Patrimonio ruinoso
Desde la época de los gobernadores civiles y las cartillas de racionamiento, Guadalajara ha cambiado mucho. Ya no es aquél poblachón antañón, de patios floridos y callejuelas estrechas. Ahora es la ciudad del AVE, la ronda norte y el corredor industrial. En el análisis de la gestión del PP al frente del Ayuntamiento, pienso que sobresalen las áreas de medio ambiente, deportes y de atención al ciudadano. La otra cara de la moneda, que de todo hay en botica, afecta a políticas de industria, economía y, sobre todo, patrimonio y urbanismo. La conservación del patrimonio histórico-artístico, y su cohabitación con los nuevos barrios y las formas modernas de la arquitectura, ha sido un completo desastre. El cenit de este desaguisado, el paradigma de la hecatombe, ha llegado justo al final de la legislatura, con las estatuas del paseo de Las Cruces, feas con avaricia, y la remodelación de la plaza de los Caídos. De esto último se está hablando por doquier, así que vayamos a lo primero.
Creo que lo he leído en Layna Serrano: no hay parangón en toda España de un caso como el de la ciudad de Guadalajara. Testigo en pasajes decisivos de la historia nacional, escenario de relevantes batallas y, sin embargo, tan pocas huellas en el presente. La capital ha perpetuado a lo largo de su historia contemporánea una conducta errática con relación al cuidado de su legado monumental. Conservar las viejas tradiciones es honrar a nuestra memoria, vienen a decir los entendidos en estos menesteres. Pues bien, aquí se conoce que no seguimos el axioma porque la lista de agravios resulta interminable: el bloque mastodóntico de Santo Domingo; el edificio “negro” junto a lo poco que queda de la iglesia de San Gil; el alcázar destrozado; el palacio del Infantado, “único monumento que identifica a Guadalajara”, según el escritor Pérez Henares, sucio y degradado a todos los niveles; la demolición reciente del palacio de los Calderón; el hostal de la cuesta de El Reloj; y la construcción horrorosa y alejada totalmente de la estética tanto de las obras de ampliación del Ayuntamiento como del nuevo edificio instalado junto al de Santa Lucía. Tenemos una plaza Mayor cada vez más fea, sin bares y con un pavimento fabuloso para que la gente se tuerza los tobillos. Y así podríamos seguir hasta completar no un artículo, sino un reportaje a cuatro páginas y cinco columnas.
La pasión de Bris y sus antecesores por Guadalajara está fuera de duda. Pero yo ahora no hablo de sentimientos, sino de urbanismo, de gestión responsable, de sensibilidad para resolver temas espinosos. Mi amigo Herrera Casado, que siempre tiene la pluma y la cámara de fotos allí donde la tierra lo exige, ha publicado un artículo muy oportuno exigiendo decencia en el comportamiento de los ciudadanos alcarreños, después de comprobar la acción de los vándalos tirando la estatua de la duquesa de Sevillano y la pasividad de las autoridades –salientes y entrantes, tanto monta- a la hora de reponer el atentado. A partir de ahora, creo que va a ser el amigo Jordi el encargado de velar por el patrimonio local. Trabajo tiene y cultura no le falta para, como mínimo, intentar reparar algunas indecencias y no recaer más en errores absurdos. Instalar una retahíla de estatuas de tamaño humano, es decir, al alcance de cualquiera, y pretender que sigan intactas, es de aurora boreal. Dejando aparte el gusto dudoso de las tallas, la Guadalajara de hoy ya no es la que era, con todo lo bueno y malo que conlleva. La inseguridad es, junto a la falta de vivienda protegida, el mayor problema de la ciudad. A la proliferación de los cacos hay que sumar la intención de algunos de gobernar una urbe del siglo XXI con maneras algo casposas. Sugiero que no caigamos en el pesimismo porque es difícil hacer las cosas peor que hasta ahora. ¿Traerá el cambio político alguna mejora en la rehabilitación del casco antiguo? ¿Seguirán apostando por el modernismo paleto o piensan elaborar un plan director de conservación del patrimonio histórico?