De pueblo
Mi amigo Fortu, nacido y criado cerca de los montes de Toledo, es una inteligencia que observa la vida con un espíritu crítico poco habitual en los hombres de su generación. Cuando jocosamente le espeto que es más de pueblo que las amapolas, siempre responde: “mucho, muy de pueblo, y a mucha honra”. La expresión “de pueblo” siempre la utilizamos en tono peyorativo, aunque luego nos gusta comer los pimientos, las patatas y las judías que da la tierra. La singularidad de vivir en el pueblo, o en el medio rural (como ahora acostumbran a decir los geógrafos) no deja de ser una de las discusiones típicas en cualquier sociedad “desarrollada”. España es un ejemplo clarísimo porque no hace mucho tiempo el sector primario (agricultura y ganadería) ocupaban una parte fundamental de nuestra producción. Hoy esto ha cambiado porque, entre otras razones, los pueblos se despueblan, los labriegos jóvenes escasean y las oportunidades laborales se las quedan los urbanitas.
Leo en un artículo de un especialista que “el paisaje rural cambia a un ritmo y a una escala desconocidas desde la peste negra del medioevo. Nunca había trabajado menos gente en el campo desde la edad media”. Hay muchos debates dentro de un mismo asunto: la violación permanente de la naturaleza; el expolio del monte (en la sierra de Guadalajara particularmente a través del mercado ilegal de los hongos); la carencia de infraestructuras (pateen si no las carreteras de Molina); la dotación de centros sanitarios y educativos y la conversión del viejo pastor en un nuevo rico paleto gracias al dinero que malgasta Europa. Hay que añadir a todo esto que al presidente de los Estados Unidos de América, el cargo político más importante, no se le ocurre nada mejor para fomentar el comercio justo que subvencionar a sus compatriotas ganaderos con 40.000 millones de dólares y romper el acuerdo con los países pobres para liberalizar el mercado agrícola mundial. Por si fuera poco, se le ha metido en la mollera que para prevenir los incendios, “talamos los árboles”, y para sacar petróleo de dónde no lo hay, nos cargamos los glaciares de Alaska. Así las cosas, uno prefiere vivir en una aldea perdida, donde no llegan la señal de televisión ni los periódicos ni la cobertura de los insoportables teléfonos móviles.
¿Dónde se vive mejor? ¿En la ciudad o en el pueblo? Quevedo escribió: “nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres”.