la piedra y la tela rojiza, en los campos de cereal y los montes de sabina.
Anchuela del Campo es un barrio de Establés, territorio que fue del dominio del Común de Villa y Tierra de Calatayud, tras ser reconquista a los árabes allá por el año 1.122 por Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, pasando más tarde a la sesma del Campo del Señorío de Molina. Conserva su iglesia, dedicada a San Miguel, con portada renacentista y culminada por una bella espadaña –como lo son todas las de por aquí- rematando el templo, y algunas casonas blasonadas, como la de los Cubillas.
Hinojosa es para muchos el pueblo arquitectónicamente más destacado del valle del río Mesa. Para disfrutar sosegadamente de la frescura de sus calles, es imperativo apearse del vehículo y descubrir con ritmo pausado sus casonas, con el estilo de las del Señorío de Molina, cuyas fachadas lucen con altivez sus escudos de armas. Son las de los Moreno, los Ramírez y los Malos, levantadas en el siglo XVIII. Destaca significativamente la iglesia de San Andrés, del XVI, con un retablo dieciochesco. En la Plaza de la Reina María Cristina, algunos hinojoseños podan los plátanos sombra mientras me cruzo con un hombre de mediana edad que, sorprendido por mi visita al pueblo, me informa de la existencia de un camino señalizado, el PR-GU11. En los cercanos Cerro de la Cantera y la Cabeza del Cid se emplazaron un asentamiento de la Edad del Bronce y un poblado celtíbero respectivamente, éstos últimos muy frecuentes por la comarca.
En Hinojosa tomamos la carretera que baja hacia el pueblo de Milmarcos -los mil marcos de oro que costó su compra- en busca de una pequeña y escondida joya del románico rural del siglo XII que hemos encontrado en los libros. Efectivamente, al poco surge, como un perdido barco fantasma en mitad de la bruma, la ermita de Santa Catalina, que fue en la Edad Media iglesia parroquial de Torralbilla, pueblito abandonado del que solamente sus caóticas ruinas pugnan para que no caiga en el olvido, en un lugar con un hechicero perfume de sosiego y armonía que surge de entre las verdes y antiguas sabinas. Del templo, al que llegó la influencia del monasterio de Silos según hablan los estudiosos, maravillará sobre todo la puerta abocinada y su atrio porticado, orientado al mediodía para arroparse contra los fríos del norte.
Si se quiere descubrir la verdadera esencia de la comarca, si se quiere conocer la realidad demográfica que la estrangula, hay que llegarse a esta tierra en invierno. La naturaleza se tiñe de infinitas tonalidades según la volubilidad del sol, de su altura sobre el firmamento, y de las nubes que se afanan en esconderlo. Encontrará Labros en la falda de un cerro, desiertas sus intrincadas y escalonadas calles. En la soledad y el silencio, que pesan, tan sólo el ladrido de los perros y el tenue humo que escapa de alguna chimenea, delata que alguien vive tras las puertas cerradas. Subiendo hacia la Iglesia de Santiago me encuentro con la figura extrañada por mi presencia de uno de sus diez vecinos.
De Labros sabemos que los primeros en llegar, al igual que en otros puntos de la Meseta norte, fueron los celtíberos, en torno al siglo V a.C., en plena Edad del Hierro. Vinieron luego los romanos y fundaron Labrica, y sobre el mismo plano se instalaron los árabes, que fueron finalmente expulsados por Alfonso I el Batallador en la reconquista. Que hayan ocurrido tantos acontecimientos en este espacio tan pequeño me parece sorprendente.
La ruinosa iglesia de Santiago de Labros no está para ningún trote, de modo que el culto se realiza en la ermita de la Virgen del Regazo o de las Angustias, del siglo XVIII, que cuenta con un interesante retablo coetáneo y una buena talla del apóstol Santiago. Merecen la pena los pulsos acelerados por la subida con el fin de encontrar en la ruinosa iglesia una espléndida portada románica de finales del XII, con armos semicirculares y dibujos geométricos, que reposan sobre dobles capiteles decorados con figuras antropomórficas y geométricas. Rodeando la arquivolta externa, corre un resalte semicircular de delicada ornamentación, con una parte central ajedrezada, y dos laterales tallados con roleos románicos. Si mis conocimientos de arte no fallan, el origen de ese ajedrezado está en el estilo generado en Jaca por el Camino de Santiago. Y dejamos la iglesia con su espadaña inflamada por el sol del ocaso.
La historia de Amayas no es menos dilatada que la de Labros. Parece estar su origen en el asentamiento de unos pastores durante la repoblación tras la reconquista. Su paisaje rural no ha debido experimentar cambios notorios desde la Edad Media: una orla de campos de cereal rodean el pueblo; tras ella, los sabinares y pastizales donde recoger leña, pastorear los ganados y cazar. La fauna es variada y no es raro encontrar jabalíes, zorros, conejos, ardillas, lirones, erizos, comadrejas, muchos buitres, mochuelos, codornices, lagartos, culebras o la temida víbora, por citar algunos.
Cuenta el caserío con un templo del s. XVIII, la casona del Marqués, con arquitectura típicamente molinesa, un típico palomar y tres pairones, en sendas entradas al pueblo. A las afueras, emplazada en un alto, se encuentra la sencilla ermita de Santa Bárbara. El esfuerzo de llegas hasta allí puede ser considerable si el motivo es únicamente la contemplación de la sencilla construcción, pero la subida tiene una recompensa: el amplio panorama que se obtiene en el horizonte. Allí enfrente se yerguen al norte, como fósiles del frío, las cumbres del Moncayo y de Urbión. Con la vista viaja la mente y recuerdo las palabras del gran alpinista francés, Gastón Rébuffat, en su libro La montaña es mi reino: “De nuestros sueños nacen las grandes alegrías de nuestra vida. Pero siempre hace falta tener alguno, los prefiero a los recuerdos”.
UN OASIS ENCAÑONADOUN NUEVO REINO EN TODOS LOS SENTIDOS
A la salida de Algar, el río Mesa abandona la provincia de Guadalajara< y nos depara profundos cambios, en lo natural y en lo social. Lo que hasta ahora había sido un cañón de humildes proporciones se amplía hasta magnitudes extraordinarias, en el que es el tramo más espectacular de todo el recorrido, y las señas de identidad castellanas son sustituidas por otras: estamos en el reino de Aragón, en la comunidad de aldeas, villas y lugares de Calatayud. Un nuevo reino en todos los sentidos. Calmarza, población que no supera actualmente los sesenta habitantes, es el primer pueblo de Zaragoza. En su plaza Mayor, ocupada por el frontón del juego de pelota, un hombre mayor que trae un burro atado me pone inmediatamente al corriente de la situación humana que vive la localidad. Nada que no se distinga de la tónica económica y demográfica del valle, el mismo envejecimiento de su población, la tristeza por un futuro sin esperanza, la incertidumbre por la supervivencia. Lo mismo que con gran simpatía me transmitió Pedro Monje, el amable pastor que encontré con sus ovejas en los alrededores del pueblo. Atraído por el rumor de una corriente de agua embravecida, sigo una calleja por la que discurre una estrecha acequia. Contemplo a la derecha lo que en tiempos fue un molino y fábrica de papel que calculo debió construirse por el siglo XVIII, y a su lado un hermoso pairón dedicado a la Virgen del Carmen. Más allá encuentro la hermosa y sonora cascada que forma el Mesa sobre la piedra que por aquí llaman tosca, una roca formada por el depósito en la vegetación del río de los carbonatos disueltos en el agua. La ubicación del pueblo es defensiva. Así lo confirma la presencia de una torre vigía, mandada construir por los Palafox, un antiguo linaje nobiliario de la cercana Ariza, que podremos encontrar bordeando el pueblo; si hay suerte –que estén los propietarios de la vivienda alta y soporten la molestia- desde lo alto de la torre tendremos una hermosa y estratégica panorámica del valle. El pueblo se encuentra ubicado en un abrupto espolón rodeado por un meandro del río, excelente situación para la defensa y el control del territorio entre los rivales reinos medievales de Aragón y Castilla. Si seguimos callejeando, enseguida encontraremos la Iglesia de la Asunción de María, junto a la que se construyó una ermita anexa, de estilo neoclásico. En el templo principal, que data de los siglos XVI al XVIII, pervive algún elemento románico, como la portada y la pila bautismal. Pero lo más representativo de Calmarza, desde mi punto de vista, es el paisaje natural. No es para menos, pues además de la imponente formación geomorfológica que constituyen las elevadas y verticales paredes del cañón, podemos observar de aquí a Jaraba una de las colonias de buitre leonado más importantes de la Península Ibérica, por lo que desde 1.989 se encuentra catalogado este tramo del río como Área Importante para las Aves de los cortados del río Mesa. Unos kilómetros más allá llegamos al Santuario de Nuestra Señora de Jaraba, donde lo primero que llama hondamente la atención es su vertiginosa construcción sobre un escalón rocoso alzado en una de las paredes de un cañón tributario del Mesa. Aunque su origen es más antiguo, el Santuario es una típica construcción del XVIII: un ábside en forma de concha que alberga el altar mayor, el crucero presidido por esbelta cúpula y una nave, rematada con bóveda de medio punto, con tres capillas a cada lado. El templo conserva varios retablos barrocos, pinturas y altares y, como era costumbre, cinco lápidas sepulcrales. Posee también el santuario un esbelto campanario con dos grandes campanas de bronce y una casa adosada que en otros tiempos ocupaban el capellán y los santeros. Pronto alcanzamos Jaraba, la capital en importancia económica del valle, población conocida desde antiguo por la bendición de sus aguas termales. El paso de un gran rebaño de cabras retrasa unos minutos mi andadura –cosa que me agrada- hasta el Balneario de la Virgen, donde en la fachada del edificio una inscripción en letras grandes dice: “Baños primitivos de la Virgen utilizados desde el s.XI, insustituibles en enfermedades del riñón; eficacísimas para el reumatismo”. Es este complejo termal, junto a otros dos más, los baños de Serón y los de Sicilia, el motor del desarrollo del sector aragonés del valle, que atrae tanto a los más jóvenes vecinos de las localidades próximas por la oferta de empleo, como a un sinnúmero de clientes, principalmente gente mayor que busca loas afamados beneficios de sus aguas. El paisaje urbano experimenta un cambio brusco y contradictorio. A pocos metros de las arquitecturas postmodernas y funcionales de los baños, aún quedan los restos de antiguas construcciones agrarias en adobe, sobre arcillosos terrenos de un intenso color rojizo, otro de los cambios, pues el cañón ha desaparecido súbitamente antes de llegar al pueblo. Ahora encontramos de nuevo un paisaje de vega, no muy grande pero sí fértil, interrumpido ocasionalmente por algunas ramblas como que acechan a Jaraba. Poco antes de llegar a Ibdes y tras recorrer unas decenas de metros por el camino que nace junto al peirón –así llamado en Aragón- dedicado a San Juan, hallamos la gruta de las Maravillas, la ermita de la Soledad, igualmente excavada en la roca, y más adelante la nevera donde se conservaba la nieve, que duraba hasta el mes de noviembre. Si queremos visitarlas –y merece la pena-, nos veremos en la necesidad de solicitar las llaves en el Ayuntamiento. Esta localidad aragonesa, de intrincadas calles e irregulares pavimentos, se alza en la ladera izquierda del valle, destacando por encima del caserío su hermosa iglesia neoclásica de San Miguel Arcángel, construida sobre lo que antes fue fortaleza romana, mezquita árabe y castillo cristiano, destruido por Pedro I el Cruel. A Ibdes llega la cola de La Tranquera, el embalse que frena las aguas del río Mesa; han sido nuestras libres compañeras de viaje pero con la pérdida de su libertad se nos acaba el valle y el ánimo. “Donde hay una voluntad, existe el camino”, dijo Rebuffat. Yo les insto a recorrer éste. PAIRONES Y CRUCES DE CAMINO
Desde los albores de la Reconquista, a medida que los pueblos iban siendo arrebatados a los musulmanes, se generalizó la costumbre de colocar cruces alzadas en las encrucijadas y entradas a las villas y lugares. Simbolizaban la fe cristiana del territorio, invocaban la protección divina y eran un saludo al caminante, dándole a entender que se encontraba en tierra cristiana. Como los cruceiros en Galicia, los santuchos en Cantabria o los humilladeros en Aragón, los pairones y cruces de camino son muy frecuentes en la paramera de Molina. Los más representativos son: en Amayas, los dedicados a la Virgen del Pilar, a Santiago y San Antonio y a San Martín y San Pascual, colocados en las tres entradas del pueblo. En Labros, el pairón barroco de Sta. Bárbara. En Mochales, a las vírgenes de Jaraba y de los Remedios. Ya en Villel, a San Pascual y a Nuestra Sra. del Carmen.
EL MES DE LOS MAYOS
En la noche del 30 de abril se reunían los mozos del pueblo para clavar en la plaza el árbol más alto que habían encontrado; lo adornaban con hiedra y flores y colgaban prendas de las mozas. Los mozos se sorteaban a las mozas y después se hacía la ronda que pasaba por la puerta de todas ellas para anunciarles al mayo que les había tocado. Durante el mes de mayo los días que había baile era preceptivo, o al menos de buen parecer, sacar a bailar a la maya que a cada uno le había tocado en suerte. En las rondas cada mayo cantaba a su maya, y el último domingo se organizaba una ronda para despedirlas a la que las mozas correspondían con algún regalo. La primera copla bajo la ventana de la maya pedía licencia para cantar, licencia que no se negaba: “Pido licencia, señora / para poderos cantar/ y deciros muchas cosas/ que rompen mi cortedad”. Luego los mayos describen las facciones del cuerpo de la maya: “Esos son tus ojos/ dos luceros claros,/ que alumbran de noche/ a cantar los mayos”. Llegando al fin las despedidas: “Quiérelo, zagala/ quiérelo, doncella/ que es el mejor chico/ que hay en esta tierra./ Y ha dicho, señora/ que vendrán mañana/ a darle los días/ de mayo la entrada”.
EL MENÚ DEL DÍA
Antiguamente la nutrición de las gentes del río Mesa estaba basada en los derivados del cerdo. El menú del día solía empezar con el típico almuerzo, que constituía la comida más fuerte para las personas que iban a trabajar al campo, siendo los platos más usuales migas con torreznos, sopas de ajo, o gachas de harina de almortas o de trigo, endulzadas con remolacha. A mediodía lo normal era el cocido con judías o la sopa de pan, que se comía en cuencos de barro o todos juntos en la sartén. Por la tarde solía tomar en la merienda pan con manteca de cerdo, o con nata, aceite, vino o azúcar. Hoy en día, la gastronomía del valle conserva arraigadas influencias tanto castellanas como aragonesas, y entre los platos destacan: FARDELES: elaborados con hígado de cerdo, huevos, pan rallado, ajos y especias. Cuando la pasta está en su punto se hacen unas tortitas que se envuelven en la redecilla de la manteca. Se dejan secar y luego se fríen o se asan cuando se van a comer. MORTERUELO: distinto al de Cuenca, también se prepara con hígado de cerdo, alguna pieza de caza, trozos de jamón, pan rallado y especias. Finamente picado y a fuego muy lento se va espesando hasta hacerse una especie de paté. MOSTILLO: se hace con agua de miel, harina, nueces, almendras picadas, ralladura de piel de naranja y canela. Una vez cocido debidamente espesado se vierte en platos donde se enfría y se come como postre.
ACCESO. Desde Madrid, tomamos la N-II hasta la localidad de Alcolea del Pinar donde seguimos por la N-211 a Selas. Luego volveremos por el mismo camino hasta Anquela del Ducado, donde accedemos a la carretera que recorre el valle del Mesa –GU 451-. Llegados a Algar de Mesa, una posibilidad que nos conducirá de vuelta a la N-II, pasa por Calmarza y Cetina, por tierras aragonesas.