Fiestas del barrio
La primera vez que perdí la conciencia no sé si fue en las fiestas de mi pueblo o en las de mi barrio. Son los problemas que te crea la desmemoria. Para los que somos de ciudad, las fiestas del barrio son un escape verbenero de la rutina, la bacanal repetitiva de todos los años. Y en Guadalajara ya ha empezado el baile: Puerta de Bejanque, Los Manantiales, Adoratrices-Defensores, Castilla, Esperanza, Río Henares, Estación-La Chopera, Hispanoamérica, Miguel Hernández, Buero Vallejo, La Rambla y El Clavín.
La apertura de la piscina de San Roque simboliza el banderín de salida para el verano. El calor resulta sofocante. Los urbanitas anhelan la montaña o la playa pero, a falta de pan, buenas son tortas. Sin embargo, yo creo que la gente le tiene mucho cariño a las ferias de su barrio. Claro que hay puntos de vista muy divergentes. Están los críos de once, doce y trece años en adelante que disfrutan como enanos jodiendo petardos, comprando guarrerías y jugando los campeonatos de fútbol o de pim-pon, quiero decir, de tenis de mesa. En otro plano habría que situar a los muchachos creciditos de unos veinte abriles, machacas de la vida que se creen de vuelta de todo alrededor de una hoguera, fumando porros y metiendo mano a todo lo que se mueva. Normalmente, todo esto conduce a observar a los típicos graciosillos volcando los contenedores del Excelentísimo, mientras una pareja folla en un rincón de La Concordia. Y tampoco falta, cómo no, la cuadrilla que desayuna chocolate con churros en los albores de la matinal. Así, de mientras, como el que no quiere la cosa, se va bajando la torrija.
Las verbenas hasta la madrugada son el plato fuerte de las fiestas de barrio. La estampa se me antoja retroactiva: la orquesta de turno desplegando todo su repertorio de “Operación Triunfo” y similares, las masas enardecidas ante los cubatas y la movida, y los de los puestos haciendo “su agosto”. Pero hay más cosas. Las señoras y los señores maduros, entrados en años y hasta en carnes, no tienen por qué preocuparse ya que ninguna asociación de vecinos se olvida de ellos. Ahí están las paelladas populares, los bizcochos borrachos gigantes, el juego de la calva y los torneos de mus y guiñote en el bar de Pepe para que nadie se sienta postergado. Y no podemos dejar de lado, ay, la actuación folclórica, ya sea de un grupo local o de un cuadro jotero cualesquiera. Todo sea por los jubilados, aunque incluso sobreviven jóvenes que se interesan por el folklore y las tradiciones apodadas populares, pero son los menos. Y a los que hay, por cierto, se les torpedea abiertamente porque, claro está, los jóvenes no saben nada de nada, ni siquiera de aquello que les atañe de forma directa. La experiencia es un grado, sí, pero la vanidad resulta repugnante.
Escucho una canción ligera de Sabina y pienso en las tardes tranquilas de aquellos domingos que sirven para cerrar los festejos del barrio. Esos días en los que se entregan los trofeos, se apuran las migas a la par que se acerca el concejal de turno a vomitar el discurso, protocolario lo llaman, aunque siempre es un tostón inaguantable y monótono. Después viene la penúltima cena, el penúltimo chato de vino con la camisa desabrochada por la temperatura. Y, finalmente, el castillo de ilusiones, los fuegos artificiales, el broche de pólvora para la celebración de la hermandad vecinal. Al día siguiente todo vuelve a la normalidad. Las marujas y los marujos van al pan y, muy amablemente, continúan poniéndose de chupa de dómine.